Tentación y equilibrio

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La tentación se nos presenta como algo contrario a lo que Dios quiere. Los deseos de Dios son claros y sencillos. El mensaje de Dios es simple. El demonio viene sutilmente con un nuevo plan para alguien. Podemos cambiar la felicidad de un instante por la felicidad verdadera.

La tentación cambia la visión que tenemos de las cosas. Se presenta como algo bueno. Luego produce una metamorfosis en el corazón. Nos lleva de haber querido darle un “sí” a Dios a darle la espalda. Tener una tentación no es pecado; el pecado está en consentir en la tentación: Preferimos la felicidad que pasa, a la eterna.

La tentación puede ser un acto de bendición cuando se le rechaza, o puede ser un acto de maldición cuando se la acepta. Si cedo, corrompo la relación con Dios y con los demás. Hacer el mal produce placer pero el placer pasa y el mal se queda. Hacer el bien produce dolor, pero el dolor pasa y se queda el bien.

A veces se presenta la tentación, y es tan fuerte, que podemos percibir un desequilibrio en nuestra psique y ya no podemos pensar con normalidad, hay sobresalto, angustia. Se presenta alguna idea como obsesión. Es sano tratar de salir de esa situación, pero a veces no podemos hacerlo solos, necesitamos de un buen sacerdote que nos confiese y escuche nuestras confidencias.

Una vez que estamos enganchados en el pecado, nuestros valores se vuelven al revés. El mal se convierte en nuestro “bien” más urgente, nuestro más profundo anhelo; el bien se presenta como un “mal” porque amenaza con apartarnos de satisfacer nuestros deseos ilícitos. Llegados a ese punto, el arrepentimiento llega a ser casi imposible, porque el arrepentimiento es, por definición, un apartarse del mal y volverse hacia el bien; pero, para entonces, el pecador ha redefinido a conciencia tanto el bien como el mal. Isaías dijo de tales pecadores: “¡Ay de aquellos que llaman mal al bien y bien al mal!” (Is 5, 20).

Una vez que hemos abrazado el pecado de esta manera y rechazado nuestra alianza con Dios, sólo puede salvarnos una calamidad. A veces lo más compasivo que puede hacer Dios con un borracho, por ejemplo, es permitir que destroce el coche o que le abandone su mujer…, lo que le forzará a aceptar la responsabilidad de sus actos.

¿Qué pasa con la realidad para que el género humano la encuentre tan insoportable? Lo que pasa es que la enormidad del mal, su presunta omnipresencia y poderíos, y nuestra aparente incapacidad para escapar de él… nuestra incapacidad, incluso, para no cometerlo. Parece que el infierno está en todas partes amenazando con sofocarnos.

Ésta es la realidad que no podemos soportar. Pero es también la cruda y terrible realidad que dibujó San Juan en el Apocalipsis. Las bestias son el poder en la sombra que mueve naciones e imperios; se fortalecen con la inmoralidad de la gente a la que seducen; se emborrachan con el “vino” de la fornicación, la avaricia y el abuso de poder de sus víctimas (Scott Hahn).

Vivir de espaldas a Dios es una falsa ilusión de libertad, es la peor de las desgracias. Juan Pablo II ha señalado en esta cerrazón a la misericordia divina una característica de nuestra época. Es bien patente a todos la imagen del “hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual (…)”. La acción del Espíritu Santo, que tiende a convencernos de pecado -sólo el Espíritu Santo nos hace comprender la fealdad del pecado-, encuentra que la conciencia está impermeabilizada, que hay dureza de corazón, porque se ha perdido el sentido del pecado. Hay que ver a Cristo en la Cruz para comprender qué es el pecado. No nos ha de dar miedo esta situación. Tiene remedio. El ser humano tiene una capacidad grande de recapacitar y regenerarse.

Nada puede desanimarnos en este camino hacia el fin último, porque nos apoyamos en “tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es El, el Dios de las misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento ni solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el paraíso” (Juan Pablo I, Alocución,20-IX-1978).

Los jóvenes de hoy viven desprotegidos porque viven apartados y medio indiferentes a Dios. Si no toman partido por Dios radicalmente –a través de la oración y los sacramentos-, los arrastrará el ambiente como el agua de mar arrastra a un corcho. El Señor pone a nuestro lado a personas que pueden ayudarnos, a las que podemos acudir con confianza, si queremos. Hay que tener un corazón fuerte, cerrado al tentador. Dios no reprime nuestras ansias de felicidad, pero nos hace ver que esas ansias, sin Él, son una vía muerta.

