Milagros de la vida real

Deseos que se hacen realidad o repentinas recompensas; estas historias te harán volver a creer en el ser humano.

Por Gary Sledge y Natalia Alonso

El regalo de una niña

Un domingo por la tarde en diciembre pasado, Ann Sutton estaba supervisando a un esforzado grupo de cocineros en su cocina. Su hijo Mickey sacaba una bandeja de pasteles. Su hija JaKeilla y su novio, Frank, metían y sacaban galletas del horno. En medio de todos estaba su hija pequeña, Kinzie, un torbellino de siete años que no paraba de mordisquear galletas y de lanzar instrucciones desde la mesa cubierta con manteles individuales verdes y rojos.

Con una madre asistente social y un padre asistente juvenil, sus hijos habían heredado de sus padres el compromiso de servicio y sabían que no debían dar por sentado nunca su buena suerte en Navidad. La renta media por hogar en el pueblo de Kentucky (Estados Unidos) donde vivían era baja, y la conversación en las cenas familiares solía girar en torno a familias vecinas necesitadas. Muchos de los clientes de Ann habían perdido su trabajo cuando la industria de casas flotantes de la zona se hundió. Muchos otros no se habían recuperado del revés de la industria minera.

Como sabía cuánto les gustaban a sus hijos los regalos de Navidad, Ann siempre intentaba buscar ayuda para una o dos de las familias necesitadas. Este año, Kinzie estaba feliz de que Papa Noel fuera a hacer una visita especial a una madre de 22 años llamada Ashley, quien trabajaba en una fábrica y se hacía cargo sola de su bebé de 12 meses, Evan y, de su hermano de 12 años, Kenny.

A media tarde de ese alegre domingo, sonó el teléfono. Un representante de una organización local llamaba para decir que la ayuda que Ann había solicitado para Ashley no había podido ser atendida. No habría Papa Noel, ni regalos; nada. Ann vio la alegría desvanecerse de los rostros de sus hijos con la noticia. La verborrea de Kinzie se apagó. Sin decir palabra, se bajó de la silla deslizándose y se fue corriendo a su cuarto. En la silenciosa cocina, dejó de respirarse un ambiente navideño.

Kinzie volvió con una expresión llena de determinación. Había abierto su hucha y estaba contando las monedas y los billetes de dólar arrugados, uno por uno, sobre la mesa de la cocina: 3,30 (unos 2,25 euros). Todo lo que tenía. “Mamá”, le dijo a Ann, “Sé que no es mucho. Pero a lo mejor, con esto podemos comprar un regalo al bebé”.

En ese momento, todos se pusieron a rebuscar en sus bolsillos y monederos. Mickey y Frank reunieron billetes de poca cuantía y puñados de monedas. JaKeilla se fue corriendo a su cuarto y vació su hucha con forma de Mago de Hoz. Aumentar la cantidad de Kinzie se convirtió en un juego y todo el mundo empezó a buscar monedas. Los gritos de alegría de Kinzie llenaron toda la casa.

Según se acumulaba el dinero sobre la mesa de la cocina, Frank empezó a guardar las monedas en sobres de papel. Cuando acabó la búsqueda, tenían una montaña de billetes y una pila ordenada de monedas. En total: 130 dólares (unos 88 euros).

Al día siguiente, en el desayuno, Ann contó a sus compañeros de trabajo el último proyecto de su hija. Para su sorpresa, los miembros del personal empezaron a abrir sus monederos y a vaciar sus bolsillos para añadir más dinero a la iniciativa de Kinzie. La generosidad era contagiosa. A lo largo del día, los colegas de Ann fueron dejando contribuciones. Cada vez que llegaba un poco de dinero, Ann llamaba a casa. Y con cada noticia de su madre, Kinzie gritaba por el teléfono y se ponía a bailar de alegría como una loca.

Al final del día, la historia del regalo de Kinzie se extendió más allá de la oficina de Ann. Recibió una llamada de un donante anónimo. Si una niña de siete años podía dar todo lo que tenía, dijo, él podría al menos multiplicar esa cantidad por 100. Contribuyó con 300 dólares (algo más de 200 euros). Por tanto, en total habían reunido 500 dólares (340 euros), suficiente para celebrar la Navidad de tres personas.

Esa tarde, Kinzie fue con su madre y con su hermana a gastar el dinero. Compraron pantalones, camisas, pijamas y cosas básicas para la casa. Compraron también un par de botas bonitas para un niño de 12 años, una bufanda para Ashley y montones de juguetes para el bebé. Incluso tuvieron bastante para comprar comida para la cena de Navidad.

El día de Nochebuena, Ann condujo bajo una intensa lluvia hasta la pequeña caravana donde vivía la familia, y puso la parte trasera de su coche mirando a la puerta. Cuando Ashley la abrió, se encontró a Ann bajo el paraguas y escuchó sorprendida cómo le felicitaba las Navidades. Después, empezó a descargar los regalos del coche, dándoselos a Ashley uno por uno.

Ashley empezó a reírse sin poder creerlo, pero los regalos seguían llegando. Ann dejó el paraguas y Ashley se le unió bajo la lluvia, pasándole los regalos a Kenny. “Por favor, ¿los puedo abrir esta noche?”, imploró. Al poco tiempo, las dos mujeres estaban caladas hasta los huesos, y la sorpresa había dado paso a algo más profundo, un tipo de alegría que casi las hizo llorar.

Al reflexionar sobre la generosidad de la niña pequeña, Ashley dijo que esperaba que algún día ella pudiera hacer algo parecido por alguien más necesitado. “Kinzie podía haber usado ese dinero para sí misma, pero lo regaló”, dijo Ashley. “Es el tipo de niño en el que me gustaría que se convirtiera mi hijo”.

La mujer del autobús 64

Volvía de visitar el museo de Pedralbes, en Barcelona, un día del pasado mes de enero. Voluntaria de un grupo de jubilados, Montse Ventura regresaba junto a su grupo en el autobús 64 sin dejar de hablar.

