¿Cómo querer a un padre por el que no te sentiste querido?

El cuarto mandamiento hecho vida: nunca es tarde para el perdón

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Asistíamos al entierro de mi abuelo, que había muerto a avanzada edad. En esas largas horas de vigilia, mi padre,  a sus casi sesenta años, con serena tristeza conversa conmigo en esa intimidad que dispone abrir el corazón entre seres cercanos: me hablo del abuelo, de cosas que de una forma u otra, yo sabía, pero que consideró oportuno decantar con caridad.

Lo hizo con esa sencillez revestida de naturalidad con que se ha relacionado siempre con nosotros. Una naturalidad y una sencillez, por las que solo de adultos pudimos aquilatar su espíritu de sacrificio y abnegación, muchas veces heroico para sacar adelante a la familia.

Su mirada se posaba con tristeza y cariño en el ataúd, cuando me conto con voz baja su historia:

En mi niñez,  juventud y buena parte de mi vida adulta, a mi padre nunca lo conocí lo suficiente ni le tuve confianza. Era un hombre duro que no manifestaba cariño ni a sus hijos ni a mi madre. Cuando muy joven salí de mi casa, durante años, evadí su trato, pues me remitía a resentimientos que deseaba verdaderamente superar, ya que lo recordaba más que nada por el temor que me inspiraba su carácter irascible y a su tiránica  autoridad, por la que me exigió siempre una obediencia forzada como la de un esclavo,  y no la obediencia libre que nace del amor de hijo, un amor del que no se ocupaba. Una relación de la que quedaron daños que me llevo muchos años superar, y en los que tuve la fortuna de encontrar en mi vida personas que me ayudaron muchísimo, sobre todo a tu madre.

Finalmente me decidí a perdonarlo, como un importante escalón en mi superación espiritual y psicológica, sabía que no sería fácil, pero el querer crea la posibilidad.

Con esta actitud, me sorprendí recordando vivencias a través de los cuales pude ver los rasgos de bondad que existían en él, pero que fue incapaz de proyectar,  o que  quizá lo intento a su manera. Eso me animo aún más. Luego encontré mucha paz cuando me di cuenta de que honrar es una forma de amar, es decir,  cumpliendo el cuarto mandamiento; esforzándome en llevar una vida digna con obras que darían gusto  y satisfacción a cualquier padre, vida y obras que ofrecía por él.

Las oportunidades se fueron presentando aún más cuando  pasaron los años, murió mi madre, envejeció, se volvió achacoso y habiendo cambiado poco, parecía que iba a ser un caso de genio y figura hasta la sepultura, pero no fue así. Fue cuando lo recogí en casa, pues no tenía mucha autonomía y me necesitaba…  aceptó refunfuñando.

Viviendo con nosotros, por las tardes, con cierta frecuencia y sin que nadie más nos acompañara lo llevaba a tomar nieve, a caminar a paso lento por jardines o a comer de bocadillos que le gustaban, hablábamos de cosas ordinarias sin ninguna referencia a nuestra complicada relación en la más sencilla convivencia, no hacía falta más y lo era todo al mismo tiempo. Alguna vez se encontró con uno de sus amigos y  mi me presento sin disimular su orgullo.

En un entorno de amor tu abuelo fue cambiando poco a poco y es la parte de la historia que te toco vivir, donde lo recordaras como abuelo noble y bondadoso, lo que hizo una importante aportación a la familia. Se podría decir que sereeducó,  pues pago el amor con amor, y me consta que se esforzó  creciendo mucho ante mis ojos, sanando mis viejas heridas. Llego el momento en quesin dársele fácil, con voz quebrada y frases cortas, me conto de su vida, de la dureza en que él había crecido, de cómo había repetido comportamientos erróneos y lo arrepentido que estaba. Comprendí  que esa era su forma de pedir perdón, poco tiempo después ha muerto.

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Mi padre guarda silencio mientras recorre con su vista el ataúd  para luego fijarla en el crucifijo que está en la cabecera y se recoge en oración.

Mi padre fue capaz dar lo que no había recibido.  

Extiendo mis brazos sobre sus hombros, mientras acuden a mi memoria recuerdos de su tolerancia cuando sus hijos dramatizábamos y representábamos el  papel de incomprendidos,  sin imaginarnos que a la hora de corresponder, nunca podríamos pagar lo que le debíamos sino con veneración, de cariño agradecido, filial.  Cuanto amor le debemos, y el amor solo con amor se paga.

Cuando los hijos son mayores más urge la obligación de su amor, pues al tener más desarrollada y clara la  inteligencia y al estar menos obligados a obedecer; el amor, las delicadezas, las atenciones, deben crecer y son más necesarios. Cuando un hijo no quiere hacerlo porque con razonadas sinrazones  piensa que no debe nada a sus padres, debe acordarse de que  nada más y nada menos,  les debe  el ser de su existencia.