Las cosas no son malas porque son pecado, sino que son pecado porque son malas, aunque al principio no se haga daño. Haciendo el mal nunca se acaba sacando el bien, aunque aparentemente lo parezca.

Es una pura ilusión pretender mantenernos inmunes al espíritu mundano, si lo que entra a oleadas en nuestro interior, por los ojos y por los oídos, no es otra cosa que el centellear de sus colores, la sensualidad de sus imágenes, la falsa inocencia de sus “desnudos”, la violencia de sus escenas. El mundo más peligroso no es el que nos combate, sino el que nos atrae; no es el que nos odia, sino el que nos acaricia, afirma Raniero Cantalamessa.

Rebeca Reynaud

Un joven universitario fue a Tierra Santa y se dio cuenta que Dios le decía algo concreto: “Si vives continuamente en los excesos no podrás entenderte conmigo”. Decidió ser templado en todo y comentaba: “¡Qué cambio he experimentado!, haya muchas cosas que no entendía y ahora entiendo”. Se hizo alma de ley, se volvió templado, preparado para combate.

Miedo a no ser amado

Por beckyreynaud

joven-triste-o-con-problsLa angustia de todas las angustias “es el miedo a no ser amado, a perder el amor; la desesperación es la convicción de haber perdido para siempre todo amor, el horror de la total soledad”. La esperanza, en cambio “es la certeza de que recibiré el gran amor, que es indestructible, y que ya desde ahora soy amado por este amor” (cfr. Joseph Ratzinger, Mirar a Cristo, EDICEP. Valencia 2005, p. 73-74). Según Santo Tomás de Aquino, la raíz de la desesperación se encuentra en la así llamada acidia, que nosotros traducimos por pereza, en cuanto falta de voluntad de un hacer activo; según Tomás es idéntica a la “melancolía de este mundo”. El gran éxodo de la Iglesia, dice Ratzinger “ha tenido ciertamente este fundamento, se quería ser libre de pesados límites (…). Parecía que sólo había libertad de alegría para los no creyentes (…). Hoy se ha experimentado hasta la saciedad las promesas de la libertad ilimitada (…). Las alegrías prohibidas pierden su esplendor en el momento en que ya no están prohibidas”, mientras que la llama de hambre de lo Infinito siempre permanece encendida. La raíz más profunda de esta tristeza es la falta de una gran esperanza y la imposibilidad de alcanzar el gran amor. Todo lo que se puede esperar ya se conoce y todo amor desemboca en la desilusión La antropología cristiana dice que la tristeza deriva de una falta de ánimo grande, de una incapacidad de creer en la propia grandeza de la vocación humana, la que Dios pensó para nosotros. El hombre no tiene confianza en su propia grandeza, quiere ser más “realista”. El hombre “no quiere creer que Dios se ocupe de él, que le conozca, le ame, le mire, le esté cercano” (Mirar…, p. 77). Hoy existe un extraño odio del hombre contra su propia grandeza. El hombre se ve a sí mismo como el enemigo de la vida, se ve como el gran perturbador de la paz de la naturaleza, la criatura que ha salido mal. Su liberación y la del mundo consistiría en el destruirse a sí mismo y al mundo, en el hecho de eliminar el espíritu. “Al inicio de este camino estaba el orgullo de “ser como Dios”. Era preciso desembarazarse del vigilante Dios para ser libres (…). Esta rebelión de la pereza humana contra la grandeza de la elección es una imagen de la sublevación contra Dios” que cualifica de modo particular a nuestra época. En México, en la mitad de los hogares hay gritos cada semana. Y uno de cada 5 adultos reconoce que no hay muestras de cariño en su hogar. La decadencia de la sociedad es consecuencia de que el hombre coloca su voluntad, su soberbia y su comodidad por encima de la pretensión de verdad. Ya no tiene un amor grande a la verdad, ya no la busca. Esta inversión de extiende a todos los campos de la vida. Lo antinatural se convierte en lo normal. El hombre que vive en contra de la verdad, vive también en contra de la naturaleza. Su capacidad de inventiva ya no sirve para el bien, se convierten genialidad y finura para el mal. Ya no domina la vida sino la muerte. Pieper decía que la tristeza perezosa es “uno de los elementos determinantes del rostro secreto de nuestro tiempo”. Un exceso de actividad exterior puede ser el intento lamentable de colmar la íntima miseria y la pereza del corazón, que siguen a la falta de fe, de esperanza y de amor a Dios y a su imagen reflejada en el hombre. “Aprender a rezar es aprender a esperar y por lo tanto es aprender a vivir”, dice el Papa Benedicto XVI (Mirar a Cristo, EDICEP 2005, p. 72).