Un cáncer, una muerte y un milagro maravilloso

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“Sé que tú me ayudarás a morir”, me predijo

 

Conocí a Lali en el trabajo. Tenía 33 años y era secretaria de dirección. Empezamos a conocernos, nos hicimos amigas, íbamos a comer juntas o compartíamos café en los descansos. Poco a poco, fuimos abriendo nuestros corazones. Ella empezó a explicar sus creencias espirituales: la cábala, las energías, el reiki, los viajes astrales, la astrología,… Yo le expliqué las mías: un Jesús que ama, que redime, que acepta, una Madre que acoge, una Iglesia abierta a todos y a la misericordia… Hablábamos con respeto, escuchándonos una a otra, sin pretensiones de convencimiento, sin juzgarnos, con interés.

Me habló de su vida difícil. De su padre borracho y maltratador. De su madre sufriente y depresiva que se suicidó. De su hermano menor que ahora era drogadicto y estaba ingresado en prisión. De su hermana que al cumplir los 18 años se fue a vivir con su novio y rompió lazos con la familia porque deseaba separarse de esa corriente de autodestrucción.

De cómo ella a los 18 años empezó a trabajar y se llevó sus hermanos menores a vivir con ella porque estaban desatendidos por el padre, los volvió a escolarizar, les enseñó modelos de higiene, les dio amor y cariño.

De cómo su padre volvió al cabo de los años, enfermo de cirrosis y ella lo cuidó hasta que murió a pesar de que había sido la causa de la desgracia familiar. De cómo ahora había encontrado una estabilidad profesional y personal, de su compañero de vida, de sus amigos.

Y de repente llegó el cáncer de estómago. Solo uno de cada tres sobrevive los 5 años, le dijeron. Lali era luchadora, la que más, y se compadeció de los otros dos porque ella era la que iba a sobrevivir, dijo. La operaron, pasó por una quimioterapia muy dura y volvió al trabajo.

Y al cabo de unos meses el cáncer volvió y ya no tenía cura. Tenía 35 años. Volvieron las sesiones de quimioterapia, sin ningún resultado y llegó un momento en el que ya no se podía hacer nada más e ingresó en una Unidad de Cuidados Paliativos.

Lali decidió que no quería que sus últimas semanas de vida fueran un paseo de personas que fueran a despedirse de ella, ni que todo el mundo viera cómo se iba consumiendo hasta morir. Eligió a unos 5 ó 6 amigos para que la cuidaran. A mí me sorprendió estar entre el grupo de elegidos, porque éramos compañeras de trabajo más que amigas y personas de su círculo más íntimo no pudieron despedirse de ella.

“Sé que tú me ayudarás a morir”, me predijo.

A mí me tocaban las noches. Unas noches eternas en las que hablábamos sin cesar de la vida, de la muerte, de qué hay más allá, de cómo hay que morir, del amor de Dios, de la reencarnación, de la resurrección.

Yo le hablaba de ese Dios que la amaba con infinita ternura, que no juzgaba, que no imponía miedo, que la esperaba con los brazos abiertos. Del Padre que quiere estrechar de nuevo a su hija, del Amigo que quiere compartir con ella su vida eterna, del Espíritu que la acompañaría en su camino al cielo. Ella escuchaba.

Pero durante el día, sus amigos volvían con mensajes de energías, fuerzas y astros.

No le impuse nunca nada, simplemente hablábamos y nos escuchábamos. Hasta que un día ella misma me pidió que me asegurara que no moriría sin confesarse. Sin embargo, me pidió esperar un poco porque tenía mucho dolor y prefería confesarse cuando tuviera el dolor controlado.

Pero la manera de controlar el dolor era con morfina y Lali fue entrando en una especie de doble vida y nebulosa donde cada vez era más difícil conversar con ella. Yo intuía que por muchas ganas que yo tuviera de que se confesara, era necesario que ella lo pidiera y lo deseara de verdad, que era necesario tener paciencia.

Cuando ya no podía casi ni hablar, lo propuse a los amigos y familiares, que se negaron en redondo porque no creían que fuera bueno y la asustaría.

Lali llegó a un punto en que prácticamente solo le funcionaban el corazón y los pulmones. Los médicos no podían comprender ya no cómo no estaba en coma, sino cómo no estaba muerta.

La última noche que pasé con ella intuí que era la última. Lali ya no hablaba, solo respiraba. Pasé la noche rezando.

Le dije a Dios que no podía hacer ya nada más, que era yo sola contra un grupo más numeroso de personas que vetaban la presencia de un sacerdote, que no podía luchar más, que había fallado, que no había sabido hacerlo mejor, qué sólo Él podía obrar el milagro.