Una mujer no le quitaba ojo, hasta que se le acercó y le pidió hablar con ella aparte. La mujer se disculpó por la intromisión y le dijo que la había estado observando y le recomendaba hacerse una analítica. Sacó un papel y anotó dos cosas, tras decirle que aún estaba a tiempo. La desconocida le contó que había tenido dos casos en su consulta con los mismos signos que Montse: labio inferior, nariz, manos, pies…

Montse estaba tan sorprendida que no le preguntó su nombre y la desconocida se bajó en la siguiente parada.

Cuando esta mujer de 55 años, ex maestra, viuda y madre de dos hijas acudió un mes después a una revisión ginecológica, pidió que le incluyeran las dos analíticas que la desconocida le había anotado en el papel. La revisión estaba bien, excepto los dos valores pedidos por la desconocida.

Una resonancia magnética localizó un pequeño tumor de 7 milímetros en una glándula, una zona repleta de nervios y cercana a la carótida. Le recomendaron operarse cuanto antes, ya que podía sufrir una hemorragia en el cerebro o ceguera.

Montse tenía dudas, porque su hija menor se casaba en septiembre y la operación se iba a realizar en junio. Pero finalmente decidió operarse, y todo salió bien. Montse pudo acudir a la boda de su hija.

El pasado mes de octubre, Montse envió una carta al periódico La Vanguardia, con el fin de encontrar a su particular ángel de la guarda y poder darle las gracias.

Pocas horas después, dio con la mujer que probablemente le salvó la vida. Se trata de una endocrinóloga de Barcelona, Maria Gloria P.B, de 60 años, quien se mostró bastante sorprendida por el revuelo causado.

Esta experta vio claro en Montse los signos de acromegalia, una rara enfermedad que causa la presencia de un tumor en la hipófisis, lo que genera una fabricación excesiva de la hormona del crecimiento, y en consecuencia, el agrandamiento exagerado de tejidos, como nariz, labio inferior, cejas, manos, pies…

Por fin las dos mujeres pudieron hablar por teléfono. Y tienen pensado quedar a tomarse un café cuando pasen unos días.

La pizarra mágica

Gary Cotter era un tipo grande y fuerte que se ganaba la vida como pintor industrial. Le encantaban los coches antiguos, la música irlandesa y contar historias a sus amigos después del trabajo en el Omega, un vagón restaurante abierto las 24 horas. Pero lo que más quería en el mundo era a sus hijos, sus nietos, y a Gail, su mujer desde hacía 37 años.

También le encantaban las Navidades. Todos los años era él quien elegía el árbol, ponía los adornos y colgaba las tarjetas por todo el salón de su casa en Wisconsin (Estados Unidos). Cariñoso y vivaracho, para su familia, Gary lo era todo.

En 2006, le diagnosticaron un cáncer de boca. El día de Acción de Gracias de 2007, estaba en las últimas. Su familia lo trasladó desde el hospital para que recibiera asistencia terminal en su propia casa. Sin embargo, como no podía soportar marcharse en la época del año que significaba tanto para su familia, aguantó hasta Navidad.

Fue su mujer quien se tragó su propia angustia el 18 de diciembre y dio permiso a su marido para que los dejara. Cogió la mano de Gary y le dijo “De acuerdo, puedes irte”.

Cuando Gary dejó de respirar, Gail llamó a su hija, Michelle, que vivía al otro lado de la ciudad. “Papá se ha ido”, dijo. Michelle fue junto a su madre. Mientras conducía a casa de sus padres, puso la radio y escuchó “Estaré en casa por Navidad”. Cada vez que ponía la radio durante la semana siguiente, oía la misma canción y le reconfortaba. Pero Gail estaba rota de dolor.

En abril, se fue con Michelle, su marido y sus hijas, de tres y un año. Y sin apenas darse cuenta, llegó la Navidad de nuevo, y con ella, el aniversario de la muerte de su marido. Las vacaciones se habían vuelto tristes para ella. Echaba de menos su compañía, su voz, la forma en que llenaba la habitación, la forma en que llenaba sus vidas.

Preocupada por la continua tristeza de su madre, Michelle planeaba salidas con ella. Una tarde, sugirió que fueran de compras a una tienda en la que a su padre le gustaba buscar gangas.

Para Gary, un viaje a esa tienda en Navidad era como ir a la Caza del Tesoro, con sorpresas en cada rincón, destinadas a todos sus seres queridos. Mientras madre e hija entraban en el aparcamiento, Gail, consciente de la preocupación de Michelle intentó poner cara de alegría. Sabía que sus nietas estaban impacientes por las sorpresas que siempre aparecían el día de Navidad.

Pero sin Gary, comprar en esa tienda de chollos era una tristeza. Dentro de la tienda, se dividieron las dos para buscar entre las mesas y repisas regalos para las niñas. Gail vagabundeaba apáticamente por la parte trasera de la tienda, cuando vio una pila de pizarras mágicas, unas tablillas en las que los niños pueden dibujar cualquier cosa y borrarlo pulsando un botón. Gail cogió una de las pizarras para probarla y vio algo escrito en ella. Le dio la vuelta a la pantalla para ver qué ponía. De repente, se quedó helada. En letras mayúsculas en negrita, el mensaje decía “Te quiero Gail.” Gail llamó a gritos a su hija: “Ven aquí, rápido.”

Michelle estaba unos cuantos pasillos más allá, mirando los muebles de una casa de muñecas. “¿Qué pasa? Dime, mamá”, dijo. Gail volvió a gritar. Esta vez, Michelle se dio cuenta de la urgencia con que la llamaba su madre. Corrió a su lado.

Gail sujetaba la pizarra con manos temblorosas. “¿Has escrito esto?”, le preguntó a su hija. Michelle negó con la cabeza. La escritura no se parecía a la de Gary. Gail es un nombre bastante común. Cualquiera que pasara podía haber escrito las palabras por cualquier motivo y en cualquier momento: un adolescente bromeando con su novia, un marido disculpándose con su mujer, un padre demostrando su cariño a su hija. Pero Gail sabía para quien iba el mensaje.

