Aprender a AMAR

Años de abandono en un orfanato rumano habían dejado a Daniel lleno de dolor, pero el cariño de sus padres adoptivos curó sus heridas.

Por Natalia Alonso y VINCE BEISER

De pie en la coci na de su casa, en las afueras de Cleveland (Ohio), Hei­di Solomon cor­taba queso para prepararle un sándwich a su hijo Daniel, de 10 años. Era una tarde de abril, como tantas otras en los tres difíciles años que habían pasado desde que ella y su marido, Rick, adoptaron al niño.

—No quiero eso —dijo Daniel.

Heidi, una mujer delgada de 1,52 metros de estatura, no respondió. Sabía que la hostilidad de su hijo no tenía nada que ver con ella.

Daniel pasó los primeros cinco años de su vida en un orfanato que era más una cárcel que un hogar para huérfanos. Aunque se mostró afectuoso con los Solomon cuando lo adoptaron, su conducta empeoró con el tiempo y últimamente se había agrabado. Rompía sus juguetes, pegaba a otros niños, lo habían expulsado del colegio y había pasado un tiempo recluido en un hospital psiquiátrico.

A pesar de todo, Heidi no estaba preparada para lo que ocurrió después. Dando un gruñido, Daniel cogió un cuchillo de 18 centímetros y se lo puso a su madre en la garganta.

Hasta que lo adoptaron, Daniel (cu-yo nombre rumano era Florin-Daniel Bica) nunca había tenido un par de zapatos, y jamás le habían abrazado ni le habían leído un cuento. Ni siquiera sabía que tenía padres. Una ventana les ofrecía a él y a los demás niños la única vista del mundo que se extendía más allá de las paredes del orfanato. “De noche podían verse las luces de la ciudad”, recuerda Daniel, hoy de 18 años. “Me preguntaba qué sería todo aquello”.

Luego, un día de octubre de 1996, un desconocido lo condujo a un coche que esperaba fuera del orfanato. “No sabía qué estaba pasando”, recuerda Daniel. “Era como un sueño”. De pronto se vio en un aeropuerto, y el extraño le pidió que saludara a un hombre y una mujer. Heidi se echó a llorar al ver al niño, que llevaba puesto un impermeable azul. Él la saludó con timidez. “En ese momento empezó mi segunda vida”, afirma Daniel con una sonrisa.

Heidi era sólo una adolescente de 15 años cuando decidió que algún día adoptaría a un niño. Tomó esa decisión después de trasladarse a otra ciudad para pasar tres años entrenándose como gimnasta. Durante ese tiempo vivió en siete hogares distintos, y muchas veces se sintió más como una carga que como una huésped. De vuelta a su casa, se dio cuenta de la importancia de la familia… y de algo más: “Decidí no tener hijos biológicos, porque hay muchos niños que necesitan ayuda”.

Como profesora de educación especial, empezó a trabajar con jóvenes problemáticos y con niños que padecían trastornos emocionales. En sus ratos libres era voluntaria en un programa llamado Hermanos y Hermanas Mayores. A Rick, quien trabaja actualmente en una empresa de máquinas expendedoras, no le entusiasmaba mucho la idea de la adopción, pero la aceptó para agradar a Heidi cuando se casó con ella.

Poco después de su boda, en 1994, la pareja inició el proceso para adoptar un niño en el extranjero. Una noche, mientras hojeaba el catálogo de una agencia de adopciones, a Heidi se le fueron los ojos al ver la foto de un niño risueño de piel aceitunada y pelo negro. “Me enamoré de él”, cuenta. “Le dije a Rick que ese niño era nuestro hijo”.

En esa época, el niño vivía en un austero orfanato en la ciudad de Beclean (Rumania). El personal bañaba y daba de comer a los niños y, de vez en cuanto, los pegaba con palos o los abandonaba a su suerte.