Recé un rosario tras otro, pedí continuamente la protección del manto azul de María para que la protegiera de cualquier influencia externa que le impidiera llegar al cielo… y no paré de hacerle la señal de la cruz en la frente.

Por la mañana me fui, desanimada, triste, sabiendo que ya no podía hacer nada más, que se iba a morir sin haberse confesado, pero con la confianza de que la misericordia de Dios era grande y que Él iba a contemplar la capacidad de ofrecer amor que había demostrado en su vida.

Al cabo de unas horas me llamaron sus amigos. ¡Lali había pasado la mañana cogiéndoles la mano y guiándoles para que le hicieran la señal de la cruz en la frente! Aunque eran contrarios a la presencia de un sacerdote, habían interpretado que con ese gesto Lali pedía una confesión. ¡Alucinante!

Rápidamente fui con un sacerdote amigo al hospital. Al llegar, el sacerdote hizo salir a todo el mundo. Yo también hice el amago de salir, pero él me invitó a estar, a pesar de que era una confesión. “Te mereces vivirlo”, me dijo. Al entrar le dije: “Lali, ponte guapa que vengo con una persona especial, vengo con el sacerdote del que hablamos para que te puedas confesar”.

No sé de dónde sacó las fuerzas para sentarse, abrió los ojos como platos, consiguió sacar una sonrisa de oreja a oreja de su cara. Fue impresionante. ¡Estaba tan débil!

El sacerdote le preguntó “Lali, ¿sabes que Dios te ama?”. “¡Me ama tanto!”, contestó.  “¿Amas tú a Dios?”. “Lo amo con locura”, contestó con un hilo de voz. “Te arrepientes de tus errores?”. Lali ya sin voz asintió. “Dios te ha perdonado de todo, ahora puedes descansar”. Lali cerró los ojos, cayó sobre la almohada y entró en coma. Al cabo de un par de horas murió.

Abrazar el sufrimiento y tener paz

Las 3 grandes pruebas de Ángel y Leonor

Una sobrecogedora historia sobre cómo afrontar la Vida

“Lo peor en la vida no es morirse. Lo peor en la vida es no tener al Señor. Eso es el horror”. Así le respondió Leonor Pascual al periodista Jesús García cuando él le preguntó qué sentía ante su propia muerte. Su testimonio y el de su marido, Ángel Vázquez, sobre las grandes pruebas que afrontaron a lo largo de su vida, quedaron reflejados en un más que imprescindible libro (ÁngelLeonor) y un ineludible documental (ÁngelLeonor. La Vida es más fuerte que la muerte, de la productora Gospa Arts).

La postura del matrimonio ante sus tres grandes retos vitales merece la pena ser conocida si uno quiere entender cuál es esa certeza de la que hablan las personas con una fe profunda y verdadera.

Al año de casarse, Ángel y Leonor tuvieron a su primera hija, Clara. En el siguiente embarazo esperaban una niña que murió en la semana 25. Después de esa pérdida, Leonor se quedó de nuevo embarazada, pero ya en una de las ecografías les dijeron que el bebé tenía una malformación prematura. A los seis meses de gestación, el bebé nació para morir. Al poco tiempo volvieron a perder a otra criatura en el siguiente embarazo, esta vez con casi cinco meses. Y a esa pérdida le siguieron dos abortos más.

“Después de todo esto, fui haciendo un camino de entender bien la maternidad, de que no depende de tener muchos hijos o no, de entender que los hijos que había perdido, los tenía para siempre en el Cielo. Algo que no es evidente, porque los he perdido, no los tengo. Pero me ha servido de mucho para entender qué es la vida eterna, que los tengo en el Cielo, y sé que cuando me muera, los voy a ver”, contaba Leonor.

Sin esperarlo, se quedó embaraza de su hija Marta, a quien vieron desde el principio como un regalo, y esta vez sí pudieron ver nacer y crecer a una niña sana.

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Ángel recordaba la alegría que tenían cuando notaban las pataditas de Marta en la tripa de su mamá. Recuerdan que en esos momentos pensaban: “Mañana Dios dirá, ya iremos viendo, pero hoy está aquí”. Haber perdido tantos niños les hizo entender, como contaba Ángel, que “no puedes perderte las cosas de la vida”.

Y es que, tal y como él mismo recordaba, hubo momentos muy duros: “Recuerdo estar en la cama y decirme Leo: “Mira Ángel, se mueve”, y yo…estar cansado y decir: “Bueno sí… mañana…”. Y nos ha pasado que no hubo mañana. Al día siguiente ya no estaba”.

