Historias y vida de quienes cruzan a diario la fontera del sur de Texas
Cada día, en el territorio de Texas, se vive un drama humanitario que muy pocos alcanzan a ver. Manny Fernández, encargado de la oficina de The New York Times en Houston, acaba de publicar un amplio reportaje sobre lo que viven algunos de los migrantes que cruzan desde México hacia la frontera sur de Texas, y de aquellos que mueren en el camino y no han sido identificados.
Pero también de las historias como la de tres jóvenes migrantes salvadoreñas que, en junio de 2013, tras cruzar de manera ilegal la frontera entre México y Estados Unidos, se movían a través de la maleza, desesperadas, cuando se toparon con una cabaña en la localidad texana de Encino.
No había nadie adentro y decidieron forzar la puerta. Traían 2,400 kilómetros de camino desde El Salvador. Querían llegar a Houston, pero habían abandonado toda esperanza. Llevaban cuatro días caminando. Una de ellas estaba embarazada. Ya no querían evadir a la Patrulla Fronteriza; ahora querían ser encontradas porque la salvadoreña embarazada necesitaba ayuda.
“Lo primero que hicieron cuando irrumpieron en la cabaña fue llamar a las autoridades estadounidenses. El número estaba escrito en un papel pegado a un corcho junto a la puerta. Las jóvenes se bañaron y limpiaron su ropa en lo que llegaban los agentes”, cuenta Fernández en su historia.
Migrants broke into a cabin after crossing the border in Tx. It's not what you think. Nothing on the border ever is https://t.co/g44kk1RI21
Antes de irse, sigue diciendo el reportaje de The New York Times, “una de las chicas agarró la hoja de papel con la lista de teléfonos. Volteó la hoja y le escribió una carta al dueño de la cabaña”. Una carta de agradecimiento. Un gesto del corazón de estas tres muchachas exhaustas, pero agradecidas de estar todavía con vida:
Disculpen por entrar a su rancho, pero fue por necesidad porque teníamos cuatro días de estar perdidas”. Perdón por destruir su puerta y por haber utilizado sus pertenencias: gracias y mil veces perdón.
Ryan Weatherston, es el encargado de la cabaña de Encino. Nunca supo los nombres de las tres adolescentes salvadoreñas. Dijo que tenían entre 16 y 18 años. Llegó a la cabaña y vio que había ropa tendida; las chicas salieron corriendo hacia su camioneta porque pensaron que era de la Patrulla Fronteriza.
“Iban camino a Houston”, dijo Weatherston. “Una estaba embarazada y ya no podía más. Ya habían llamado a las autoridades, no iban a poder seguir. Solo querían que esa chica recibiera atención médica”. La Patrulla Fronteriza llegó por ellas.
Weatherston ahora deja abierta la puerta de la cabaña.
A personal essay (Spanish) of my journey in the past year near the southern Mexican border, my criticism of Mexican civil society organizations working on migrants rights and the hypocrisy of advocacy efforts on both sides of the Mexico-US border.
Essay first appeared in El Nuevo Sol on April 6, 2017.
En la frontera México-Guatemala, Lago Internacional (julio 2016)
¿K’uxi elan avo’onton? es una expresión que se usa para saludar dentro de las comunidades indígenas tsotsiles en Chiapas. Me explicaron que su traducción literal es “¿Cómo está tu corazón?” Ha sido una de las más lindas expresiones que he escuchado y que no llegué a pronunciar correctamente, pero me llenaba de felicidad cuando me respondían, “Lek oy”, “muy bien”. Lo que sí aprendí es que es más que una expresión. Representa otra manera de pensar. Desde este saludo se combate la superficialidad a la que nos hemos acostumbrado cuando nos preguntan: “¿Cómo estás?”, al cual la mayoría respondemos “bien”, de manera robótica, aunque en realidad no lo estemos.