“Dios mío,” dijo. “Papá me ha dejado una señal”.

Gail compró la pizarra y le dijo a la dependienta de la caja que no borrara el mensaje. Ella y su hija se llevaron el juego a casa. Gail lo puso en su habitación, fuera del alcance de las niñas, ya que un pequeño toque y el mensaje se borraría para siempre. Un año después, sigue ahí: una promesa de todas las navidades futuras.

Gail es una mujer práctica. Ni ella ni su hija se dejan llevar fácilmente por el misticismo o por bendiciones divinas baratas. Pero Gail cree que en el momento más solitario de su vida, alguien puso una sorpresa y un tesoro, un mensaje de amor “para que yo lo encontrara”.

Todos los niños saben que las Navidades son una época de sorpresas. Y todos los adultos saben que, escondida entre la tristeza y la alegría, entre los disgustos y las pérdidas, entre los saldos y los lotes de rebajas, la mejor sorpresa es el amor.

El afortunado hombre de Auschwitz

Kazimierz Piechowski, el único superviviente vivo de la arriesgada fuga protagonizada por cuatro prisioneros del…

Por Malgorzata Szyskzo-Kondej

…campo de concentración nazi, se reúne con gente joven de todo el mundo para que puedan heredar los recuerdos de esos acontecimientos y sean capaces de distinguir entre la historia y el odio. Kazimierz viaja continuamente y no para de hacer nuevos planes porque “un scout siempre mira hacia delante”

En el tren polaco de Cracovia a Katowice, Kazimierz Piechowski se sienta junto a una ventanilla. Se ven pasar vastos campos y prados exuberantes donde pasta el ganado. Es una escena tranquila e idílica. Pero él no ve la vegetación ni el sol, sino sólo el infierno que les ha estado describiendo a los jóvenes. Auschwitz. Pilas de cadáveres desnudos, el ladrido de los perros, el hambre atroz, el frío terrible y la desesperación. Siente las patadas de los guardias de las SS y el miedo opresivo que le agarrotaba la garganta durante su huida del campo, con la vida y la muerte pendiente de una balanza. ¿Cómo fue posible sobrevivir a esa pesadilla? Sus jóvenes oyentes lo miraban incrédulos. Una de las alumnas sacó un pañuelo y se limpió las lágrimas.

El sonido del móvil le saca de esos terribles recuerdos. Es su mujer, Iga.

“Kaz, he estado estudiando las guías. Parece que en Sudamérica podríamos empezar por…” Vuelve a la realidad.

“El destino ha jugado conmigo, porque me ofrece ahora lo que debería haber tenido en mi juventud, la pasión por viajar. Pero cualquier momento es bueno para cumplir nuestros sueños. Antes de la guerra, era boy scout. Y un scout siempre mira hacia delante”, sonríe Kazimierz Piechowski, que celebró su nonagésimo cumpleaños el 3 de octubre.

La vida de Kazimierz Piechowski podría servir de argumento a un bestseller internacional y él mismo podría ser el héroe de una película de acción. Fue testigo del genocidio perpetrado en los campos de concentración de la Alemania nazi y protagonista de una fuga arriesgada y exitosa de Auschwitz y, tras la guerra, fue recluso en una prisión estalinista. Finalmente trabajó como ingeniero en los Astilleros de Gdansk, donde nació el movimiento sindical polaco Solidaridad. Su historia está estrechamente vinculada al dramático destino de muchos polacos.

Durante más de medio siglo, permaneció callado. Vivió enterrado en un pasado en el que no permitía que nadie indagara. Hizo de la vida del prisionero 918 un tema tabú. No fue hasta los 80 años, cuando comprendió que no debía guardarse para sí mismo la verdad sobre Auschwitz. Se lo debía a quienes habían sido asesinados y a los que en la actualidad no saben nada de la capacidad humana para la crueldad. “No te salvaste sólo para vivir, te queda poco tiempo y debes llevar el testimonio”, fue el mensaje que leyó en los escritos del poeta Zbigniew Herbert.

Y por eso, 60 años después, rompió su silencio. Actualmente viaja, da conferencias y escribe libros. Está haciendo realidad su sueño: dar la vuelta al mundo con su mujer.

El estallido de la guerra

Ciudad de Tczew, 1 de septiembre de 1939. Kazik se despierta con las explosiones de las bombas. Los aviones alemanes están bombardeando el puente de la ciudad que atraviesa el Vístula. Las divisiones del Ejército alemán entran en la ciudad con un plan diabólico. Exterminar a los intelectuales polacos, a los patriotas y activistas, en una palabra, a todo el que pueda oponer resistencia a la invasión.

“Los nazis también consideraban peligrosos a los scouts ”, comenta 70 años después Kazimierz Piechowski, quien entonces pertenecía a la Unión de Scouts Polacos o ZHP. “Todos los días, ejecutaban a niños de mi grupo en el paredón. Yo sabía que antes o después la Gestapo vendría a buscarme también a mí”. Por ese motivo, persuadió a Alek Kiprowski, otro boy scout, para que se uniera a él en su huida a Francia, a través de Hungría, para unirse allí al Ejército libre polaco.

Era noviembre. Durante doce días aproximadamente habían estado viajando, avanzando hacia las montañas de Bieszczady. En bicicleta, tren o a pie. Cuando estaban a 1,5 kilómetros aproximadamente de la frontera con Hungría, fueron apresados por los alemanes que los condujeron al cuartel general de la Gestapo en Baligród. Los torturaron durante 5 días. “Después de uno de los interrogatorios, Alek tenía la cabeza como una masa de heridas sangrantes”. Lo siguiente fue una temporada en la prisión de Sanok, después en Montelupi en Cracovia, más tarde fueron trasladados a Bochnia y después a Nowy WiÊnicz… Todas las cárceles estaban abarrotadas, sucias y la gente se moría de hambre. Ellos estaban a la espera de la pena de muerte.

“Pero la Gestapo nos tenía reservado algo mejor que la ejecución”, recuerda Kazimierz Piechowski con sarcasmo.