Durante los primeros seis meses en su nuevo hogar, en Estados Unidos, Daniel pareció adaptarse bien. Fascinado por el mundo que acababa de descubrir, le encantaba hablar por teléfono y que Heidi le enseñara a nadar. Pero había algunos problemas: a veces tenía berrinches y no quería dormir solo. Aunque pronto aprendió algunas palabras en inglés, le resultó difícil comunicarse cuando entró en un colegio local.

El día en que cumplió ocho años sufrió una crisis. Durante la fiesta que sus padres organizaron para él, la primera de su vida, se dio cuenta de que alguien lo había traído al mundo y después lo había abandonado. Entender esto lo llenó de furia.

“Pensé que Rick y Heidi me habían dejado siete años en el hospicio, y que luego me habían recogido y trataban de comportarse como si nada hubiera ocurrido”, señala. Sus padres le explicaron muchas veces que no eran sus padres biológicos, pero él no les creía. “No me importaba lo que dijeran o hicieran”, recuerda. “La rabia se apoderó de mí”.

Sus berrinches duraban horas, y lanzaba cuanto objeto tenía a mano contra las paredes de la casa. Rick y Heidi decidieron sacar todo de su cuarto menos el colchón, pero los arrebatos empeoraron. Cuando Daniel cumplió 10 años sus padres le regalaron un perrito, que de inmediato él trató de estrangular. Al mes siguiente llegó a casa en un coche de la policía: había atacado con una pala a otros niños en la sinagoga.

Los Solomon acudieron a varios psicoterapeutas. Daniel mordió a uno de ellos en el vientre y le dejó una herida de casi ocho centímetros. Ese mismo año lo enviaron tres veces a un hospital psiquiátrico, una de ellas por amenazar al director del colegio con un trozo de cristal. Los encierros sólo complicaron las cosas. “Antes la frustración le hacía reaccionar con furia”, cuenta su madre, “pero después de estar en el hospital se volvió violento a propósito”.

Heidi era el principal blanco de sus agresiones. Le daba cabezazos en la cara, y se reía cuando veía que le había puesto un ojo morado. Una vez la golpeó con un palo de golf. En más de una ocasión, mientras Rick estaba fuera de casa, Heidi tuvo que llamar a la policía para que la protegiera.

La única persona a quien Daniel parecía odiar más que a su madre era a sí mismo. Varias veces intentó matarse, saltando por una ventana o desde un árbol. La familia empezó a resentir los estragos de tanta tensión. Rick amenazó con irse de casa, y Heidi se sentía terriblemente culpable. Recuerda que “en esos días leí una noticia en el periódico sobre una familia de tres miembros que murió en un incendio, y pensé que podríamos haber sido nosotros por el caos en que estábamos viviendo”.

Psicólogos, amigos y parientes le dijeron a Heidi que no había esperanza, que Daniel jamás la querría y que debía renunciar a él. Pero ella no estaba dispuesta a darse por vencida. “Aunque él me odiaba, yo no me sentía ofendida”, afirma. “Sabía que su rencor se debía a todo lo que había sufrido y que necesitaba una familia. Es mi hijo, y de esto nunca tuve duda”.

El día en que Daniel la amenazó con el cuchillo, Heidi, quien había aprendido a tratar a estudiantes potencialmente violentos, mantuvo la calma. Le arrebató el arma al niño, y él retrocedió. La crisis había pasado. Sólo después la madre pensó en lo que podía haber ocurrido… y en lo que podría pasar más adelante, cuando Daniel fuera mayor. Entonces comprendió que las cosas no podían seguir así.

Los médicos habían recetado al niño fármacos psicotrópicos. Algunos no habían tenido efecto, y otros parecían estabilizar sus bruscos cambios de ánimo. Sin embargo, ninguno servía para remediar el peor de sus males: el trastorno reactivo de apego, que impide a quien lo padece formar lazos afectivos con otros.

