Las familias numerosas son un motor imprescindible para el desarrollo de la sociedad
La aventura de ser muchos
Al menos un día al año -y en el que está a punto de terminar, será el día 27 de diciembre, en Madrid-, las familias españolas sacan pecho en la calle. Especialmente las familias numerosas. Sin embargo, la aventura de tener muchos hijos se desarrolla durante los otros 364 días entre el silencio de los medios, la falta de ayudas del Estado…, y la alegría de saber que, pase lo que pase, sus miembros jamás estarán solos

A pesar de la lógica aplastante de sus palabras, hogares como el que han construido don Antonio Páramo y su esposa, doña Cristina Soto, brillan por su excepcionalidad en una sociedad, la española, que ostenta la tasa de natalidad más baja de la Unión Europea, con una media de 1,3 hijos por mujer; muy lejos del 2,1 necesario para garantizar el relevo generacional. Los argumentos para formar familias sin hijos, o con uno o dos como mucho, son de lo más variados: los sueldos bajos, las casas pequeñas, el ritmo de vida, la falta de tiempo, el trabajo absorbente, la pérdida del tiempo libre y de los espacios para uno mismo, el temor ante una responsabilidad tan grande… Una combinación que lleva a muchos a preguntarse si, en la España del siglo XXI, un matrimonio puede tener cuatro, cinco, siete, diez o tantos hijos como Dios le conceda.
Una familia como otra cualquiera
Doña María Jesús Prieto desmonta los tópicos desde su propia experiencia. Y no sólo porque ella provenga de una gran familia, sino porque junto a su marido, don Luis Roa, ha sacado adelante a diez hijos como diez soles. «Una familia numerosa -dice- no es tan distinta de una familia con uno o dos hijos. Al fin y al cabo, hacemos lo mismo: llevarlos y recogerlos del colegio, estudiar y jugar con ellos, darles de comer…, sólo que lo hacemos con varios a la vez. En realidad, cualquier madre, aunque sólo tenga un hijo, dice que le falta tiempo. Lo único que varía es a qué dedicas ese tiempo: yo prefiero dedicárselo a mis hijos. Además, al tener que atender a varios, desarrollas cierta capacidad para simplificar las cosas, para descomplicarte, y para dar a cada circunstancia su importancia justa, ni más ni menos».
Es más difícil educar sólo a uno
La experiencia de los Roa Prieto es de lo más ilustrativa. Porque cuando uno

piensa que es imposible hacerse con los mandos de una casa en la que conviven doce personalidades diferentes -dos adultas, el resto en formación, y algunas de ellas en plena edad del pavo-, se impone el sentido común: «Para nosotros, el tiempo más difícil fue cuando sólo teníamos un hijo, porque dependía exclusivamente de nosotros. En cuanto nació su primera hermana, comenzaron a entretenerse juntos, y a medida que la familia crecía, unos buscaban a los otros, y la unidad familiar se iba enriqueciendo con los talentos y habilidades de cada uno. Mis hijos saben nadar, montar en bici, jugar al tenis…, pero nosotros sólo enseñamos a los primeros. Los demás aprendieron de éstos. Ellos tienen la oportunidad de aprender, de coexistir con una gran variedad de personalidades, en un clima de afecto absolutamente informal, donde los errores se olvidan, precisamente porque son muchos, y donde el cariño sobreabunda».
Alegrías multiplicadas
Basta pararse a charlar con los miembros de una gran familia para darse cuenta de que las ventajas son mayores que los sacrificios. En primer lugar, porque la comunicación, por contradictorio que parezca, es más fluida: «Siendo muchos es más fácil comunicarte y expresarte. En casa sólo hay una televisión en el cuarto de estar, y está encerrada en un mueble; supongo que gracias a eso las comidas y las cenas se prolongan en tertulias que ayudan a convivir. Tener muchos hijos multiplica las alegrías y divide las tristezas, porque las ocasiones felices son más festivas, y las tristes, menos dolorosas porque son compartidas. Es de una inmensa ayuda el saber que uno pertenece a alguien, y que existe un núcleo -el familiar, yo no sé de otro- que te quiere con independencia de lo que valgas…, incluso de lo que hagas», dice doña María Jesús.
En casa de los Páramo son de la misma opinión. Don Antonio reconoce que «tener una descendencia amplia implica muchos sacrificios, porque tu esquema mental cambia: empiezas a vivir por y para otros, y puedes tener la impresión de que tu tiempo y tus cosas ya no son tuyas. Pero cuando vives tu vocación, y sabes que lo que haces responde al plan de Dios, todo eso se vuelve en una aventura fantástica, en la que puedes entregarte a los demás, compartir y renunciar a tus cosas y a tu tiempo para dárselo a quienes más quieres. Y cuando empiezas a darte, quieres darte a cuantos más, mejor».
Controlar la tormenta perfecta
Doña Cristina, con su hija Paloma en brazos, añade: «Quitarte de tus