Número 918

En la estación de Bochnia había vagones para ganado. Las fuerzas alemanas metieron en ellos a 1.500 hombres.

“Ninguno de nosotros sabíamos dónde nos llevaban ni para qué”, recuerda Kazimierz.

El 20 de junio de 1940, el tren horriblemente abarrotado se detuvo. Los oficiales de las SS estaban de pie en el andén.

“¡Schnell!”, gritaron, expulsando a la gente de los vagones.

Piechowski, de 20 años, corrió al igual que los otros, instados por los golpes con palos y las órdenes a gritos. La palabra “Auschwitz” corrió de un prisionero a otro. Pero ninguno asociaba el nombre a algo conocido.

Era el segundo grupo que llegaba a Auschwitz y tres cuartas partes de los deportados eran boy scouts polacos. Sólo había tres barracas en el inmenso terreno. Eran los comienzos de Auschwitz-Birkenau, el campo de exterminio de la Alemania nazi más grande del mundo. Dos años después, albergaría más de 250 barracones, cámaras de gas, crematorios y 200.000 prisioneros. Una fábrica de muertos.

Kazimierz Piechowski tuvo que trabajar en la construcción de los primeros barracones y del primer crematorio con sus dos hornos.

“Desde el momento que atravesé la puerta, con la cínica inscripción Arbeit macht frei (“El trabajo nos hace libres”) dejé de ser un ser humano para convertirme en el número 918 sin nombre ni apellidos, con menos importancia que un trozo de tierra”.

Cada “número” tenía derecho a un lugar en una litera de madera de tres pisos, compartida en cada piso con otro prisionero, un cuenco de latón para comer, lavarse y orinar y una cuarta parte de una hogaza de pan negro y un cazo de sopa aguada que representaba la ración para todo el día. Los reclusos eran expuestos a trabajos extenuantes e inhumanos al aire libre, en el fango, bajo la lluvia, el hielo o el calor infernal. El hambre eterna y obsesiva que taladraba el cerebro acababa con todos los sentimientos o la capacidad de pensar. Y después estaba la muerte, al acecho en todas partes. En las cámaras de gas y en la gravera, donde ejecutaban a la gente con un escuadrón de fusilamiento, durante el trabajo, por la noche en los barracones y mientras pasaban lista.

“Todos los prisioneros iban por ahí con la muerte sobre sus espaldas y a veces bastante literalmente”, recuerda. “Lo que quiero decir es que los vivos tenían que llevar a sus compañeros de trabajo muertos sobre las espaldas y dejarlos en el suelo porque el número de reclusos presentes tenía que coincidir cada vez que pasaban lista”.

Pero todavía no había conocido el infierno. Para Kazimierz Piechowski fue tener que retirar los cadáveres del paredón.

Los guardias de las SS arrastraban a los hombres desnudos y esqueléticos desde los sótanos de los bloques de exterminio y los colocaban contra el paredón. El Sargento Mayor de las SS Gerhard Palitzsch les disparaba en la nuca, y cuando el montón de cadáveres era demasiado alto, gritaba: “¡Abran la puerta!”.

Kazik y sus compañeros de trabajo estaban esperando al otro lado de la puerta con una carretilla de mano y al oír la señal tenían que entrar corriendo, cargar los cadáveres y transportarlos al crematorio.

“Yo cogía los cadáveres por los brazos, mi compañero por las piernas, y lo hacíamos con bastante habilidad, pero ese asesino continuaba ladrando para que nos diéramos prisa, gritando, dándonos patadas y golpeándonos con la culata de su pistola… Era capaz de “segar” la vida de 500 hombres al día. Nuestra carretilla chorreaba sangre. Trabajé así durante 6 semanas. Si hubiera durado más, creo que con toda seguridad, me habría vuelto loco”.

La huida

¿Es posible escapar de un recinto infernal rodeado por 4 filas de vallas electrificadas, vigilado día y noche por guardias armados y perros? ¿Especialmente cuando uno está desmayado de hambre y simplemente vegeta sin esperanza?

Hasta entonces, aunque se habían intentado algunas huidas de Auschwitz, siempre habían terminado con el fugitivo colgando de la horca y provocando la risa burlona de las SS.

Sin embargo, Kazik decidió arriesgarse. Planeó una huida atrevida junto a un ucraniano, Gienek Bendera. Durante varias semanas, estudiaron todas las situaciones hipotéticas. Gienek, excelente mecánico, cuyo trabajo en el campo era reparar los vehículos de los alemanes, se encargaría de asegurar un coche. Kazik, que en su ciudad de residencia polaco-germana de Tczew había aprendido a hablar la lengua de Goethe con la misma soltura que la suya propia, empezó a trabajar en uno de los almacenes y por tanto podría conseguir los uniformes de las SS. El destacamento de trabajo debía estar formado por cuatro hombres, por tanto incluyeron a Staszek Jaster y Józek Lempart, un cura de Wadowice, en el plan.

El sábado 20 de junio de 1942, el destacamento de trabajo, empujando un carrito cargado de basura, se presentó en la puerta. Un guardia registró su existencia en el libro mayor del campo. Gienek fue a los garajes de las SS, donde le esperaba un Steyer 220 propiedad del subcomandante del campo con la matrícula de las SS y el depósito lleno de gasolina. Los tres fugitivos restantes entraron en el almacén a través de la trampilla cuyos tornillos había aflojado Kazik con anterioridad. Se pusieron los uniformes.

Gienek llegó con el Steyer. Cogieron armas y municiones. Con los uniformes de las SS y el coche del subcomandante, pasaron conduciendo por delante de los guardias de las SS. Al verlos, los soldados saludaron: ¡Heil Hitler!¡Heil Hitler! Piechowski respondió, elevando su brazo derecho:

Llegaron hasta una barrera que les impedía el paso. Estaba bajada. Gienek disminuyó la velocidad, ,pero la barrera no se movió lo más mínimo.

“Pensé que hasta ahí habíamos llegado”, afirma Piechowski. “Pero entonces oí la súplica de mi amigo: ¡Kazek, haz algo! Lancé un terrible juramento, como habría hecho un alemán y funcionó. Estábamos fuera y éramos libres”.