“El niño que sufre este trastorno cree que es malo e indeseable, que no vale nada ni merece amor”, escribieron los psicoterapeutas Terry Levy y Michael Orlans en un artículo que Heidi encontró en Internet. Según ellos, la consecuencia es un profundo sentimiento de alienación que provoca ira y violencia. En pocas palabras, Daniel era incapaz de amar. Este trastorno es raro: lo sufren principalmente niños maltratados, como los miles que cada año son sacados de los orfanatos de Europa del Este para ser adoptados en Estados Unidos.

Recientemente, ante la firme presión de los gobiernos occidentales y con ayuda de organizaciones sociales, Rumania ha tomado medidas para mejorar la atención que da a sus niños abandonados. Aunque las condiciones de algunos de los orfanatos son aún deplorables, un grupo estadounidense que trabaja en la zona (Ayuda para los Niños Rumanos) ha contribuido a cerrar muchos de los peores y a reubicar a los niños en hogares de acogida.

El orfanato donde Daniel vivía se ha modernizado: ahora da servicio a adolescentes y parece una residencia universitaria. Por desgracia, estos cambios resultaron muy tardíos para Daniel; en su caso, el mal ya estaba hecho, y el trastorno reactivo de apego suele ser difícil de tratar.

Cuando llegó el verano de 1999, Heidi decidió tomar medidas drásticas. Pidió consejo al neuropsicólogo Ronald Fe-derici, de Virginia, quien recomendó un tratamiento nada fácil de aplicar: durante dos meses, Heidi tendría que mantenerse a menos de un metro de distancia de Daniel en todo momento; le daría ropa limpia y comida, pero él no podría pedirle nada más. La clave del tratamiento era lograr que tuviera un adecuado contacto visual con Heidi cada vez que interactuaran, a fin de recrear una versión del vínculo madre-hijo que nunca habían desarrollado.

“Las primeras semanas odié inmensamente a mi madre”, confiesa Daniel. Con el tiempo se produjo un cambio en su interior: por fin entendió que la pareja no era sus padres biológicos, y al tomar mayor conciencia de su estrecha cercanía con ellos, su ira empezó a disiparse. Ocho semanas después, sus arrebatos violentos cesaron y dejó de intentar hacerse daño o hacer daño a otros.

Pese a ello, su turbación emocional se manifestó de otras formas. Adoptó una actitud de agresión pasiva: comía con una lentitud exasperante y empezó a robar cosas en casa. Aun así, a sus padres esta conducta les parecía manejable, comparada con lo que habían soportado antes. Entonces hicieron algo que cualquiera podría considerar una insensatez: adoptaron a otro huérfano de Europa oriental. Alexander Joseph, de dos años, llegó de Ucrania para integrarse a la familia cuando Daniel tenía 12 años.

Éste se puso celoso de inmediato. Comenzó a jugar con cerillas, y en cierto momento amenazó de nuevo con suicidarse. Desesperados, Rick y Heidi decidieron probar otra terapia. Todas las tardes, uno de los dos se sentaba en el regazo a Daniel, quien ya tenía 13 años; le daban un helado, y no lo dejaban irse hasta que hacía contacto visual con ellos y les hablaba. Tras varios meses con este ritual, junto a una psicoterapia profesional intensiva, Daniel experimentó una transformación.

Empezó a valorar todo lo que sus padres habían hecho por él y a darse cuenta de que lo querían. Se volvió más comunicativo, dejó de robar e hizo algunos amigos. Y también mejoró su relación con Alexander Joseph, quien tenía sus propios problemas de conducta, entre ellos la hiperactividad y una forma moderada del trastorno reactivo de apego. Daniel comenzó a sentirse orgulloso de ser el hermano mayor, y en ocasiones incluso cuidaba al niño.