La pregunta ¿K’uxi elan avo’onton? también es una invitación a la reflexión desde el corazón, porque no solo desde ahí se siente, también se piensa. Para yo poder responderla, tendría que volver a mirar hacia esa parte dentro mí que había hecho a un lado por mucho tiempo, porque era mejor no sentir el dolor causado por las rupturas que he sufrido a lo largo de mi vida como migrante. Pronto me di cuenta que no tenía certeza de en qué condición estaba mi corazón, ni si lo tenía intacto. ¿Habrá estado conmigo en los últimos 7 años que he estado en México o parte de él se habrá quedado en Los Ángeles, donde viví 20 años de mi vida antes de ser deportada?
A pesar de mi pasado, he sido afortunada en tener la oportunidad de vivir en un nuevo contexto en el cual también me reencontré con mis raíces. Yo nací pobre, descendiente de una familia de provincia con poca escolaridad, pero muy trabajadora. Así que reubicarme a un estado con niveles de pobreza de los más altos en el país tendría muchas similitudes con mi niñez en México antes de migrar. Para mí, no era ajeno vivir en colonias sin drenaje o en una casa de tabique con techo de lámina, el cual sentías podría derrumbarse con una tormenta de granizo. Pero la pobreza o marginación de donde vengo no era la de las comunidades indígenas. Nunca tuve que caminar más de dos horas para llegar al plantel escolar más cercano. Tampoco fui forzada a dejar de asistir a la escuela para trabajar en el campo para tener algo que comer. Para mi familia, el migrar a Estados Unidos fue una estrategia de sobrevivencia. También se convirtió en una oportunidad de movilidad social que nunca hubiéramos tenido en México. A la misma vez, el migar me desconectó de mi origen. Pero tal como una planta sigue creciendo después de ser transplantada, pude echar raíces una vez más en otro lugar.
Desde que fui expulsada de la ciudad y el país que me adoptó por dos décadas, no he podido arraigarme o llamarle “casa” a los lugares en los que he vivido post-deportación aun cuando me lleguen a decir: “bienvenida a este tu país”, “welcome home”. En los últimos 7 años, he tenido estancia en 7 ciudades, 3 países en los cuales he sentido un tipo de esquizofrenia de pertenencia: parte de mí se siente que pertenece, y otra parte no lo logra. Aún con las redes de apoyo y las amistades que he forjado en cada uno de estos lugares que he recorrido, no creo que en ninguno pueda imaginarme viviendo el resto de mi vida. Me he acostumbrado a estar físicamente en donde vivo, pero sin habitarlo emocionalmente ¿De qué me serviría decorarlo o darle algún tipo de calidez si ese desplazamiento que llevo dentro persistiría? Desde estas emociones contradictorias es que me llegué a dar cuenta que algo no estaba bien con mi corazón. Algo seguía doliéndome a pesar del tiempo. Jamás sería la misma después de la indignidad que solo entienden quienes la viven en carne propia: la experiencia que nos ha marcado a más de 2 millones de mexicanos que hemos sido deportados desde EE.UU. Es por esto que mi lucha propia también anhela una casa, una familia política. Pero esta búsqueda no ha sido nada fácil.
Taller de fotografía con niñas y niños de primaria en Zinacantán, Chiapas (noviembre 2016) Foto: Rodrigo Barraza García.
En mi trayectoria de activismo post-deportaciónque empezó con el anuncio del programa DACA del ahora expresidente Barack Obama, he aprendido que los movimientos sociales también reproducen las exclusiones del mismo sistema que denunciamos. El propio discurso de derechos humanos evidencia una jerarquía de grupos de migrantes que selecciona entre los que merecer ser incluidos y los que no. En este segundo grupo están los que no son considerados “migrantes ideales” y aquellos que pertenecemos a grupos que no son políticamente viables de incluir en una agenda de justicia social. En EE.UU., los que hemos sido deportados y deportadas conformamos este último grupo. En México, ni siquiera nos volteaban a ver hasta recientemente, cuando la élite política le vio ventaja empezar a hablar sobre el fenómeno del retorno ahora que Donald Trump se ha convertido en el enemigo público número uno en ambos lados de la frontera.
