Corrupciones de película

viernes, 24 de diciembre de 2010
Luis Palencia


ABC (Cataluña)

Quienes han sufrido el cáncer, lo hayan vencido o no, suelen mejorar en el proceso: se hacen más humanos, más fuertes y a quienes creemos animarles, nos acaban dando ánimo y más de una lección. Por el contrario, quienes se hunden en el barrillo de la corrupción aspiran a arrastrar a quienes les rodean para relativizar su propio descenso.

Soy un asiduo de las analogías aunque procuro tener presente sus limitaciones. Decía Einstein (y a ver quién le contradice) que «las cosas han de simplificarse todo lo posible… pero no más». La analogía ayuda a entender, por ejemplo, qué es un Fondo de Rescate viendo cómo el Vito Corleone de El Padrino (1972) hace favores que tarde o temprano se cobra en forma de ofertas que no se pueden rechazar.

Pero si la analogía sirve para empezar a entender una realidad compleja, uno ha de apearse a tiempo de aquélla si quiere seguir entendiendo ésta, que por algo es más compleja. Hay una analogía que ya es un lugar común, la que compara la corrupción con el cáncer. Ambos son malos, se extienden rápidamente y con frecuencia no se ven hasta que ya es muy tarde.

Que la corrupción es mala para la sociedad es obvio, pues desvía parte de sus recursos hacia los caprichos de algún caradura. Pero también es mala para el corrupto quien, a cambio de poder o dinero, deja por el camino jirones de su propia dignidad. El Marlon Brando de La Ley del Silencio (1954) lo ve claro, desde su simpleza de boxeador sonado y gana autoestima, dignidad y chica al plantar cara a su jefe, lo que casi le cuesta el trabajo y la vida.

El cáncer, como la corrupción, también se extiende como un email vírico. Hace unas semanas compartí conversación y lamentos con un taxista que sufría, como todos, los estragos de la crisis. En la intimidad del trayecto comenzamos a desahogarnos al contraponer lo mal que parecen estar las cosas con lo bien que, aparentemente, les va a “los corruptos”.

Nos despachamos a gusto. Como el hombre resultó ser de mi tierra, establecimos un vínculo que al final del trayecto quiso materializar regalándome dos recibos en blanco por si quería pasar algún gasto a la empresa. Hummm; la misma persona que bramaba contra la corrupción pasó en unos segundos a trabajar para ella. Sutil frontera, desdibujada por la neblina del día a día.

Si no nos imponemos límites claros y los respetamos, tarde o temprano nos daremos cuenta de que ya los hemos rebasado. Finalmente, el cáncer y la corrupción no suelen detectarse hasta que es tarde. En La fuerza del cariño (1983) la aparición de la enfermedad marca la progresiva transición de comedia a drama del mismo modo que en Copland (1996) un Sylvester Stallone honesto y algo sordo va descubriendo corrupción en los vecinos policías que al comienzo eran sus amigos.

Hay, sin embargo, una diferencia de fondo entre el cáncer y la corrupción. Quienes han sufrido la enfermedad, la hayan vencido o no, suelen mejorar en el proceso: se hacen más humanos, más fuertes y a quienes creemos animarles, nos acaban dando ánimo y más de una lección. Por el contrario, quienes se hunden en el barrillo de la corrupción aspiran a arrastrar a quienes les rodean para relativizar su propio descenso.

Lástima pues era una buena analogía, pero, pregúntense, dado lo efímero de nuestro paso por este mundo, cómo les gustaría ser recordados, si como luchadores contra el cáncer o como servidores de la corrupción. No creo que hagan falta analogías para explicarlo.

Luis Palencia. Profesor del IESE. Universidad de Navarra

No fue ninguna broma

Actualizado 27 diciembre 2010

La matanza de los Santos Inocentes no fue ninguna broma

Cada año, el 28 de diciembre es sinónimo de bromas, burlas y monigotes. Pero muy lejos de las chistes queda el asesinato de aquellos niños que podrían considerarse los primeros mártires perseguidos y asesinados por la causa de Cristo. Hoy se recuerda de un modo especial a los inocentes asesinados antes de nacer por causa del aborto. Nada de esto suena a broma.