Animado por Heidi, también empezó a ofrecer ayuda a otros. Se hizo líder del grupo juvenil de su iglesia, ayudó a la organización Hábitat para la Humanidad a construir casas y comenzó a entrenarse como bombero voluntario. Hace dos años sorprendió a todos al obtener el premio que su iglesia otorga al mejor estudiante. Ante las 300 personas que asistieron a la entrega de premios habló de sus años en el orfanato y agradeció a sus padres todo lo que habían hecho por él. Luego, con voz emocionada, pronunció las palabras que ellos tanto habían deseado escuchar: “Os quiero”.

“Fue el momento más feliz de mi vida”, asegura Heidi.

Los problemas de Daniel aún no habían terminado. Sigue en terapia, y aunque es capaz de conversar a la perfección, tiene dificultades para leer y escribir. Aun así, está a punto de terminar el bachillerato. No es realista pensar que pueda ir a la universidad, pero el muchacho tiene otros planes; quiere ser bombero profesional. Ya ha aprendido lo que significa dar —e incluso arriesgar— todo por alguien más. Ahora desea poner en práctica esa lección.

Vendida como esclava

La llevaron ilegalmente a Estados Unidos y durante dos años vivió en condiciones de esclavitud con una rica familia.

Por Natalia Alonso y MARY A . FISCHER

Como cualquier adolescente, Shyima Hall olvida hacer su cama y protesta cuando tiene que cumplir con sus dos obligaciones: pasar la aspiradora y limpiar la pecera. En la casa donde vive con sus padres adoptivos y cinco hermanos, en el condado de Orange (California), esta chica de 18 años prefiere tumbarse en el sofá y hablar por teléfono. Lleva pantalón vaquero a la cadera y se pinta las uñas. En mayo de 2007 se puso un vestido de fiesta y fue a la peluquería para ir a una fiesta escolar. Su vida está llena de actividades: tiene un trabajo de media jornada, hace sus deberes escolares y se va de acampada los fines de semana. En realidad, está recuperando el tiempo perdido.

Shyima nació en Alejandría (Egipto), y hace un año cerró un capítulo de su vida que desearía que jamás se hubiera escrito. Todo comenzó en el año 2000, cuando sus padres, sumidos en la pobreza, la vendieron a una pareja adinerada en El Cairo. Ésta se fue a vivir a Estados Unidos, introdujo ilegalmente a la niña, entonces de 10 años, y la obligó a trabajar día y noche en su lujosa residencia.

Según el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, el tráfico de personas hoy día es la industria criminal de más rápida expansión en el mundo: unas 800.000 son sacadas de sus países cada año.

Shyima pertenecía a esta última categoría. Ella y sus 10 hermanos se criaron en una pequeña casa que sus padres compartían con otras dos familias. Tenían un solo baño y dormían hacinados en un cuarto sobre mantas extendidas en el suelo. Su padre a menudo se ausentaba semanas enteras. “Cuando estaba en casa, nos pegaba”, recuerda Shyima.

Jamás había ido al colegio y su futuro parecía poco prometedor. A pesar de todo, tenía esperanzas. “Había cierta felicidad y personas que cuidaban de mí”, contó en un tribunal años después.

A los ocho años se fue a vivir con Abdel-Nasser Yussef Ibrahím y su mujer, Amal Ahmed Ewis-Abd Motelib, ambos treintañeros. La hermana mayor de Shyima había trabajado en su casa como sirvienta, pero la echaron por un supuesto robo de dinero. Shyima fue obligada por sus padres a sustituirla, según el trato que habían hecho con la pareja.

Pasaron dos años e Ibrahím y Motelib decidieron emigrar con sus cinco hijos a Estados Unidos para abrir allí un negocio de importaciones y exportaciones. Shyima no quería ir con ellos, pero Ibrahím le dijo que eso no dependía de ella. Desde la puerta de la cocina oyó a la pareja hablar con sus padres. “Los oí negociar”, cuenta, “y mis padres aceptaron venderme por 20 euros al mes”.