Después de aquel proceso, Ángel y Leonor disfrutaban de sus dos hijas, pero aún les quedaban por atravesar algunos capítulos inesperados. Las dificultades en su matrimonio representaron la siguiente prueba complicada. Con una sinceridad asombrosa, confesaron que en ciertos momentos llegaron a pensar: “Esto es imposible”.

Pero el propio Ángel explicaba cómo fue el itinerario para salir juntos y más unidos aún de ese momento en el que la mayor parte de las parejas deciden romper su vínculo matrimonial.

“El punto es darte cuenta de que querer al otro, la certeza del bien que el otro es para ti, es fundamentalmente un juicio, basado en algo que tú ves nítidamente como una verdad en tu vida. Esto está unido al sentimiento, pero no es sólo sentimiento, igual que muchas otras cosas en la vida. Eso te permite, en momentos en los que el sentimiento no acompaña, ser roca y seguir firme. Y evidentemente está acompañado por el sentimiento, porque las cosas que son verdad en la vida, el sentimiento luego las acompaña”, exponía.

Y cuando, tras un proceso lleno de esfuerzo y tesón el matrimonio rebrotó, apareció en sus vidas una nueva prueba vital.

Una noche Leonor tosió, y expulsó sangre. Al cabo de unos días, los médicos utilizaron tan solo seis letras para describir aquel invitado inesperado que se acababa de instalar en sus vidas: cáncer.

“Me acuerdo que le dije al Señor: “No sé qué va a ser de mí, pero te pido que sea lo que sea, no me aparte de Ti, que estés siempre conmigo”, recordaba ella de aquellos primeros momentos.

En diciembre de 2011 le dieron cinco sesiones de quimioterapia y radioterapia en el pulmón, y el tumor se redujo. En abril de 2012 pudo, después de última sesión de quimioterapia, empezar un proceso de recuperación que le hizo finalmente volver a su trabajo como profesora.

Pero en la revisión de enero de 2013 descubrieron que tenía metástasis y que en el nervio óptico derecho tenía un tumor, lo que hizo que perdiera la visión de ese ojo. “De repente tienes que afrontar otra cosa y es que te pones delante de la muerte”, recordaba.

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Y llegaron las dudas a su vida: “Recuerdo oscuridad, un momento de oscuridad gordo, de no entender nada. Levantarme todos los días llorando, diciendo: “No entiendo nada, Señor. No veo dónde estás. Esto se me hace horrible”.

Sin embargo, de nuevo todo cambió. “El Señor, a través de cosas que van sucediendo, de cosas que te va haciendo entender, te va dando paz”, describía Leonor.

Ángel también explicaba cómo llegaron a abrazar aquel sufrimiento: “La vida se hace de muchas pequeñas cosas y cada una de ellas tienen un valor infinito, y abrazar el sufrimiento es algo que tienes la certeza que tiene un valor enorme. Abrazas el sufrimiento y te fías, como un hijo que se fía de su padre, y ha sido la experiencia del ciento por uno, en todo”.

Leonor respondía así cuando le preguntaban qué sentía al verse cara a cara con la muerte: Lo peor en la vida no es morirse. Lo peor en la vida es no tener al Señor. Eso es el horror. Porque te mueres, pero te vas a algo mejor. Y morirnos, tenemos que morirnos todos. Este límite lo tenemos que pasar todos. Lo bueno es eso, que el Señor no se ha quedado ahí. Que estamos hechos no para la muerte, sino para la vida eterna”.

“El Señor sabrá para qué me ha hecho a mí en la vida. ¿Que a mí me pide afrontar el límite de la muerte? Pues lo tendré que afrontar. El mismo miedo voy a tener antes o después”.

El 18 de septiembre de 2014, Ángel escribió en Facebook:

“Leo acaba de entregar su alma al Señor, que la espera desde siempre y para siempre, para su plenitud. Se la hemos entregado disponibles y alegres en el dolor”.

Ángel resumió delicada y perfectamente en la misa funeral por su esposa lo que habían vivido: “Tanto para Leonor como para los que la queremos, la alegría y la paz en el dolor de su enfermedad y de su muerte ha estado justo en la evidencia, la experiencia y la certeza del amor de Dios desde siempre, y para siempre, gratuito, infinito e incondicional… por Leonor, cada uno.

Como decía Leo de forma sencilla: “Dios te quiere y sabes que hay un designio bueno sobre tu vida”.