Su osada huida del campo de exterminio se convirtió pronto en una leyenda. Nunca antes se había producido una fuga del campo de concentración de Auschwitz ni se volvería a producir.

Una vez libre, Kazimierz vio la oportunidad de combatir a los invasores alemanes uniéndose a las filas del Ejército Nacional, las fuerzas de la resistencia clandestina polaca. Cuando finalizó la guerra, se marchó a casa a la región de Pomorze y se estableció en Gdansk.

Encontró trabajo. Algunos lo denunciaron a la policía secreta por haber luchado contra el comunismo y por la libertad. La policía secreta hizo una incursión en su casa y descubrió una pistola que presuntamente se le olvidó entregar. Fue enviado a la cárcel de nuevo. Esta vez, a una prisión estalinista.

En 1947, fue condenado a diez años. Cumplió una condena de siete (en Sztum y Wronki), incluyendo cuatro de trabajos forzados en una mina. “Fui enviado a la cárcel por mi propia gente en mi propio país. Eso me hizo sufrir mucho psicológicamente”, confiesa en voz baja.

En 1954 fue liberado. Tras once años en los campos, prisiones y colonias penitenciarias, empezó una vida “normal”. Se graduó en la Universidad Politécnica de Gdansk y empezó a trabajar como ingeniero para los Astilleros de la ciudad. En 1980, respaldó el nacimiento del movimiento Solidaridad. Y justo cuando se jubiló y pensaba que era el momento de tomarse las cosas con calma, su vida se aceleró de repente. Conoció a Iga, su segunda mujer, le dieron un pasaporte, vendió sus tierras (terrenos rurales recalificados como urbanos y por tanto con un enorme valor añadido) y, de pronto, obtuvo suficiente dinero para cumplir sus sueños.

Pero primero tenía que enfrentarse a su confusión interna y a sus propios recuerdos.

Los recuerdos

A menudo, los recuerdos le acechan por las noches. En sus sueños, los perros del campo que ladraban sin cesar, intentan morderle con saña, oye las órdenes a gritos de las SS, ve una pila cada vez mayor de cadáveres, como castigo le cuelgan de un poste, pierde su tesoro más preciado, su cuenco de latón…

“Por la noche mi marido gemía, gritaba, apretaba los puños. Una vez, le dio una patada al radiador tan fuerte que se partió la pierna”, cuenta Iga Piechowska. “Pero el tema del campo de concentración de Auschwitz fue siempre tabú, algo sobre lo que no hablábamos”.

Los médicos lo llamaban el “Síndrome de Auschwitz KL”. KL es la abreviatura de Konzentrationslager (“campo de concentración”). Este síndrome afectó a prácticamente todos los prisioneros. Aparecía de forma inesperada, revelándose a sí mismo y abriéndose paso entre los colores y el sol, a través de la realidad, trayendo consigo recuerdos terroríficos.

Eso es por lo que Iga decidió llevar a Kazik al lugar donde se habían originado las pesadillas, a Auschwitz. Quizás, 40 años después, conseguiría vencer esa obsesión por la guerra.

“No funcionó”, relata aún disgustada por la experiencia. “Nos acercamos al paredón y Kazik se desmayó”.

“De hecho, fue en mi segunda visita al campo, en 2002, cuando me di cuenta que ya no tenía que tener miedo”, explica el número 918 con la voz entrecortada. “Que estaba listo para pasar página de lo que había vivido y de lo que había sido testigo para compartir los recuerdos con los que sobrevivieron el exterminio”.

Fui consciente de lo importante que era esto porque una y otra vez, durante sus viajes, se dio cuenta con horror que la gente joven no tenía ni la más remota idea de lo que sucedió durante la guerra. Y cuando preguntaban, rara vez recibían respuesta. Empezó a ir a las reuniones en las que relataba su experiencia en Auschwitz. En 2003, publicó la espeluznante autobiografía Fui un número, traducida al alemán y después al español. Tres años después, fue el héroe de la laureada película Escapee, dirigida por Marek Tomasz Pawlowski.

“Perdone señor, ¿qué había hecho usted para que lo mandaran allí? ¿Por qué iban a las cámaras de gas tan pasivamente? ¿No se podían amotinar?” Alguien que no haya estado en Auschwitz puede plantear unas cuestiones tan inocentes. Especialmente la gente joven. Ocurre tanto en Hamburgo como en Czestochowa o Ankara. Y ese es el primer y principal motivo por el que Kazimierz Piechowski, dando conferencias en Polonia y por todo el mundo, enseña historia. No la historia de los libros de texto y las películas, sino la historia basada en su propia vida. Explica cuál era el culto de Hitler. Advierte contra el fascismo y el neofascismo actual.

Cuando termina de dar la conferencia, se instaura un gran silencio en la sala. Especialmente en las reuniones en Alemania, donde los ojos del público asistente parecen decir Es war nicht möglich (“Es imposible”).

“La gente no quiere creer en cosas que son demasiado terribles o incómodas”, explica Piechowski.

“Y así es como se distorsiona la historia”. Y siempre llega la pregunta más importante: “Después de todo lo que sufrió en la guerra, ¿siente odio por los alemanes?”

“No siento ningún odio” repite. “La generación actual de alemanes no puede ser considerada responsable de los pecados de sus abuelos. El Papa Juan Pablo II dijo que la “culpa no se puede heredar, pero la herencia de los recuerdos no debe perderse porque una nación sin los recuerdos de su historia deja de ser una nación”. Estoy plenamente de acuerdo con esos sentimientos.

Viajes

En 1925, el joven Kazik pasó sus vacaciones en casa de sus abuelos en el campo.

“Dame la paga”, le dijo a su madre. “Quiero salir al mundo”.

“¿Para qué?”, preguntó su madre, sorprendida.

“Tengo que ver lo que hay en el mundo”, replicó el obstinado niño de seis años.