caprichos puede parecer lo más costoso, pero lo haces encantada, porque los tuyos son lo más importante. Mucha gente se crea necesidades artificiales que anteponen a los hijos. Piensan que es mejor poder ir a la peluquería o a jugar al pádel, o creen que ya no van a poder viajar ni salir por ahí… En realidad, nada de eso se acaba, lo que pasa es que lo haces en familia».
En efecto, las actividades comunes son la tónica general en las grandes familias. Sobre todo, porque de otra forma es complicado mantener la unión entre todos sus miembros. «Nosotros rezamos en familia, vamos juntos a misa, jugamos juntos a algún juego de mesa, hablamos, hacemos excursiones, nos vamos a una casa rural por Navidad con todos los primos», cuenta don Antonio. Y María José Prieto, incluso, apunta hasta la necesidad de pelear juntos -pero nunca todos a la vez, que eso sería una tormenta perfecta-: «Las peleas surgen siempre entre dos, y es más fácil de controlar. Los mayores suelen mediar, y, de hecho, los pequeños casi nunca se pelean porque, viendo a sus hermanos, han aprendido a convivir. De vez en cuando, no viene mal una disputa, con su consecuente reconciliación. Así también se aprende». Y, medio en broma, añade que, «en el colegio, nos decían que eran muy tranquilos, que nunca se peleaban, ¡porque ya salían pegados de casa!»
La mejor herencia, los hermanos
Desde luego, si alguien tiene claro lo bueno que es tener muchos hermanos son, en primer lugar, los hijos. Para quienes descalifican a las familias numerosas diciendo que sus miembros son poco menos que un peligro para la sociedad, las palabras de Pedro Páramo (12 años) suponen un argumento difícil de rebatir: «Tener muchos hermanos está super bien, porque nunca te aburres: siempre tienes con quién hablar, con quién jugar, a quién pedir ayuda si tienes un problema… –¡Y a quién molestar!, añade su hermana Teresa-». Marta (14 años) espera un momento de silencio para exponer serenamente que, «cuando creces entre tanta gente, te acostumbras a renunciar a cosas que te apetecen pero que no son buenas para ti o para la familia. Y eso luego ayuda a decir No ante ciertas propuestas que te hacen tus amigos o la gente de tu entorno». Richi (15 años) le comenta algo por lo bajo, sin dejar de puntear -con bastante buen oído- su guitarra. Y Marta, claro, lo comenta como si fuera de su cosecha: «Además, para los hijos es muy importante el ejemplo de los padres. Yo creo que tener muchos hijos une más al matrimonio –cuando ya está unido, matiza su padre-, porque tantos hijos te hacen pensar más en los demás, y por eso piensas más en tu marido o en tu mujer, y te das mucho más al otro, sin esperar nada». Las miradas de don Antonio y de doña Cristina, además de una profunda ternura ante lo que piensan sus hijos mayores, demuestran que están cien por cien de acuerdo. Y por si queda alguna duda, don Antonio Páramo concluye: «La mejor herencia que se le puede dar a un hijo o a una hija, es un hermano. Y cuando ya se lo has dado, una hermana. Porque la complementariedad de los sexos se aprende en casa, igual que todo lo que hace sociable (y feliz) al ser humano. Darle hermanos a tus hijos es darles una familia que les quiere, les acepta, y nunca los va a dejar solos. Por eso, cuantos más sean, más amor reciben y más amor son capaces de dar. No hay nada mejor que pueda hacer un padre por ellos».
José Antonio Méndez