Antes de Trump, solo fue de interés para el gobierno mexicano las visitas de delegaciones de DACAmentados quienes fueron recibidas hasta por el Senado. Se les abrían las puertas para tomar en cuentas sus perspectivas sobre la política mexicana y la del exterior, claro después de darles un paseo turístico por las pirámides de Teotihuacán o el Palacio de Bellas Artes. Mientras se impulsaba lo que llegamos a nombrar como Dreamer Tourism, habíamos aquellos que seguíamos sin tener plataformas para exigir una re-inserción digna en este nuestro país. Tampoco tenemos un boleto de regreso a Estados Unidos, ni siquiera como turistas para visitar a nuestras familias o amigos que dejamos atrás. Pero eso sí, llegábamos a causar molestia cuando señalamos nuestra indignación ante esto. Nos convertimos en una incomodidad para las dependencias del gobierno que patrocinaban los viajes, las organizaciones civiles que se habían sumado a estos esfuerzos, y los mismos activistas Dreamers quienes no veían cómo llegaron a legitimar nuestra exclusión al aceptar su viaje de reencuentro con su “México lindo y querido”, al que no querían regresar de manera permanente.
Ahora, la “urgencia” del gobierno en responder ante la anticipada ola de deportaciones bajo la administración de Trump, y específicamente su interés de recibir con “los brazos abiertos” a los Dreamers, se suma al uso del migrante como bandera política que es sorprendente invisible para muchos, incluyendo para varias organizaciones de sociedad civil que trabajan por las personas deportadas. Estas mismas han celebrado la prioridad que ha llegado a tener el tema de migración de retorno con falta de un posicionamiento crítico o político. Carecen de denuncias públicas hacia los oportunismos que ahora se evidencian en México, desde cuando Enrique Peña Nieto recibió a los “primeros” deportados bajo la administración de Donald Trump que llegaron a la Ciudad de México hasta el “movimiento” pro-migrante impulsado por una coalición del Senado llamada Operación Monarca, que recientemente presentó una propuesta de reconocimiento de estudios extranjeros para Dreamers retornados, la cual hasta el día de hoy sigue quedándose sin cumplir sus promesas.
Presentación del Museo Migrante en el Festival por la Transparencia y el Derecho a Sabre, Chenalhó, Chiapas (septiembre 2016). Foto: Rodrigo Barraza García.
Es así como mi lucha de justicia social e inclusión ya no es solo hacía afuera – contra los gobiernos y sus políticas – sino también hacía dentro del movimiento. Ante el contexto político de la región y los niveles de exclusiones que he enfrentado con mis hermanos y hermanas en la lucha, tuve que buscar un camino alternativo donde voces como la mía no pudieran ser cooptadas o ignoradas. Ya era hora de empezar un esfuerzo propio, de impulsar proyectos de migrantes para migrantes.
Ahora regreso a Tijuana, fortalecida después de un par de años de desgaste emocional crónico agravado por las batallas internas que no había anticipado enfrentar en esta lucha. En el sur, pude aprender desde otra manera de mirar y pensar, una que se diseña desde la horizontalidad de colaboración que no había visto en la práctica, aterrizada a partir de metodologías participativas. El crear espacios donde el migrante es el experto de la migración, el protagonista principal en todos los procesos y los trabajos organizativos y no solo un sujeto de estudio al quién se les extrae datos o testimonios.
Este es el trabajo en el que llegué a integrarme durante mi estancia en Chiapas con Voces Mesoamericanas, Acción con Pueblos Migrantes A.C. Fue alentador conocer y colaborar con una organización que busca la auto-organización de las propias comunidades migrantes para que puedan convertirse en sujetos políticos y tener la capacidad de ejercer sus derechos. En mi opinión, este debería de ser el objetivo principal de las organizaciones que buscan la protección de los derechos de las y los migrantes. Pero la realidad es que no es común que las personas migrantes tengan el espacio de participación para influir en la agenda de trabajo o procesos incidencia de las organizaciones civiles en México. Los tecnócratas y expertos en políticas públicas dentro de sociedad civil le dan poca importancia o prioridad. Llegué a concluir que esta es la razón por la cual hay un desconecte con la misma población que buscan proteger.