Más que nunca me propongo honrarlo.

El “don” de ser ancianos y frágiles

Una reflexión sobre el valor de la vejez y la enfermedad, a partir de la experiencia de mi papá con Parkinson

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“Te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, oré haciendo tres veces el signo de la cruz sobre la frente de papá, la penúltima noche. Él me miró desde su cama, con los ojos bien abiertos. Me acordé de mis hijos cuando, antes de dormirse, estaban listos para la oración y para un beso de buenas noches.

“Es como un niño”, dijo después mi madre al referirse a mi frágil padre de 86 años enfermo de Parkinson. “Ha vuelto a ser completamente un niño”, repitió con una mezcla de sorpresa y tristeza.

Sabíamos todos que este día estaba llegando. Pero a pesar de saberlo, fue conmovedor ver a un hombre tan fuerte, robusto y físicamente atlético caer en la total impotencia y debilidad.

Mi mente voló a uno de los momentos más dulces que haya vivido nunca con mi padre, durante el semestre en que asistió a mi curso sobre “Principios de bioética” en la Universidad de Nuestra Señora de la Santa Cruz, hace casi una década. Orgulloso como un pavo del hecho que yo estuviera enseñando en la universidad, estaba feliz de asistir a mi curso y mis estudiantes lo amaban.Leyó diligentemente y subrayó el libro de texto dejándolo sobre la mesa junto al sofá en la sala, para poderlo mostrar a quien lo fuera a visitar a la casa. La enfermedad de Parkinson estaba empezando a afianzarse en esa época y, por suerte, los fuertes temblores estaban muy controlados por los fármacos que tomaba.

Un martes pasé a recogerlo por la mañana temprano para ir a la clase, como hice todo el semestre. Habíamos cruzado el Greater New Orleans Bridge hasta la orilla oeste del Mississippi, donde está la pequeña universidad católica. Recogimos algunas naranjas maduras que estaban en el árbol junto al estacionamiento, para luego entrar al edificio escolar por la puerta de atrás. Después de subir un piso con el elevador, atravesamos el pasillo de azulejos blancos que conducía al salón donde nos esperaban treinta estudiantes.

Casi a mitad de la calle las piernas de mi papá se petrificaron y él, con una mirada asustada, les ordenó que siguieran adelante, con el pensamiento. Nada que hacer. En pocos segundos se derrumbó en un gran llanto a causa de la pérdida de control sobre su cuerpo. “Ánimo, papá”, le dije tomándolo por el brazo para ayudarlo a seguir adelante. “Tú puedes”. Llegamos tarde a la clase, y mientras él intentaba poner buena cara al mal tiempo, estaba sacudido al darse cuenta de su condición degenerativa. Esas fueron las primeras manifestaciones de una enfermedad que al final le habrían vuelto casi imposible caminar o hablar.

Al mirar fijamente el frágil y debilitado cuerpo de mi papá, reflexioné sobre el misterio de la pérdida de la fuerza y capacidades de nuestra vida – tal como la conocemos – para prepararnos a la vida eterna. Existe una inmensa gracia en el dejar de depender de nosotros mismos, y aprender a depender completamente de Dios y los demás. La última etapa de una larga vida está generalmente caracterizada por una profunda vulnerabilidad, un despojarse de las propias corazas, máscaras y mecanismos de defensa. Es una etapa sagrada donde volvemos a ser lavados, alimentados, acompañados y limpiados por los demás. Teniendo la posibilidad de recuperar – a pesar de la piel marchita – un corazón de niños.

La mayor parte de nosotros necesita una vida entera para alcanzar el lugar en que la naturaleza ofrece como un don – la impotencia – lo que hemos, a menudo, temido perder más, contra lo que hemos combatido más duramente y que hemos buscado rechazar incansablemente con cada instrumento a nuestra disposición. Al final, la impotencia es una gracia que nos invita a rendirnos, nos enseña simplemente a abrir nuestras manos para recibir de Dios y de los demás. La impotencia es el beso del cielo, un beso que nos invita a la confianza, un beso que nos invita a casa al lugar donde hemos finalmente entendido que somos infinitamente amados por un Dios que nos ve como lo que hemos sido creados para ser: pequeños niños.

“Buenas noches, papá. Te quiero”, le dije en voz baja arrodillándome para besar su rostro infantil. “Todo está bien. Quédate en paz”.

Hay una España que se muere en soledad

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El elevado número de personas mayores y la baja tasa de natalidad provocan que España sea un país sin relevo generacional.

