Interesarse por Dios, por los demás y por el trabajo bien hecho

repostero-900-494382373-chef-decorating-food-dishTodos queremos ser felices, Aristóteles dice que “la verdadera felicidad consiste en hacer el bien”.

La gente no vale por lo que es ni por lo que sabe, sino por lo que decide. Un ingeniero fue llamado a componer una Computadora compleja y costosísima. Apagó la PC, sacó un destornillador, le dio vueltas a un pequeño tornillo y la PC quedó en perfecto estado. Cobró mil dólares. El dueño le dijo que porqué tanto. Contesto: “diez dólares por venir y apretar el tornillo. 990 dólares por saber qué tornillo apretar”.

Las dos columnas que sostienen la creación son el trabajo y el matrimonio, se puede leer en el libro del Génesis. Para hacer las cosas bien se necesita el amor y la técnica.

A una señora se le planteó tomar un curso sobre novísimos. Dijo:

– ¿Para qué, si ya tengo esposo?

– Los novísimos no tratan del novio sino de lo que viene después: muerte, juicio, cielo, infierno, purgatorio.

Ella entonces aclaró:

– Es que tengo una formación cristiana muy básica.

Cada generación sostiene la historia en sus propias manos. Esta generación tiene toda la generación futura en sus manos. El mundo está lleno de tecnología y hay poca fe. San Juan Dice: Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe (1 Jn 5,4). Estamos entrando a una época de oscuridad sin precedentes. Siempre hay que preguntarnos: ¿Qué tiene que ver esto con la Historia de la salvación?

Quien conoce las verdades de la fe en profundidad tiene más facilidad para hacer oración. Ayer, hoy y siempre, la ignorancia religiosa es el mayor enemigo de Dios. Entre más conocemos a Dios más lo podemos amar y mientras más lo amamos más deseos tenemos de conocerlo y hacerlo conocer.

Alejandro Llano dice que la filosofía se encuentra estrechamente relacionada con la vida espiritual, aunque sólo sea porque ambas tratan de realidades que no se ven (Olor a yerba seca, p. 526). Una vocación facilita y apoya a la otra.

La formación espiritual, la formación apostólica y la formación profesional necesitan el fundamento de la formación doctrinal-religiosa. Es necesario conocer a fondo la doctrina cristiana. La falta de doctrina tiene una gran repercusión. Influye en el modo de tratarse uno mismo y de tratar a los demás, en el trabajo profesional, en el modo de elaborar leyes, en el noviazgo y en la vida matrimonial, en lo que se elige para entretenerse y en el modo de divertirse. Hoy, la gente joven no se sabe divertir. No tienen inventiva, sólo se les ocurre acudir al alcohol, a la droga o practicar deportes extremos. Entonces, hay que ir más lejos en la formación de la inteligencia y en la formación cultural para poder razonar con más conocimiento de causa. Pero para eso hace falta que el alma quiera formarse. Hay que aprender a leer, con sacrificio. Esa continuidad supondrá un gran beneficio.

Chesterton decía: “la desgracia de nuestros contemporáneos no es que no crean en nada, sino que se lo creen todo”. El abandono de la fe no ha llevado a las masas a la razón sino a la superstición, no al ateísmo sino a la idolatría. Sabemos que la ignorancia es el mayor enemigo de la fe y el mayor obstáculo para la Redención. Entonces el mayor servicio que podemos hacer es dar doctrina.

Cada uno es responsable de cómo alimenta su inteligencia. Ilusionarse, estudiar constantemente, pedir consejo sobre libros para tener un plan de formación intelectual y doctrinal. Necesitamos conocimiento para saber hacer bien el trabajo y el apostolado.

La autoestima

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La importancia de la autoestima de cara al desarrollo equilibrado de la personalidad, ha destacado en los últimos años. Es necesaria la autoestima desde los niveles más superficiales como es la corporalidad, hasta otros tan profundos como puede ser el reconocimiento de la propia dignidad.

