(…) Llegar a ser el Hombre de la Palabra era también tener un motivo, una ocasión, digna de un Dios, para demostrar su amor por el hombre; para mostrar ante sus ojos materiales la magnitud del amor divino humanizado. Él se hizo carne para que la carne pudiera ser divinizada con Él, purificada en Él. Se bajó a sí mismo, se hizo hombre para que el hombre se convirtiera en cierto sentido en Dios y se consumara en su unidad.
Pero uno de los fines principales que la Palabra perseguía al hacerse hombre era formar, en Él y con Él, al sacerdote, haciéndolo semejante a Él, transformando la carne humana misma en Él divinificándola. Y para ello, para tener ese grupo escogido en la tierra, esa legión de criaturas más que angelicales, formó la Iglesia para nutrirlas y educarlas en su seno para el altar, para angelizarlas para el sacrificio, para transformarlas en Él y para prolongar Su Pasión y muerte, en las Misas, a favor de todas las almas que a través de ellas, en Él, sería salvo.
Mira cuál fue la razón principal de la Encarnación del Verbo: purificar el mundo y perpetuar su estancia en él de dos maneras, en la Eucaristía y en el Sacerdocio, que es como otra Eucaristía itinerante. Para Mis sacerdotes, no sólo deben perpetuar la Eucaristía por el poder divino que Dios les ha dado, al pronunciar las palabras de consagración de las que son depositarios; pero ellos mismos, en su perfecta transformación en Mí, no sólo deben ser copones que Me contengan, sino otros Yo Mismo, Mi mismo Cuerpo, Mi misma Sangre, en su transformación en Mí.
¿Ves cuántas cosas ha hecho el amor de un Dios? Creación, Redención, la amada Iglesia con todos Mis sacramentos y los recursos de Su caridad en favor de los pecadores para salvarlos.
Y lo más grande es la Iglesia con sus sacerdotes; otro Yo en la tierra para regenerar almas; esos Pontífices y sacerdotes transformados en Mí, que perpetuarán, como la Eucaristía, en sí mismos, Mi estancia en la tierra.
Cuando dije en la Última Cena: «Este es Mi Cuerpo, esta es Mi Sangre», tenía en mi mente la extensión de este Cuerpo y Sangre en Mis sacerdotes transformados en Mí, hechos también, en este sentido, Eucaristías vivas, y con el mismo propósito, la de vivir inmolados a favor del mundo entero.
Fue entonces en mi alma que debían desaparecer, y en cierto sentido, como la sustancia del pan y el vino, y ser transformados en Mí para la salvación de las almas.
Verlos a otro Jesús ha sido la mente del Padre, la ilusión de un Dios-Hombre. Quiero en ellos un Jesús perfecto. ¿Y cómo? por Mi imitación y por su transformación exterior e interior a través de sus virtudes y amor en Mí. La misión del sacerdote no termina en el altar, sino que comienza allí, por así decirlo; allí comienza la unión perfecta con el Sacerdote eterno, que debe crecer día a día, hora a hora – a través del amor y a través del dolor – hasta la transformación consumada en Mí.
Bajo cualquier aspecto que me vea, el sacerdote transformado en Mí debe copiarme en sí mismo; pero Mi aspecto genuino en la tierra era amor inmolado, inmolación por amor.
El sacerdote perfecto tiene que ampliar su alma, sus puntos de vista, su corazón, sus energías, su pureza, sus virtudes, sus virtudes, sus cualidades recibidas e incluso su propia vitalidad espiritual para recibir esa semejanza, esa similitud conmigo, en todos los aspectos de la caridad, la paciencia, la humildad, el sacrificio, la docilidad, la abnegación, la obediencia y el amor. Que refleje la Eucaristía en su alma, que se parezca a Jesús en esa caridad universal, todo para todos y entregándose totalmente de todo corazón en el santo ejercicio de su apostolado en favor de las almas.
¡Oh, si Mis sacerdotes fueran penetrados por estos pensamientos, cómo avanzarían en su indispensable transformación en Mí – más que nunca en estos últimos tiempos necesarios – y circularían por todo su ser esa savia divina, unificada en la unidad de la Trinidad!
Este fue y es el ideal del Padre al elegirlos para ser otro Yo y complacerse a Sí mismo en ellos como en Su Hijo amado. Que no desperdicien el don de Dios, que aceleren esa circulación de la vida divina en sus almas y en sus cuerpos, como prueba de su fe y esperanza en la Trinidad y del amor y la gratitud que deben distinguirlos hacia Mí, que los lleva tan profundamente en Mi Corazón y en Mi alma».