Su madre cogió una moneda de 50 groszy de su hucha con forma de cerdito. El niño la agarró con firmeza y salió valientemente. Pero de vez en cuando dudaba y miraba hacia atrás. Al principio, vio la casa completa, después sólo el tejado, la chimenea y por último toda la casa desapareció tras una colina. Y entonces sintió miedo. Volvió corriendo con su madre.

“Pon el dinero de nuevo en la hucha, saldré al mundo más adelante”, le dijo a su madre.

Este “más adelante” llegó nada más y nada menos que a los 70 años. “Viajar es mi gran pasión”, admite con un brillo en los ojos. Junto a mi mujer, he visitado más de 60 países de los cinco continentes, desde Australia a Sudamérica.

“Somos viajeros, no turistas”, enfatiza. “El escritor de novelas de viaje Ryszard Kapuscinski hizo dicha distinción y creo que es muy acertada”. Nunca van a ningún sitio sin prepararse. En primer lugar, estudian toda la información disponible sobre un país determinado, marcan una ruta y navegan por Internet hasta encontrar la forma más barata y mejor de viajar allí. Viven en hoteles y hostales y a veces se quedan en casa de amigos.

“Iga, enseña las fotos de Tailandia o de Marruecos, o mejor todavía las de Australia y Cuba”, pide Kazimierz Piechowski.

La delgada y elegante mujer a su lado está deseando enseñar los bonitos álbumes de sus diversas expediciones. Ella escribe los textos y él hace las fotos. “Pero es Iga quien hace todo el trabajo duro del ordenador, al igual que con mis libros”, dice orgulloso de su mujer.

Todos los álbumes tienen inscrita la leyenda: “El mundo es un libro y el que no viaja, lee sólo la primera página”, San Agustín. Y también una dedicatoria a Maciek y Tomek, sus queridos nietos. Iga pasa otra página.

“¡Oh, aquí hay algo curioso! Un certificado chino de la salud de Kazik. En chino, por supuesto”, dice Iga riendo. En la provincia china de Yunnan, hay vigente una ley muy restrictiva: cualquier turista de más de 75 años debe tener un certificado que declare que está sano para volar en avión. “Me examinó nada menos que un profesor chino”, bromea Piechowski. “Confirmó que estaba bien. Y aprendí a decir “gracias” en chino”.

“Y, ¿te acuerdas del Expreso a Mandalay en Burma?”, pregunta a su mujer. “El tren se salió de la vía, tambaleándose a un lado y luego al otro…”

“¿Y Samoa?”, preguntó entusiasmado. “Estábamos comiendo pescado justo junto a la hoguera del campamento en el pueblecito y los nativos nos abanicaban con enormes hojas de palmera. Nos sentíamos muy incómodos…”

Una larga tarde de invierno, la pareja está sentada en unos sillones de colores brillantes bajo la cálida luz de una lámpara. “Iga, lee en alto nuestra despedida de Turquía”, le pide.

Su mujer lee:

21 de diciembre. Nuestra última bella puesta de sol. Nuestra aventura turca está llegando a su fin. Los dos estamos sentados junto a una pequeña mesa, tomando nuestra última cena regada con vino tinto. En un cielo intensamente azul, la luna llena observa con indiferencia la alegría y la tristeza humana. En la oscuridad de la noche, escuchamos el último canto del día del muecín.

Kazimierz cierra los ojos. Sus recuerdos traumáticos afloran a la superficie cada vez con menos frecuencia. Oye la voz de su mujer, ve los países en los que ha estado y sueña con los que le quedan por visitar. ¿Quizás la isla de Pascua el próximo?

“He sido afortunado en esta vida”, sonríe.

Explican cómo salieron del «infierno»

HOY ESTÁN INTEGRADAS GRACIAS A LA FUNDACIÓN INTEGRA

Delincuentes, drogadictos y prostitutas explican cómo salieron del «infierno»

En el libro «Esquivando el destino» (LibrosLibres) de María Luz G. Sevilla, una decena de personas con serios problemas de integración relatan las experiencias que les condujeron a la drogadicción, a cometer delitos y a deteriorar sus vidas y las de sus familias.

Actualizado 24 diciembre 2009

Buena parte de los protagonistas del libro tienen antecedentes familiares y sociales problemáticos que les hacían proclives a caer en la precariedad económica o la inestabilidad psicológica. María, la primera persona que narra su experiencia, nunca ha sido drogadicta, pero cuatro de sus hermanos fallecieron por su adicción a la heroína.   Esta madrileña de 46 años tuvo que empezar pronto a ganarse la vida cuando su padre les abandonó a ella y a su familia. «Me hubiera gustado —asegura María— tener a mi padre que me dijera que tenía que ir al colegio porque era mi obligación, o que mi madre estuviera cuando teníamos que comer o que ir al médico… Y ahí no había nadie. Nos tirábamos todo el día en la calle».

Para ganar algo de dinero, María y su hermana mayor se prostituyeron: «Nos fuimos a la calle de la Montera y nos metimos en la prostitución. No conocíamos a nadie que lo hiciera, pero los hombres nos empezaron a decir que si nos íbamos con ellos nos daban dinero. Y ahí que nos metimos». Salió de ese mundo cuando se fue a vivir con quien hoy es su marido, después de casarse con él en un centro penitenciario.

Rocío, por su parte, perdió a su madre a los ocho años y abandonó la escolarización para dedicarse a las tareas domésticas: «Allí fue cuando empecé a desorientarme un poquito», dice esta andaluza de 39 años. Durante la adolescencia comenzó a consumir drogas. «Desde niña he sido puro nervio y la heroína ha sido mi tranquilidad. Me evadía de los problemas que tenía, de las discusiones con mi padre… Nunca me he llevado bien con él, siempre estábamos peleando. Me pegaba». Junto con su primer compañero sentimental y padre de uno de sus hijos, Rocío empezó a delinquir: «No me faltaba de nada porque me llevaba las 24 horas robando».