La crónica de lo que ocurrió aquel día, dos años después del nacimiento de Jesús, la escribió el poeta alemán Clemens Brentano, siguiendo el dictado de la beata Ana Catalina Emmerich, quien sufrió los estigmas de la Pasión en su propia carne y quien tuvo, a principios del s. XIX, diferentes visiones sobre la vida de Cristo. Según ella misma, se apareció un ángel a María y le hizo conocer la matanza de los niños inocentes por el rey Herodes. María y José se afligieron mucho y el Niño Jesús, que tenía entonces un año y medio, lloró todo el día. Como no volvieron los Reyes Magos a Jerusalén, y estando Herodes ocupado en algunos asuntos de familia, sus temores se habían calmado un tanto; pero cuando regresó la Sagrada Familia a Nazaret y oyó las cosas que habían acontecido en el templo, con las predicciones de Simeón y de Ana en la ceremonia de la Presentación, aumentaron sus temores y angustias.

La degollación

Herodes mandó entonces soldados que, con diversos pretextos, debían guardar los lugares alrededor de Jerusalén, a Gilgal, a Belén y hasta Hebrón, y ordenó hacer un censo de los niños. Los soldados ocuparon esos lugares durante nueve meses, mientras Herodes se hallaba en Roma. Después de su vuelta se produjo la degollación de los inocentes.

Juan el Bautista tenía entonces dos años, y había estado escondido en casa de sus padres antes de que Herodes diera la orden para que las madres se presentaran con sus hijos de dos años o menos ante las autoridades locales. Isabel, advertida por un ángel, volvió a huir al desierto con el niño Juan. Jesús tenía entonces año y medio. La matanza tuvo lugar en siete sitios diferentes. Se había engañado a las madres, prometiéndoles premios a su fecundidad; por eso ellas se presentaban a las autoridades vistiendo a sus criaturas con los mejores trajecitos. Los hombres eran previamente alejados de las madres y una vez separados de ellas, fueron degollados en patios cerrados y luego amontonados y enterrados en fosos.

Las madres acudieron con sus niños de dos años o menos a Jerusalén, desde Hebrón, Belén y otros lugares a donde Herodes había mandado a sus soldados y funcionarios. Ellas se dirigieron a las ciudades en grupos diversos: algunas llevaban dos niños montados en asnos. Cuando llegaban, eran conducidas a un gran edificio, siendo despedidos los hombres que las acompañaban. Las madres entraban alegres, creyendo que iban a recibir regalos y gratificaciones en premio a su fecundidad.

Encierro de las madres

El edificio estaba un tanto aislado y bastante cerca del que fue más tarde el palacio de Pilatos. Como se hallaba rodeado de muros, no se podía saber desde fuera lo que pasaba dentro. Parecía aquello un tribunal, con bloques de piedra y cadenas colgantes. Había árboles que se encorvaban y ataban juntos y luego despedazaban a los desgraciados a ellos atados.

Todo el edificio era sombrío, de construcción maciza. El patio era muy grande como el cementerio que hay al lado de la iglesia parroquial de Dülmen -ciudad natal de la citada beata-. Se abría una

puerta entre dos muros y se llegaba al patio, rodeado de construcciones por tres lados. Los edificios de derecha e izquierda eran de un solo piso y el del centro parecía una antigua sinagoga abandonada. Varias puertas daban al patio interno. Las madres fueron llevadas a través del patio a edificios laterales, y allí encerradas. Parecía aquello una especie de hospital o posada. Cuando se vieron encerradas, tuvieron miedo y empezaron a llorar y a lamentarse. Pasaron la noche allí dentro.