El año pasado la Federación de Amigos de los Mayores publicaba un dato: un millón y medio de ancianos viven solos en España. Con 8 millones de mayores de 65 años, estamos hablando del 18,75% de los ancianos que residen en nuestro país.

España envejece y este problema irá en aumento. Y digo “problema” porque por mucho que algunos nos quieran vender la idea de lo guay que es optar por el estilo de vida “single” (como ahora lo llaman), en la recta final de la vida tiene que ser muy duro no tener a nadie que te acompañe, que te cuide día a día, que te ayude y con quien hablar.

He tenido la oportunidad de ver en un hospital los efectos de la soledad en una persona mayor. Tristeza, depresión, aburrimiento cuanto menos… Los días se vuelven muy largos y las sonrisas muy escasas.

Entre las enfermeras hay auténticos ángeles capaces de arrancar sonrisas incluso al anciano más triste, pero las enfermeras no pueden estar ahí todo el rato. Alguno pensará: “el Estado debería cubrir esa necesidad”. El caso es que el Estado no puede suplir la ausencia de hijos, nietos y sobrinos. Por supuesto, unos los tienen y otros no.

Yo vivo en el seno de una familia donde nuestros enfermos no sólo suelen estar bien acompañados, sino que incluso acabamos dando compañía a los compañeros de habitación que no la tienen. Tendríais que ver cómo poco a poco se animan a charlar con uno, se van sacudiendo las telarañas de la depresión y acaban reflejando en su rostro esa pizca de alegría que les faltaba la primera vez que los vimos.

Nuestra sociedad ha asumido poco a poco la idea de que los niños son una carga, un gasto, un engorro e incluso un obstáculo que nos impide alcanzar una vida más cómoda y placentera. Yo veo a aquellos de mis amigos que tienen hijos y no me encuentro con nada de eso. Obviamente, tener hijos implica una gran responsabilidad, un montón de esfuerzos y de sacrificios, pero también tiene muchas contraprestaciones.

Hoy en día da gusto escuchar llantos de los bebés

Un niño pequeño llena por completo de vida una casa. Hace poco unos vecinos con niños pequeños nos preguntaban si molestaban los llantos de los bebés, y lo tuve claro: hoy en día da gusto escuchar llantos de los bebés, sobre todo en un edificio lleno de personas mayores. Algunas no tienen más que la compañía de un pequeño perrito, y los perritos tienen una vida mucho más corta que las personas. ¿Qué queda después?

Se me hace chocante tener que decirlo, pero cada vez es más frecuente la necesidad de recordar cosas obvias. No visitar a tus mayores, ni siquiera cuando enferman, es algo que debería dar mucha vergüenza. Por supuesto, cada familia es un mundo y a veces por cualquier motivo, los lazos familiares se rompen durante años. Pero ¿cómo puede ser que no nos acordemos de quienes nos dieron la vida, de quienes asumieron tantos sacrificios para criarnos y educarnos? Y esto se le puede reprochar a los hijos de quienes los tienen, claro.

Una sociedad con cada vez más ancianos y menos niños es una sociedad condenada a la soledad

Una sociedad con cada vez más ancianos y menos niños es una sociedad condenada a la soledad, a la tristeza, al abandono y a la depresión. Y lo más dramático es que nuestros políticos no sólo no reconocen este problema, sino que siguen empeñados en engordarlo, apoyando legislaciones que financian con nuestros impuestos la eliminación de niños por nacer, y al mismo tiempo dejan solas y sin ninguna ayuda a las mujeres embarazadas que no quieren deshacerse de los suyos. Es de locos.

Cada mujer que decide traer una nueva vida al mundo debería contar con el apoyo y el abrigo de toda la sociedad, y no con presiones políticas, sociales y legales para que se deshaga de la vida que crece en su vientre.

Además de lo ética y moralmente reprobable que es acabar con la vida de un ser humano inocente e indefenso, el aborto es también la expresión del suicidio social al que se está abocando nuestro pueblo.

Una sociedad que mata a sus hijos es una sociedad que se pone una soga al cuello

Una sociedad que mata a sus hijos es una sociedad que se pone una soga al cuello. Sin niños,sin un relevo generacional, una sociedad se ve desprovista del capital humano necesario para renovarse y para sostener, acompañar y cuidar a quienes afrontan la recta final de sus vidas.

Lo realmente grotesco, y lo que más pesar debe causar en quienes lo hacen, es haber tenido un hijo -porque el embarazo es ya tener un hijo- y haberte deshecho de él por comodidad, por egoísmo, por presiones o por cualquier otro motivo. ¿Cuántos abrazos, cuántas sonrisas, cuántos gestos de cariño y cuántas compañías se han liquidado en España con esta lacra que algunos catalogan -en el colmo de la insensatez y de la sinrazón- como un “derecho”?