A causa de las condenas por tráfico de drogas, también terminó contrayendo el matrimonio en un centro penitenciario con su actual marido, que todavía cumple una condena de 20 años de prisión por diversos atracos.   También fueron las drogas las que condujeron a José Luis por el «mal camino». Con sus 22 años, José Luis afirma que «no me encontré a nadie que me llevara por el mal camino. No se puede decir que la culpa fuese de mis amigos. La culpa fue mía. Fue un problema de falta de personalidad y falta de madurez. Una persona puede nacer en una familia con problemas y no drogarse en la vida y uno puede nacer como yo en una familia estupenda y caer en la droga o en otras cosas».

En medio de la crudeza de muchas páginas del libro, se percibe la positiva labor que viene realizando la Fundación Integra: servir de nexo entre el mundo laboral y personas condenadas a la marginalidad y la exclusión. Más de un tercio de las 5.000 personas que ya han acudido a la Fundación ha encontrado trabajo y ha recibido una valoración positiva por parte de la empresa contratante. Integra (www.fundacionintegra.org) se encarga de constatar si la persona está en efecto rehabilitada, dispuesta a trabajar y a empezar de nuevo comprometiéndose con responsabilidad.

Que historias tan sórdidas y complejas como las narradas en «Esquivando el destino» hayan llegado a buen puerto pone de relieve el buen hacer de la Fundación Integra como la posibilidad real de un «final feliz» para cualquier trayectoria humana, por complicada que sea.

La cienciología como «entidad de carácter social»

LEGÓ A ESPAÑA EN LOS AÑOS 60

El Gobierno reconoce a la cienciología como «entidad de carácter social»

La Iglesia de la Cienciología de España ha sido reconocida como «Entidad de Carácter Social», según afirma esta organización en un comunicado, en el que explica que el pasado 14 de diciembre recibió una notificación de la Agencia Española de la Administración Tributaria con dicho reconocimiento según el Artículo 20.3 de la Ley 37/1992.

Actualizado 23 diciembre 2009

El reconocimiento de Entidad de Carácter Social que acaba de recibir la Iglesia de Cienciología en España, añaden, se otorga después de haber cumplido los requisitos establecidos en la Ley 37/1992. El responsable Nacional de la Iglesia de Cienciología en España, Iván Arjona, manifestó que los miembros de su organización están «especialmente contentos por el hecho de que nuestras actividades hayan sido finalmente reconocidas por lo que son: actividades que ayudan a mejorar la sociedad», actividades para ayudar a las personas «a encontrar su verdadero yo».   Llegó en los 60 Según explican, la Cienciología, fundada por L. Ronald Hubbard, llegó a España en los años 60, de la mano de su fundador. La primera estructura jurídica se creó en 1980 en Madrid y, un año después se abrió otra sede en Barcelona.   Hoy en día, según exponen sus responsables, está extendida por 165 países y cuenta con diez millones de adeptos en todo el mundo. Dicen contar con 8.071 iglesias, misiones y grupos, que transmiten las enseñanzas religiosas, educativas y de mejoramiento social, informa Ep.   De este modo, indican que «su listado de reconocimientos crece año a año», como el  Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la utilidad pública en Sudáfrica, reconocimiento en Portugal, en España por la Audiencia Nacional y el Ministerio de Justicia, y en última instancia en Argentina, por la Secretaría de Culto del Gobierno de Argentina.

“No me extrañaría que quitaran la cruz verde”

Esther Fonseca: “No me extrañaría que quitaran la cruz verde”

22/12/2009 | Gonzalo Altozano

Fonseca, presidenta de la Asociación de Farmacéuticos Católicos

Preside la Asociación Española de Farmacéuticos Católicos (AEFC), en la que milita desde sus años de facultad, cuando vio colgada en un tablón una convocatoria de la AEFC: la del premio Elvira Moragas, farmaceútica de rompe y rasga.

-Elvira Moragas. ¿Me cuenta algo de ella?

-Fue de las primera farmaceúticas de España. Tras licenciarse, regentó su propia farmacia, algo poco frecuente en aquella España, la de principios del siglo XX.

-Más.

-Se hizo carmelita descalza y murió mártir en el 36, fusilada por las milicias rojas en la Pradera de San Isidro. En 1998 fue beatificada en Roma.

-Todo un ejemplo. ¿Algún otro?

-Mi madre, en cuya farmacia trabajo. Desde pequeñita ella y mi padre me han enseñado que lo natural es ser consecuente con tu fe, hasta las últimas consecuencias.

-Esa educación ¿tenía continuidad en el colegio?

-Mis hermanos y yo fuimos a un centro laico, donde ser católico podía incluso comprometerte. Al llegar de clase a casa, mis padres nos reeducaban.

-Se ve que con notable éxito.

-No educarnos en una burbuja nos ha servido para reafirmarnos en la fe y aprender a enfrentarnos al mundo.

-Lo cual es útil.

-A lo largo del día pasan por la farmacia personas de todo tipo. A algunas les tienes que explicar lo obvio. Por ejemplo, que abortar es destruir una vida.

-Tener que explicar lo obvio…

-Te hace pensar: “Dios mío, aquí pasa algo raro. ¿Cómo las mentalidades han podido cambiar tanto en tan poco tiempo?”.

-¿Tan mal reacciona la gente?

-Unos te escuchan, incluso te hacen caso, lo cual es una satisfacción, porque ves que el esfuerzo tiene recompensa.

-Otros en cambio…

-No entienden, se enfadan, te denuncian… Es un desgaste.

-Al que hay que sumar la lucha contra un poder político promotor de la cultura de la muerte.

-Pone los pelos de punta que en vez de mejorar nuestro paso por el mundo, algunos empleen todas sus fuerzas en destruir.

-¿Lo hacen por ignoracia?

-Que no nos líen. Lo hacen a conciencia y con maldad.

-Y al que no quiera dispensar determinados medicamentos…

-Le ponen las cosas difíciles. Con esto no quiero decir que nos vayan a fusilar, como a Elvira Moragas.

-Pero sí le pueden cerrar la farmacia.

-Lo cual es otra forma de persecución.

-¿Y no sería más fácil mirar para otro lado?