Al día siguiente fue la horrible matanza de los niños. El gran edificio posterior que cerraba el patio tenía dos pisos. El inferior era una sala grande, parecida a una prisión o a un cuerpo de guardia, y en el piso superior había ventanas que daban al patio. Allí había algunas personas reunidas en un tribunal; delante de ellas había rollos sobre una mesa. Herodes estaba presente, vestido con un manto rojo adornado de piel blanca, con pequeñas colas negras. Estaba rodeado de los demás y miraba por la ventana de la sala que daba al patio. Las madres eran llamadas una a una para ser llevadas desde los edificios laterales hasta la sala inferior. Al entrar, los soldados les quitaban los niños, llevándolos al patio, donde unos veinte hombres los mataban atravesándoles la garganta y el corazón con espadas y picas. Había niños aún vestidos con pañales, a los cuales amamantaban sus madres, y otros que usaban ya vestiditos. No se ocuparon de desvestirlos, sino que tal como venían los tomaban del bracito o del pie y los arrojaban al montón.

En la fosa común

El espectáculo era de lo más horrible que puede imaginarse. Las madres fueron amontonadas en la sala grande y cuando veían lo que hacían con sus niños, lanzaban gritos desgarradores, mesándose los cabellos y echándose en brazos unas de otras. Al fin se encontraron tan apretadas que apenas podían moverse.

La matanza duró hasta la noche. Los niños fueron echados más tarde en una fosa común, abierta en el mismo patio. Había unos setecientos niños.

A la noche siguiente vi a las madres sujetas con ligaduras y conducidas por los soldados a sus casas. El lugar de la matanza en Jerusalén fue el antiguo patio de las ejecuciones, a poca distancia del tribunal de Pilatos. Se cumplió así lo que dice el mismo Evangelio de san Mateo, que afirma que en ese día se realizó lo que había avisado el profeta Jeremías: “Un griterío se oye en

Ramá (cerca de Belén), es Raquel (la esposa de Israel) que llora a sus hijos, y no se quiere consolar, porque ya no existen” (Jer 31, 15). Y aquellos niños inocentes volaron al cielo a recibir el premio de las almas que no tienen mancha y a orar por sus afligidos padres y pedir para ellos bendiciones.

Estas almas y las de los niños pequeños, según otra devoción privada, en este caso las revelaciones del Señor a santa Faustina Kowalska, son “las más parecidas a mi corazón”. Ellas proporcionaron a

Jesucristo, en su dolorosa Pasión, “fortaleza durante mi amarga agonía, ya que las veía como ángeles terrenales, velando junto a mis altares”, como nos enseña la devoción a la Divina Misericordia. Fueron los Santos Inocentes, pues, los primeros mártires del cristianismo, cuando Jesús era apenas un bebé.

El secreto del padre Pío

Actualizado 25 diciembre 2010

El padre Pío no celebró congresos, ni pronunció discursos, no promovió concentraciones, manifestaciones, documentos, proyectos pastorales. Para cambiar el mundo, para salvar a la humanidad, celebró la Santa Misa. Es este el único acontecimiento que cambia el mundo. El Calvario, con el que Dios ha derrotado todo el Mal de los hombres y del Maligno. En efecto, para la Iglesia no puede celebrarse la misa sin un crucifijo.

Si el mundo, inmerso en el Mal y en la más feroz violencia, no ha sido aún reducido a cenizas, ha sido sólo gracias a la Santa Misa. Por eso nos da a entender el Padre Pío que no hay desastre, guerra o catástrofe que sea un mal mayor, que la desaparición de la misa: «El mundo podría quedarse incluso sin sol, pero no sin la Santa Misa».

El Cardenal Siri nos desvela un misterio excepcional: «Mientras se celebra la Santa Misa todo el mundo recibe algo de esa celebración». Incluso la más humilde de las celebraciones eucarísticas en el mas apartado pueblecito de la cristiandad, ante unas cuantas humildes mujeres, acarrea a la humanidad beneficios que ningúna gran iniciativa humana, ni conferencia, ni manifestación, ni acción política o social pueda acarrear. Ningúna revolución humana, pacifista incluso, ninguna diplomacia ni gobierno o partido o fuerza terrena puede hacer por la paz y el bien de los hombres, lo que hace la misa celebrada en la más apartada parroquia de la cristiandad.