La pareja introdujo a la niña a Estados Unidos con un visado de turista de seis meses, obtenido ilegalmente, y la llevó a su lujosa casa de dos plantas en una urbanización de California. Cuando Shyima terminaba las tareas domésticas, la mandaban a un cuarto anexo al garaje que no tenía venta-nas, aire acondicionado ni calefacción. A veces la encerraban con llave. Su mobiliario era un colchón sucio, una lámpara de pie y una mesita. Guardaba su ropa en una maleta.

Se levantaba a las 6 de la mañana cada día, junto con los gemelos de la pareja, de seis años. Todos le daban órdenes, incluidas las tres hijas de sus jefes, de 15, 13 y 11 años. Cocinaba, servía las comidas, fregaba platos, hacía camas, cambiaba sábanas, ayudaba a lavar la ropa, planchaba, pasaba la aspiradora, barría, trapeaba y lavaba los patios. Muchas veces le daba la medianoche sin terminar.

Un día en que quiso lavar su ropa, Motelib la detuvo. “Me dijo que no podía meter mis cosas en la lavadora porque tenían más mugre que las de ellos”, recuerda. Desde entonces lavaba su ropa en un cubo de plástico que tenía en el cuarto, y la ponía a secar en una rejilla de metal junto a los cubos de la basura.

La pareja pegaba a Shyima, pero ella sufría más por el encierro y los insultos. “Me decían que era estúpida y que no valía nada”, cuenta. “Me hacían sentir inferior a ellos”. Comía sola y no la dejaban ir al colegio ni salir de casa sin que alguno de los dos la acompañara. Le prohibieron revelar su situación a otras personas. “Decían que la policía me detendría porque estaba ilegalmente en el país”.

Aunque nunca reconoció que echaba de menos a su madre, lloró desconsolada frente a Ibrahím y Motelib un día en que contrajo una fuerte gripe. “Me veían sufrir y no les importaba”, dice. “Aun así, tenía que trabajar. Ni siquiera me daban medicinas”. Al caer la noche se sentía exhausta y muy sola. Ibrahím le había quitado su pasaporte, así que pensaba que estaría ahí para siempre.

Cuando cumplió 12 años no hubo ninguna celebración. Se pasó el día haciendo tareas domésticas.

Seis meses después, la mañana del 9 de abril de 2002, Carole Chen, trabajadora social de los Servicios de Protección Infantil del condado de Oran-ge, recibió una denuncia telefónica anónima de un caso de maltrato infan-til. La persona que llamó (se cree que fue un vecino) reveló que una niña vivía en el garaje de Ibrahím y Motelib, que hacía labores de sirvienta y que no la mandaban al colegio.

Carole, junto a una investigadora de la policía local, Tracy Jacobson, acudió a la residencia de Ibrahím. Cuando éste abrió la puerta, la agente le preguntó quién más vivía allí. El hombre respondió que su mujer y sus cinco hijos.

—¿Hay otros niños? —presionó la investigadora.
Ibrahím admitió que había una niña de 12 años, y aseguró que era una parienta lejana suya.
—¿Podemos hablar con ella? —preguntó la policía.

Shyima estaba limpiando la planta alta, sin saber que en cuestión de minutos su cautiverio iba a terminar. Ibrahím le dijo en árabe que bajara y que negara estar a su servicio. Vestida con una camiseta raída y un pantalón holgado, la niña corrió a la puerta.

Al ver las manos ásperas y enrojecidas de la chica, Carole llamó a un intérprete por su móvil. Shyima le dijo que llevaba dos años viviendo en el país y que nunca había ido al colegio. La investigadora de inmediato la puso bajo custodia.

Sola en el asiento trasero del coche patrulla, de camino a una residencia infantil donde estaría temporalmente, Shyima rezó para que jamás volviera a ver a sus captores. “Era una chica sorprendentemente fuerte”, recuerda Tracy. “Nunca lloró. A diferencia de otros niños, le gustó la idea de estar bajo custodia porque se sentía a salvo”.