-A veces te preguntas si no sería mejor vender lo que te manden, olvidarte de todo, ir a lo tuyo, pasar de líos.

-¿Por qué no lo hace?

-Porque hay fronteras que no se pueden traspasar, cosas más importantes que una licencia administrativa: la dignidad, la vida…

-¿Qué le anima a seguir en primera línea?

-La idea de que si los que estamos en la lucha cedemos, muchos otros también lo harán. En cambio, si tiramos para adelante…También me ayuda mucho Marcial, mi marido.

-Que en esta misma página dijo que los católicos tienen que dar testimonio público de su fe.

-En una ocasión, y dirigiéndose a los farmaceúticos católicos, Juan Pablo II dijo que teníamos que dar testimonio. Al final lo que queda es el ejemplo.

-¿Y de la oración? ¿Saca fuerzas de la oración?

-Necesitamos de la oración para no caer en el error de fiarlo todo al activismo. Lo importante no son los resultados a toda costa, sino tener a Dios cerca, en primer plano, nada de esconderle.

-¿Por qué?

-Todo este esfuerzo merece la pena por Él. Pero como todo en la vida. Sin Dios, ¡qué dificil sería todo!

-O sea, que si no existiera…

-Habría que inventarlo.

-Por cierto, ¿se ha dado cuenta? El símbolo de la farmacia es una cruz (verde).

-Pues ahora que lo dice, no me extrañaría que el Gobierno la mandara retirar. Son capaces de todo, hasta de sustituirla por una PDD.

La noche que Dios nació en el zulo

De cómo Bosco Gutiérrez celebró la Navidad con sus secuestradores

23/12/2009 | Rosa Cuervas-Mons

Pruebas de vida de Bosco enviadas por sus secuestradores.

En su secuestro hay “un antes y un después de Navidad”. Y no sólo porque el 24 de diciembre de 1990 sus guardianes le regalaron un reloj y de nuevo pudo tomar conciencia del tiempo -llevaba cuatro meses sin ver la luz del sol y había perdido toda referencia temporal-, sino porque ese día se ganó también su respeto.

El 29 de agosto de 1990, cuando salía de misa, el arquitecto Bosco Gutiérrez fue secuestrado y llevado a un zulo de tres metros por uno. Lo que aparentaba ser uno más de los frecuentes raptos que suceden en México y con visos de durar menos de 30 días, se convirtió en un cautiverio de nueve meses.

Tras 14 días de desconcierto, miedo y desánimo -”no me preocupaba ni de asearme; casi deseaba morir”-, Bosco recuperó el control de sí mismo; se dio cuenta de que era libre si se abandonaba en Dios, así que, abandonado -sólo pidió que, si decidían matarlo, “agarren un sacerdote para que pueda comulgar antes de morirme”-, comenzó su camino hacia la libertad.

Gracias a sus cálculos y a los periódicos que de cuando en cuando le prestaban sus captores, fue consciente de que se aproximaba la Nochebuena.

“Mi madre siempre decía que los cristianos somos monedas de dos caras; una es la santidad personal y la otra el apostolado. Y una moneda sin una de sus caras, ¿qué es?”, contaría más tarde el arquitecto mexicano, que tuvo que ingeniárselas para hacer apostolado nada más y nada menos que con un grupo de secuestradores que, en cuatro meses, no le habían dirigido una palabra.

Fin de fiesta

Pero querer es poder, así que Bosco Gutiérrez tocó la ventana por la que le hacían llegar la comida y los periódicos. “Señores guardianes. Hoy es Navidad y hoy no hay secuestradores ni secuestrados; así que hoy, a las ocho, vamos a rezar juntos”.

Esa fue su petición; después, esperar… “No sé qué hora sería cuando se lo pedí, pero al rato toca uno de los guardianes la ventana, se acerca con una capucha y me enseña un cartel en el que pone ‘estamos listos’”, cuenta el arquitecto.

Las cosas iban saliendo según lo planeado; comenzaba la fiesta de Navidad. “Me asomo a la ventana y veo a seis hombres, pegaditos unos a otros, mirando hacia el suelo. ‘Adelante’, me muestra uno de ellos en un cartel. Entonces pensé, ‘¿y qué les digo?’, me encomendé a Dios y entonces…”.

Entonces Bosco Gutiérrez Cortina les habló de cómo pasaban la Navidad en su casa; leyó el Evangelio de san Lucas y rezó un padrenuestro y diez avemarías “que me autocontesté porque ellos no abrieron la boca“.

El fin de fiesta llegó con los secuestradores saludando uno a uno a Bosco; dándole la mano -”ya no de manera prepotente ni aventada, sino con respeto”- y algún que otro regalo. Y después, otra vez la soledad tras la ventana.

Pero no era la misma soledad. Gutiérrez Cortina estaba “emocionadísimo”; una emoción que debió de transmitir a sus captores, que días después le preguntaron: “Arquitecto Bosco, ¿de dónde saca usted -‘ya no me trataban de tú ni me llamaban burgués’- tanta fortaleza?”.

La mejor Navidad

Y les confesó el secreto: “La verdad es que no tengo miedo, porque sé que no voy a morir un minuto antes ni un minuto después de cuando Dios quiera, y no de cuando tú quieras“.

Cinco meses después de aquella Navidad, Bosco consiguió escapar de su cautiverio. Durante las noches, cuando sus captores le apagaban la luz y la cámara que le observaba 24 horas al día no podía captar sus movimientos, había convertido un alambre de somier en una ganzúa.

Un día se percató de la ausencia de ruido en la casa. Abrió la ventana con la ganzúa y salió al exterior. Apenas diez metros después estaba en la calle; paró un taxi; después otro, este sí quiso llevarlo hasta casa de sus padres, y se reencontró con toda su familia.

Pero esa es otra historia; hablábamos de la Nochebuena en el zulo: “¿Quieres creer que era la felicidad encarnada? Nunca antes había vivido en un estado de felicidad tan completo“, recordaría más tarde este hombre de fe, padre de siete hijos, que vivió, durante los peores nueve meses de su existencia, la mejor de sus Navidades.