Dios ha querido dotar al cuerpo de una hermosura incomparable. El cuerpo de una mujer hermosa es capaz de ejercer una presión difícilmente resistible sobre el varón. La defensa contra esa fuerza poderosa para la mujer, es el recato, la modestia y el pudor.
La mujer lujuriosa puede seducir de forma irresistible al varón pero, al menguarle su libertad, no diremos que lo ama sino que lo avasalla. El varón pierde entonces la capacidad de descubrir una mujer –un sujeto de amor- y se ve hechizado por un cuerpo –objeto de placer-. Ha cambiado a la persona por la cosa. Y la mujer impúdica, por su parte, jamás podrá estar segura de ser amada, puesto que el amor brota del libre consentimiento. El arma de la mujer se volvió contra ella misma para destrozarla (Ricardo Sada, Cinco minutos, febrero, p. 64).
Afortunadamente el hombre tiene ojos con dos párpados y, por tanto, en momentos críticos, puede decidir no mirar. Guardar la vista salva de muchas tentaciones. El cuerpo humano es hermoso pero mucha más hermosa es el alma, sobre todo si está en estado de gracia.
La verdadera civilización, ya lo dijo Baudelaire, está en “la disminución de las huellas del pecado original”. Para triunfar sobre las tentaciones necesitamos poner los medios y ejercitar la fe. El ser humano “no puede subsistir sin adorar algo” (Fedor Dostoieuski).
Dios nos promete una vida alegre, pero no cómoda. Todos debemos prepararnos para la gran cosecha que se aproxima. Vamos a necesitar una buena disposición para aceptar los regalos del Espíritu Santo, dones que nos sostendrán en los momentos difíciles.
Hay que desenmascarar esos sucedáneos del Cielo, donde ya no está Dios, estamos nosotros, entonces hay tristeza y aburrimiento. No podemos permitir que el tiempo que nos queda se nos escape. Somos amados por Dios sin medida, más de lo que podemos imaginar. El tiempo de pruebas y persecuciones ya llegó. El camino del Calvario no se puede evitar. Hemos de aceptar llenos de gratitud las pruebas y sufrimientos de este mundo. Hay que discernir y no vacilar en desear la santidad ante la gran purificación que está por venir.
“No avanzar en el camino hacia Dios es retroceder”, afirma San Gregorio Magno. Toda la vida cristiana se reduce en ser por la gracia lo que Jesús es por naturaleza: Hijo de Dios. Esta verdad ha de impregnar todo nuestro ser y actuar. Quien sirve al Señor ha de ser amable con todos y ha de corregir con dulzura (cfr. 2 Tim, 22-26).
Nuestro corazón está diseñado para amar, odiar lo que nos aleje de Dios. Dios nos recuerda continuamente que vale la pena ir adelante. La vida es “una mala noche en una mala posada”, como decía Santa Teresa de Jesús. Todo pasa. Nos espera una vida mejor. El que nos espera en la meta camina junto a nosotros. El primer interesado en que lleguemos junto a Él es Dios, pero “quien te creó sin ti, no te salvará sin ti, como recordaba San Agustín. Dios espera de nosotros esfuerzo y dedicación, y después de esta corta vida vivida en su presencia, nos llevará al Cielo donde seremos eternamente felices.
Podemos decirle al Señor: “Tú siempre estás conmigo y eso me alienta para afrontar cualquier dificultad, por ardua que parezca. Gracias por el gozo de padecer por Ti. Dejo mis aflicciones y mis proyectos en tus manos. Me apoyo en Ti. En Ti encuentro mi fortaleza, mi esperanza. ¡Vale la pena vivir de esperanza!”.
C.S. Lewis, escritor inglés, dice en su libro Los cuatro amores, que los amores humanos son realmente como Dios, pero sólo por semejanza, no por aproximación. Si se confunden estos términos, podemos dar a nuestros amores la adhesión incondicional que le debemos solamente a Dios. Entonces se convierten en dioses: entonces se convierten en demonios. Entonces ellos nos destruirán, porque los amores naturales que llegan a convertirse en dioses no siguen siendo amores. Continúan llamándose así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio. Lewis dice que resulta imposible amar a un ser humano simplemente demasiado. El desorden proviene de la falta de proporción entre ese amor natural y el Amor de Dios. Es la pequeñez de nuestro Amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que lo constituye desordenado. Hasta aquí, Lewis. Es decir; si absolutizamos a un ser humano, éste se convierte en nuestro dios, en “ídolo” y nosotros en idólatras.