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Eligió implicarse en el dolor de sus pacientes

y este es el resultado

Alguna vez desesperación, muchas un acercamiento a Dios y siempre humanización

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Ángel es especialista en Oncología Médica y su consulta es un libro de experiencias intensas al final de la vida. Con ciencia y con conciencia médica trata de aliviar el sufrimiento de sus pacientes.

Entre el realismo y la esperanza, confía en que la profesionalidad y la misericordia ayudan a que el misterio del dolor humanice, y en algunos casos “termina acercando a Dios”.

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Ángel Jiménez Lacave nació en 1946. Su labor profesional como médico oncólogo e investigador así como la docente la ha realizado, en su mayor parte, en el Hospital Central de Asturias.

Reside en Asturias (España). Durante su vida profesional ha visto muchos trenes saliendo del túnel.

Con su capacitación científica y médica y un interés especial por la filosofía y la antropología, cultivada desde la adolescencia, pasa consulta a su experiencia en voz alta:ciencia, humanismo, atención al final de la vida, muerte, fe, compañía, dolor, sufrimiento…

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El doctor Jiménez Lacave fue agnóstico en los años 60 y 70; más tarde tuvo una conversión y conoció el Opus Dei.
Ángel ha ido y ha vuelto.

Las preguntas, las dudas y las certezas estaban ahí desde que el uso de razón manifestó sus inquietudes. Decidió estudiar Medicina “como el mejor camino para acercarme al del hombre y de la enfermedad y así poder participar en el proceso de curación”.

El hombre, a fondo

Y desde aquellos años de facultad, muchas personas con enfermedades han confirmado que su vocación de curar era un acierto.

Al final, entre el médico y sus pacientes hay simbiosis de experiencias, descubrimientos, maneras de entender el mundo, la enfermedad…

A él le ha servido descubrir “la dimensión ontológica del hombre y la dimensión metafísica del mundo. Con una idea más profunda de lo que es el hombre puedes entender mejor a la persona enferma. Eso fortalece la relación médico-paciente al haber aprendido a ponerte en su lugar. El hecho de que el paciente se sienta comprendido mejora enormemente la relación médica”.

Porque la Medicina es ciencia, pero no sólo química.

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Él es partidario de una relación médico-paciente que supone implicarse en el sufrimiento, una actitud que pasa factura personal.

Cada paciente, cada día y cada circunstancia tienen su afán. Para todos, Ángel ha tratado de vivir la máxima de San Pablo: “reír con los que ríen, y llorar con los que lloran. Una frase emotiva y humana. Pienso que hay que saber escuchar al enfermo y ponerse en su lugar. Erigir una barrera para no involucrarse no es apropiado, aunque sea una actitud defensiva facilitada para la cultura actual”.

Él es partidario de una relación médico-paciente que suponeimplicarse en el sufrimiento, una actitud que pasa factura personal, “aunque sabemos que la Medicina, al no ser una ciencia exacta, no se evalúa legalmente por los resultados, sino por la intención, los fines y los medios”.

Dignidad universal

A Ángel le ha servido su propia biografía para descubrir que “una cosmovisión materialista suele conllevar un concepto de dignidad circunstancial. Los que ven así las cosas piensan que cuanto peor es la calidad de vida, menos merece la pena vivir. En ese modo de entender el mundo la dignidad depende de las circunstancias y esas circunstancias influyen en la dignidad del enfermo y la muerte es una liberación”.

La cosmovisión cristiana tiene el concepto de dignidad ontológica: es decir, que todos los hombres tienen la misma dignidad independientemente de su raza, su sexo, su religión, su minusvalía, su enfermedad, etc. Es la base de los derechos humanos. Ninguna circunstancia justifica eliminarlo. Eso sería la “política del descarte” de la que habla el papa Francisco”.

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“La cosmovisión cristiana tiene el concepto de dignidad ontológica: es decir, que todos los hombres tienen la misma dignidad independientemente de su raza, su sexo, su religión, su minusvalía, su enfermedad, etc.”

A pesar de su preparación y su contacto directo con personas que sufren, Ángel ve un sentido trascendental del dolor, con su alta dosis de misterio.

A él le ayudó empezar a entender el sentido del sufrimiento un texto que, allá por los años 80, le regaló una paciente: la carta apostólica Salvifici doloris, de san Juan Pablo II. “Nadie da de lo que no tiene. Karol Wojtyla fue sometido desde niño al sufrimiento, y el dolor le acompañó hasta su muerte. Por eso pudo escribir esta carta”.

Ciencia, humanismo y trascendencia

A Ángel le sirve integrar en consulta la competencia profesional, la perfección en el trato humano y el sentido trascendente del acto médico, porque las tres facetas son importantes y las tres juntas ayudan a aliviar el sufrimiento de los pacientes.