Unas horas después, tras obtener una orden de registro, la investigadora regresó a casa de Ibrahím con varios agentes del FBI y del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas. En el garaje hicieron fotos del colchón sucio de Shyima. Junto a una lámpara rota había un cubo con agua jabonosa, y en el suelo, ropa doblada. “La chica no vivía ni por asomo como el resto de la familia”, comenta Tracy. El agente de inmigración Bob Schoch añade: “Hay animales que reciben mejor trato”.

En un intento por justificar la situación, Ibrahím les enseñó el contrato que los padres de la niña y él habían firmado ante un notario. “El papel decía que Shyima trabajaría 10 años con ellos, por un sueldo para sus padres de 30 dólares al mes”, cuenta Tracy, quien detuvo a Ibrahím y a Motelib y los acusó de conspiración, esclavitud involuntaria, explotación y alojamiento ilegal de una extranjera.

El día del rescate de Shyima, los agentes de inmigración le dieron a elegir entre dos opciones: regresar a Egipto o permanecer en Estados Unidos y vivir en un hogar de acogida. La chica decidió quedarse. Quería empezar una vida nueva y mejor.

Durante los dos años siguientes vivió con dos familias de crianza. La primera le enseñó a hablar inglés y a leer; la segunda, pretendía inculcarle la observación estricta de la religión musulmana, pero como ella se negó, la trasladaron a otra casa. “Yo sólo quería ser una adolescente normal”, dice.

Pronto se cumplió ese deseo. Chuck y Jenny Hall, quienes tenían dos hijas y un hijo, acababan de comprar una casa de cuatro dormitorios en el condado de Orange y vieron que tenían espacio para más niños. Tras haber sido padres de acogida de una chica de 15 años y de un sobrino de Chuck, de 13, decidieron recibir a otro. En su primera reunión con Shyima, todos congeniaron. “Ella tiene el mismo sentido del humor que yo”, dice Chuck, gerente de una empresa fabricante de uniformes.

La niña les preguntó cuáles eran las reglas en su casa y cuáles serían sus obligaciones.

—Todo es negociable —le respondió Chuck.
—Ir al colegio y hacer los deberes serán tus prioridades —agregó Jenny, que es orientadora juvenil—. Te trataremos como si fueras hija nuestra y serás parte de la familia.

Shyima tenía ya 15 años y se había convertido en una bella jovencita. Pero llevó a su nuevo hogar algo más que su maleta. “Estaba llena de rabia”, dice. Los primeros seis meses padeció insomnio y ansiedad, por lo cual visitaba regularmente a un psicoterapeuta y tomaba antidepresivos.

Con el tiempo adquirió más confianza en sí misma. En el colegio hizo amigos, tuvo su primer novio y se incorporó al equipo de atletismo. Consiguió un empleo de media jornada y empezó a participar en actividades sociales de la iglesia. Incluso se ofreció como consejera en un campamento para niños que tenían baja autoestima.

Ibrahím y Motelib se declararon culpables a cambio de que les redujeran la condena. Shyima asistió a la audiencia pública en la que se dictaría la sentencia, en octubre de 2006.

—Lo ocurrido se debió a mi ignorancia de las leyes, pero acepto toda la responsabilidad —declaró Ibrahím ante el juez.
Motelib se mostró menos arrepentida. Sin inmutarse dijo:
—Le di el mismo trato que le daba en Egipto. Si ella me hubiera dicho qué cosas no le gustaban, yo habría modificado mi conducta.
Incapaz de contener la ira, Shyima pidió la palabra.
—Ella es una mujer adulta y cono-ce la diferencia entre el bien y el mal —señaló—. ¿Por qué no me daba cariño? ¿Es que no soy también un ser humano? El tiempo que pasé con ellos sentí como si no existiera. Lo que me hicieron me dejará cicatrices durante el resto de mi vida.