Uno de los mejores ejercicios tiene como mira nuestro propio ser. “Consiste en no enojarnos nunca con nosotros mismos ni con nuestras imperfecciones; pues aunque la razón pide que si cometemos faltas nos sintamos tristes y contrariados, conviene evitar ser presa de una desazón despiadada y cruel (…). Los movimientos de cólera, mal humor y desazón contra sí mismo, son causa de orgullo y tienen su origen en el amor propio, que nos turba e inquieta al vernos tan imperfectos” (Antonio Royo Marín).

En un estudio reciente se compararon las destrezas matemáticas de estudiantes de ocho países. Los estudiantes norteamericanos sacaron los peores resultados y los coreanos fueron los mejores. Los investigadores evaluaron también la autoestima de esos mismos estudiantes y les preguntaron qué pensaban de sus propias aptitudes matemáticas. El resultado subjetivo resultó ser contrario a la realidad objetiva: los norteamericanos se creían los mejores y los coreanos pensaban que eran los peores.

Conviene hablar de autoestima para evitar su carencia, pero si se exagera, se puede caer en el polo opuesto.

En mayor o menor grado, todos tenemos que aprender a conciliar nuestra miseria con nuestra grandeza por ser hijos de Dios. Se trata de combinar dos aspectos: humildad y autoestima. La humildad, afirma San Josemaría Escrivá, “es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza” (Amigos de Dios, n. 34). Hay que entender el gozo de sentirse poca cosa y, a la vez, inmensamente amados por Dios. Desarrollar y consolidar una buena relación con uno mismo no es tarea fácil.

Aristóteles decía que para ser buen amigo de los demás, es preciso ser primero buen amigo de uno mismo. El recto amor a uno mismo y el amor propio egoísta son inversamente proporcionales. El individuo egoísta, más que amarse demasiado a sí mismo, se ama poco o se ama mal. El individuo humilde, en cambio, tiene paciencia y comprensión con sus propias limitaciones, lo cual le lleva a tener la misma actitud comprensiva hacia las limitaciones ajenas. La relación equilibrada que mantiene el magnánimo consigo mismo le confiere cierto señorío sobre las metas que acomete.

Existe una estrecha relación entre ser amado, amarse a sí mismo y amar a los demás. Por una parte, necesitamos ser amados para poder amarnos a nosotros mismos. Ver que alguien nos ama, favorece nuestra autoestima. Nada nos separa más de los demás que nuestra propia insatisfacción. Es lógico que una actitud conflictiva hacia uno mismo dificulte el buen entendimiento con los demás. Quien está disgustado consigo mismo se suele volver susceptible con los demás.

Nada me ayuda tanto a valorarme como experimentar un amor incondicional. Los complejos, tanto de inferioridad como de superioridad, deterioran mi paz interior y mis relaciones con los demás, y sólo desaparecen en la medida en que amo, que me ama tal como soy. ¿No es acaso Dios el único capaz de amarme de este modo? El amor humano es más tangible, pero de una calidad muy inferior a la del amor divino. En el amor de una madre, por ejemplo, se encuentran destellos de ese amor divino. Peor mi madre no puede estar toda mi viuda a mi lado. El amor de mis padres o de buenos amigos me ayuda a asegurar mis primeros pasos en la vida, pero a la larga resulta insuficiente.

El desarrollo de nuestra capacidad afectiva depende, en última instancia, del descubrimiento del amor de Dios.

El orgullo pone en peligro la salud psíquica. Lo que pervierte la afectividad es esa imperiosa necesidad de que otros confirmen la propia valía. En el corazón posesivo se encuentra un desordenado deseo de ser amado. En estas circunstancias, el mínimo indicio de desprecio por parte de otros, puede desencadenar una reacción de autodefensa que, si no se controla, da lugar al afán posesivo.

El amor propio es como un virus oculto que contamina la afectividad. El desprendimiento afectivo es más fácil si el hombre es consciente de su propia dignidad, entre otras cosas porque desaparece su miedo a que otros no le aprecien y hieran su orgullo. La susceptibilidad, en cambio, suele ser síntoma de inseguridad y de orgullo herido.