El Cardenal Ratzinger, durante la Missa pro eligiendo Romano Pontífice en 2005, citaba a San Pablo, y añadía: «Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estos últimos decenios, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas del pensamiento…No ha sido raro que la pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos se viera agitada por esas oleadas – arrojada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, pasando por el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateismo a un vago misticismo religioso; del gnosticismo al sincretismo etc…

Los católicos parecen haber olvidado que no hay nada, absolutamente nada, que pueda ser equiparable a la misa en cuanto a fuerza y eficacia de salvación y de cambio de la historia. Efectivamente desde que la fe en ella ha disminuido, se ha multiplicado el afanoso atarearse, el hablar, y el hablar de más por parte de los cristianos, acaso arrastrados aquí y allá, por una ráfaga cualquiera de la doctrina.

Los católicos se han hecho la ilusión de que la redención de la humanidad, o aunque no fuera más que un cambio del mundo, podría ser llevada a cabo por el hombre mediante su compromiso de cristianos, o mediante el compromiso de los hombres a favor de los últimos, de los penúltimos, de la justicia, del bien.

Mas aún, en el Siglo XX, dentro de la propia Iglesia, una sombra terrible ha caído sobre la santa liturgia, y tal vez fuera que para iluminar a los cristianos, el Cielo quiso conceder a nuestrso tiempos el primer sacerdote estigmatizado de la historia cristiana, un sacerdote que revivía en sus propias carnes el misterio del Calvario durante la Santa Misa. Y que no fuera casual que el padre Pío muriera precisamente en los meses que se estaba llevando a cabo esa reforma litúrgica que, según la interpretación de muchos circulos clericales, hubiera debido poner en la sombra de forma completa, la noción de «sacrificio», corriendo el riesgo así de transformar de hecho el catolicismo en protestantismo. (No hay que olvidar que el ciclón protestante que devastó la Iglesia como pocos otros, se dirigió sobre todo a barrer la Eucaristía, centro y fundamento de toda la obra de la Redención).

Sin embargo, si no pudo llegar a perpretarse algo semejante, borrar la noción de «sacrificio» de la Santa Misa, los daños fueron inmensos en cualquier caso, lo que llevo a este Papa a escribir: «Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy, depende en gran parte del hundimiento de la liturgia, que a veces se concibe directamente «etsi Deus non daretur»: como si en ella ya no importase si hay Dios, y si nos habla y nos escucha. Pero si en la liturgia no aparece ya la comunión de la fe, la unidad universal de la Iglesia y de su historia, el misterio de Cristo viviente, ¿dónde hace acto de presencia la Iglesia en su sustancia espiritual? De esta manera la comunidad se celebra unicamente a sí misma, sin que algo así merezca la pena».

Así, por más que lo esencial se haya salvado, la mentalidad de los cristianos ha quedado contaminada y la ortodoxia católica está minada porque «lex orandi, lex credendi». En especial, el ataque ha sido atestado contra el carácter del sacrificio expiatorio de la Santa Misa, precisamente el que la Providencia ha querido recordarnos con el padre Pío.

El padre Pío no se limitó a dejarnos su asombroso ejemplo. Su misión no finalizó el día de su muerte, el 23 de septiembre de 1968. Monseñor Pietro Galeone que formó parte de su proceso de beatificación ha revelado un secreto que nos deja sin palabras: «El padre Pío me reveló que le había pedido a Jesús, y que lo había obtenido, no sólo el poder de ser una víctima perfecta, sino también una víctima perenne, con el fin de prolongar su misión de corredentor con Cristo hasta el final de los tiempos. El me dijo y me confirmó que había recibido del Señor, la misión de ser víctima y padre de víctimas hasta el último día…. El secreto de su singular fortaleza le venía del fuego devorador del amor, más fuerte que la muerte, que le abrasaba las visceras por amor hacia Cristo y hacia sus hermanos de las futuras generaciones».

(Texto entresacado del libro de Antonio Socci, El Secreto del Padre Pío).