Ibrahím fue condenado a tres años de prisión y Motelib a 22 meses. Se les conminó a pagar 76.137 dólares (unos 48.000 euros) a Shyima por los servicios prestados. Ambos serán deportados a Egipto cuando salgan de la cárcel.

Después de la sentencia, Shyima lo celebró yendo a comprar un vestido para el baile de bienvenida a la secundaria. Era negro, largo y satinado. Con parte del dinero de la indemnización se compró también un ordenador portátil, una cámara digital y un coche nuevo; guardó el resto en un fondo para la universidad.

“Tiene mucha fuerza de voluntad y es independiente”. observa Jenny, quien, junto con su marido, adoptó legalmente a Shyima en 2007. “Sabe lo que quiere”.

La joven dice que le gustaría ser policía para ayudar a otros. También desea viajar a Egipto algún día para ver a sus hermanos. Pero por ahora disfruta el sueño que jamás pensó que se haría realidad: vivir como una adolescente normal.

Google compra WordPress

NACE «BLOGPRESS». A punto de concluir el 2009 se produce una noticia muy esperada desde hace años en la blogosfera: Google, propietario de Blogger, anunciará en las próximas horas la compra de la plataforma de blogs WordPress la marca conjunta Blogpress, en un claro guiño-aviso a los medios tradicionales sobre el tremendo potencial comunicativo de la blogosfera. Google advierte que este movimiento empresarial no afectará al funcionamiento técnico de ambas plataformas, que en los próximo meses integrarán progresivamente sus sistemas sin que los usuarios tengan que modificar sus blogs personales. por un valor aproximado de 730 millones de dólares. La adquisición de WordPress es de vital importancia para la estrategia global de Google, pues la firma estadounidense –aparte de hacerse con la multitud de aplicaciones y widgets desarrollados por WordPress–  controlará alrededor del 68% de los blogs en todo el mundo, aproximadamente unas 180 millones de bitácoras repartidas principalmente por Estados Unidos, Latinoamérica y Europa. La suma de ambas plataformas de blogs al parecer se anunciará bajo

Actualización: Se confirma la noticia

Patxi López defiende a monseñor Munilla

EN UNA ENTREVISTA EN LA SEXTA

Espectacular defensa de monseñor Munilla por parte del lehendakari socialista Patxi López

El presidente del gobierno vasco ha recordado al PNV, un partido de orígenes católicos que ha acabado votando por el aborto libre, todas las razones que los dirigentes nacionalistas han venido rechazando desde hace un mes, tras anunciarse el relevo en la sede guipuzcoana. Ha contestado Incluso la acusación de conservador.

Actualizado 26 diciembre 2009

La Sexta ha elegido Político del Año a Patxi López, y con ese motivo la periodista Mamen Mendizábal le ha entrevistado en el Palacio de Ajuria Enea. Los informativos de la cadena emitieron este sábado la primera parte de una conversación en la cual el lehendakari hace una contundente defensa de la designación de monseñor José Ignacio Munilla como nuevo obispo de San Sebastián.

Tras recordar que la forma de elección de los obispos es conocida y no puede sorprender a nadie, López muestra su respeto por las decisiones de la Iglesia.

Afirma no entender las críticas vertidas por los dirigentes nacionalistas contra este nombramiento, por considerar «bastante incompatible» que, después, «desde esos mismos partidos políticos se le pida respeto a la Iglesia para que no entre en política». No comparte que haya quien entre «en decisiones que le corresponden única y exclusivamente a la Iglesia católica», y manifiesta su intención de «mantener siempre una posición de respeto hacia la Iglesia».

Sobre monseñor Munilla afirma que es una persona «nada ajena al País Vasco, porque es de Zumárraga, euskaldunzaharra y conocido en la zona».