Ahora regreso a Tijuana, fortalecida después de un par de años de desgaste emocional crónico agravado por las batallas internas que no había anticipado enfrentar en esta lucha. En el sur, pude aprender desde otra manera de mirar y pensar, una que se diseña desde la horizontalidad de colaboración que no había visto en la práctica, aterrizada a partir de metodologías participativas. El crear espacios donde el migrante es el experto de la migración, el protagonista principal en todos los procesos y los trabajos organizativos y no solo un sujeto de estudio al quién se les extrae datos o testimonios.
Este es el trabajo en el que llegué a integrarme durante mi estancia en Chiapas con Voces Mesoamericanas, Acción con Pueblos Migrantes A.C. Fue alentador conocer y colaborar con una organización que busca la auto-organización de las propias comunidades migrantes para que puedan convertirse en sujetos políticos y tener la capacidad de ejercer sus derechos. En mi opinión, este debería de ser el objetivo principal de las organizaciones que buscan la protección de los derechos de las y los migrantes. Pero la realidad es que no es común que las personas migrantes tengan el espacio de participación para influir en la agenda de trabajo o procesos incidencia de las organizaciones civiles en México. Los tecnócratas y expertos en políticas públicas dentro de sociedad civil le dan poca importancia o prioridad. Llegué a concluir que esta es la razón por la cual hay un desconecte con la misma población que buscan proteger.
Recorrido comunitario fotográfico con jóvenes de bachillerato en Los Chorros, Chiapas (octubre 2016).
A pesar de todo, he estado en una situación de privilegio a comparación de la mayoría de personas que llegan a México después de una deportación. Es por esto que también tengo un sentido de responsabilidad y de urgencia en tomar acción, pero desde una visión que integre la experiencia migrante. Hace siete años me hubiera sido imposible hacerlo desde mi propio proceso de sobrevivencia, pero creo que el camino que he recorrido hacia al sur del país me ha dado algunas herramientas para retomar una lucha personal en la frontera norte. No puedes llegar a un lugar como Chiapas, el cual ha ejemplificado la resistencia en México, sin que te cambie de alguna manera.
Por una parte, el salirme de mi propia lucha para acompañar a otra en comunidades indígenas me enseñó lo que implica ser una aliada. Fui parte de un equipo comprometido a un trabajo comunitario que daba el espacio a abordar de una manera mucho más integral y colectiva el derecho a migrar dignamente, pero también el del arraigo a sus comunidades de origen. Así fue como se amplió mi visión de la lucha migrante y vi la importancia de crear una voz política propia para las personas deportadas, no solo por lo que he vivido en México, sino por lo que sigo observando en el movimiento en EE.UU. Esto lo he visto desde mis interacciones en medios sociales con personas “aliadas” a la causa pro-migrante, como la siguiente iniciada por un tuit que escribí hace un par de meses sobre la política migratoria actual:
“Las políticas de inmigración que surgen de las órdenes ejecutivas de Trump no son nada nuevas. Es la optimización de la maquinaria de deportación de Obama” @mundocitizen
#Immigration policies under Trump’s executive orders are nothing new. It is just the optimization of the Obama deportation machinery.
“es peligroso poner energías en hablar sobre como él [Obama] deportó a muchos y no lo que está pasando ahorita – esta mierda NO es la misma” @_yessi321
and it’s dangerous to put energies into talking about how he deported so many and not on what is going on now-this shit is NOT the same #fdt
Ante esto, mi pregunta de fondo es la siguiente, ¿la justicia social tiene un límite de tiempo o caduca con ciertas condiciones? ¿Las deportaciones antes de Trump seguirán en el olvido y solo importarán aquellas bajo la nueva administración? La realidad es que va a seguir ocurriendo lo mismo que ha pasado en la última década. Ninguna de estas personas que definen la agenda de inclusión, o mejor dicho, de exclusión, van a esperarte del otro lado del muro cuando no te puedan proteger de una deportación. Al final, solo nos tenemos a nosotros, los que ahora nos encontramos al sur de la frontera para hacerlo, al menos lo único que nos queda es intentarlo.
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