Nouwen explica que el peligro más importante para nuestra vida es el autorrechazo. Si escuchamos esas voces que nos susurran que no tenemos dignidad y que nadie nos ama, entonces caemos en la trampa del rechazo de sí. Lo más sano es abandonar la propia valía en manos del Señor.

 Si se quiere profundizar más en estas ideas, hay que leer el libro de M. Esparza, La autoestima del cristiano, Belacqua, España 2003.

El sentimiento inteligente

sentimientoDe la misma manera que la inteligencia humana logra sacar del petróleo energía para que los aviones vuelen, o consigue producir luz eléctrica a partir del agua embalsada, también la inteligencia puede y debe actuar para obtener lo mejor de nuestra vida sentimental.

Pensemos, por ejemplo, en un sentimiento de miedo que nos está empujando a actuar cobardemente y traicionar nuestros principios. Ante ese estímulo, quizá deseamos claudicar, pero, al tiempo, queremos sobreponernos y superar el miedo. Ese doble nivel supone una doble incitación, una doble llamada, un doble obstáculo: de nuevo vemos que unos valores sentidos nos llaman desde nuestro corazón, y unos valores pensados desde nuestra cabeza.

Ante ese dilema, decidimos. Y, al hacerlo, entregamos el control de nuestro comportamiento a una u otra instancia: a la cabeza o al corazón. Lo propiamente humano es actuar de acuerdo con los dictados de sus valores pensados, aunque en algunos casos esos valores estén inevitablemente enfrentados al sentimiento.

—Hablas de dar prioridad a la cabeza sobre el corazón: ¿eso no conduce a estilos de vida fríos y cerebrales, ajenos a los sentimientos?

No se trata de partir al hombre en dos mitades: la cabeza y el corazón. Es preciso integrar cabeza y corazón, y el hecho de que la inteligencia tutele la vida sentimental no quiere decir que deba aniquilarla. Al contrario, la inteligencia –si es verdaderamente inteligente, y perdón por la redundancia– debe preocuparse de educar los sentimientos; no dedicarse a apagarlos sistemáticamente, sino a estimular unos y contener otros, según sean buenos o malos, adecuados o inadecuados.

Por ejemplo, la indignación puede ser adecuada o inadecuada. Ante una situación de injusticia grave que presenciamos, lo adecuado es sentir indignación, y si no es así, será quizá porque no percibimos esa injusticia (y esa ignorancia puede ser culpable), o porque percibimos la injusticia pero nos deja indiferentes (quizá por una mala insensibilidad, o por falta de compasión y de sentido de la justicia), o porque incluso nos alegra (en cuyo caso hay odio o envidia).

Sentir indignación ante la injusticia es algo positivo. Lo que probablemente ya no lo será es que esa indignación nos lleve a la furia, la rabia o la pérdida del propio control.

—Entonces, ¿cuál es la misión de la inteligencia en la educación de los sentimientos?

Debemos utilizar los afectos –vuelvo a glosar a José Antonio Marina– como utilizamos, por ejemplo, las fuerzas de la naturaleza. No podemos alterar las mareas, ni el viento, ni el encrespamiento del oleaje, pero podemos utilizar su fuerza para navegar.

El viento, la marea, el oleaje, las tormentas, etc., son como las fuerzas de los sentimientos espontáneos: surgen sin que podamos hacer nada por evitarlos, al menos en ese momento. Gracias a la inteligencia, podemos hacer que nuestra vida tome un determinado rumbo afectivo, con objeto de llegar al puerto de destino que buscamos. Para lograrlo, es preciso contar con esas fuerzas irremediables de nuestra afectividad primaria, pero sabiendo emplearlas de modo inteligente. El manejo del timón y nuestra habilidad con el juego de las velas es como la guía que la inteligencia ejerce sobre los sentimientos a través de la voluntad.

Una inteligente educación de los sentimientos y de la voluntad hará que sepamos adónde queremos ir, escojamos la mejor ruta, preveamos en lo posible las inclemencias del tiempo, y manejemos con pericia nuestros propios recursos para hacer frente a los vientos contrarios y aprovechar lo mejor posible los favorables

Alfonso Aguiló