«Es verdad que viene acompañada de una serie de auras», prosigue Patxi López, como que es «muy conservador. Sí, pero a la vez era quien llevaba a su casa a personas drogodependientes para desengancharse, quien atendía permanentemente a los más necesitados de su pueblo; y eso se lo reconocen en Zumárraga muchísima gente, y luego hablan de que puede ser un obispo españolista o antinacionalista como si la característica de un obispo debiera de ser ésa».

«Yo respetaré siempre a la Iglesia en su ámbito porque quiero que me respete a mí en el mío», concluyó el lehendakari en una defensa llamativa por su contundencia y por las evidentes discrepancias entre el programa socialista y las posturas del obispo Munilla, quien tomará posesión de la sede donostiarra el próximo 9 de enero.

Salvó del alcohol a cientos de sacerdotes

HOMENAJE EN ESTADOS UNIDOS

Austin Replay, el escritor de novelas policiacas que salvó del alcohol a cientos de sacerdotes

Es de esas historias que muestran la grandeza de la Iglesia ante las miserias de sus miembros. La influyente revista católica norteamericana «Catholic Digest» rinde homenaje al creador de Guest House, con un importante testimonio.

La revista católica norteamericana «Catholic Digest» dedica un amplio espacio en su último número a la figura de Austin Ripley y la institución fundada por él, la Guest House, dedicada a rescatar del alcoholismo y de otras adicciones a miembros del clero en riesgo de echar a perder su vida por esa plaga.

Austin Ripley fue un periodista y escritor de novelas policiacas extraordinariamente popular en los años 30 en Estados Unidos. Sus relatos de intriga titulados Minute Misteries se publicaban en 170 periódicos del país, y además eran considerados muy útiles en las escuelas por su inglés sencillo y expresivo.

Pero ese éxito profesional escondía también una continua lucha con el alcohol. Ripley logró superar esa dependencia en 1942, pero, católico convencido como era, percibió una necesidad social en ayudar a clérigos que padecían ese mismo problema. Cinco años después se puso en marcha y creó el embrión de la futura institución, aunque pronto se dio cuenta de que la peculiaridad sacerdotal exigía una atención también peculiar.

«Salvar a la persona es salvar la vocación», era su lema, y con ese objetivo fundó en 1951 la primera de las Guest House (literalmente, «casa de huéspedes»), aunque oficialmente es en 1956, con la inauguración de la sede de Lake Orion (Michigan), cuando se considera que nace la iniciativa. La casa matriz pertenecía a un magnate de la prensa que tuvo que venderla por una décima parte de su valor, y que sufragaron el mismo Ripley y la archidiócesis de Detroit.

En este medio siglo largo más de 9.000 sacerdotes, religiosos y religiosas (se abrió un centro para ellas en 1994) han sido atendidos en sus diversas casas, con un porcentaje de éxitos en torno al 75%.

En el citado número de «Catholic Digest» cuenta su experiencia el padre Bill, quien destaca cómo la Guest House le permitió recuperar la autoestima cuando fue enviado allá por su obispo, como última solución a su problema: «Comprendí que yo no era una mala persona, sino una persona enferma que estaba intentando mejorar». El padre Bill dejó de beber en 1975, y celebra con su artículo treinta años de sobriedad, ahora que, ya retirado y aquejado desde hace seis de la enfermedad de Parkinson, echa la vista atrás y evoca sus malos momentos.

Aunque también los buenos: en 1985 intervino, como experto en alcoholismo y drogas, en la primera sesión del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud, nada menos que ante la madre Teresa de Calcuta. En 1991 el cardenal Fiorenzo Angelini le invitó a contar su caso ante Juan Pablo II.

«La Guest House salvó mi vida», titula el padre Bill su artículo, en un homenaje a Austin Ripley, un hombre que apostó por una labor discreta pero necesaria al servicio de la Iglesia mientras quedaban en el tintero, sin resolver, los múltiples crímenes ideados por su fértil imaginación.