De esta experiencia laboral, Ángel saca una conclusión general en el análisis del misterio del dolor: “En general, el sufrimiento humaniza”.

Y explica: “He vivido casos en los que, tras una desgracia, las personas han cambiado su sistema de valores: ya no les llena tanto lo que parecía estructural y sólo era superficial. Cuanto mayor es el sufrimiento, más te acerca al acantilado de las grandes preguntas, también a las que hacen referencia a la trascendencia del hombre”.

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La clave está en integrar en consulta la competencia profesional, la perfección en el trato humano y el sentido trascendente del acto médico.

Con respecto a la apertura a la fe de las personas que sufren, Ángel constata que “cada persona es un mundo”.

Lo que sí ha experimentado es que “a través de la misma labor profesional, la dedicación, y la buena atención, los pacientes llegan a palpar que algo real sustenta tu comportamiento, porque se sienten valorados y apreciados, y ese gesto les llega hasta el fondo del corazón. Por eso, en el fondo, a veces muy en el fondo, me atrevería a decir que el sufrimiento termina acercando a Dios”.

Y con una alta dosis de realismo, añade: “Hay que contemplar también que hay casos en que el sufrimiento lleva a la desesperación, a la pregunta frustrante sin respuesta de por qué me pasa esto a mí, a la rebelión más brutal. Ante estas actitudes el silencio respetuoso es, al menos de inmediato, la respuesta más adecuada”.

Artículo originalmente publicado por Opus Dei

Venció el cáncer y ahora lleva alegría a quienes lo padecen

La “Dra. Delicia”, la historia de una mujer a la que estar al servicio de los demás la mantiene viva

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No había red. Sin embargo, el balón saltaba de cama en cama. Se trataba de un singular partido de voleyball.  Mary, sólo miraba y Regina con ayuda de “Santa” salvaban el balón. En medio de la habitación, la “Dra. Delicia”, resguardaba la cancha, le tocaba recepcionar. Cecilia no podía más de la risa.

Las risas iban y venían, pero el rostro de Mary nunca cambió. Hace unas horas le habían amputado los dedos del pie derecho, por una neoplasia que padece. “Hace un año que estoy alimentándome bien” la “Dra. Delicia” confiesa para Aleteia: “Cada vez que llego para darles alegría son ellos quienes me la dan a mí”. Me voy recargada siempre del hospital”.

Y es que el dermatofibroma, que le diagnosticaron en la pierna izquierda, sólo le dejó marcas en el cuerpo, más no en el alma. Ella luce vital. Una vez por semana, esta nutricionista de profesión, le cambia la vida a los pacientes del Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas (INEN),pero lo que muchos no saben es que esa alegría le permite a ella seguir viviendo.

Antes de recibir la visita de los médicos, Delia Lizama Del Río (“Dra. Delicia”) y Santa Abanto, Quiroga ambas voluntarias del Clown hospitalario, visitan desde hace un año a los más de 50 pacientes que se encuentran internos en el INEN, entidad estatal que asiste en Perú a quienes padecen de cáncer.

De pronto sus pies comenzaron a despertar a quienes sin ganas se sentían cansados. Al son del huayno típico de la sierra, esta guerrera vencedora del cáncer, (observé) logró recobrar, en su público del hospital, por esos instantes, aquello que a veces solemos perder: la alegría.

¿Se pude dar alegría cuando se ha perdido al padre luego de haber sido diagnosticado con cáncer a la próstata? Su hermano murió al padecer de un Linfoma de Hodgkin a los 31 años. Y con todo esto, la sonrisa no deja de dibujarse en sus labios.

¿Qué es lo que guarda el corazón de esta mujer? A sus 53 años “Dra. Delicia”, nombre artístico que escogió para hacer reír a su inusual público, vive recargada de alegría.  Lleva alegría, porque en los tiempos que empezaba a agotarse, sus familiares atrapados con el cáncer, no pudieron gozar de ella. “Doy todo lo que puedo, siempre busco dar. La alegría es un motor para mí. Estar en servicio siempre me mantiene viva y es que logré elevar mis linfocitos y fortalecer mi sistema de defensa. Este es el secreto, pero no le cuentes a nadie”, expresó entre risas.

“He decidido no dejarme vencer por el cáncer. Espero que el tiempo libre, que muchas personas tienen, lo puedan ofrecer al servicio de aquellos que, por ejemplo, necesitan alegría. El solo hecho de dar nos engrandece”, concluyo la “Dra. Delicia”.