El precio de nuestra intimidad

Pocos cuidan la intimidad de su ser, con sus heridas y alegrías. Hay una exposición del yo que olvida lo hermosa que es cada persona y el respeto que merece

«Estamos llegando al fin de una civilización, sin tiempo para reflexionar, en la que se ha impuesto una especie de impudor que nos ha llegado a convencer de que la privacidad no existe». (José Saramago)

Hace unas décadas, la intimidad presentaba una importancia nítida que defendía con barreras infranqueables el espacio del alma solo dedicado a los más cercanos y de confianza.

Si preguntamos a nuestros abuelos, nos dirían que ciertas cosas referentes a los problemas o situaciones familiares, personales, de salud, de economía, situaciones difíciles, apenas se dejaban entrever o airear entre gente ajena al círculo de amistad.

Poco a poco y sin apenas darnos cuenta, hemos cesado de proteger esos espacios para exponerlos a golpes de “likes”, “me gusta”, exclusivas, reality show. Hoy en día, es algo totalmente normal “lavar los trapos sucios” fuera de casa, el espacio público donde los demás, bien sean conocidos, oyentes o seguidores, puedan opinar, comentar, criticar y juzgar.

MAŁŻEŃSTWO Z INTERNETU
¿Estoy buscando reconocimiento en los likes?

Andrey_Popov | Shutterstock

Me parece totalmente paradójico que el mundo busque continuamente el individualismo y el cuidado de sí mismo por encima de todo, pero pocos cuidan la intimidad de su ser, con sus heridas y alegrías.

Una habitación propia

Últimamente, varias personas me han sorprendido con una misma reflexión sobre las familias numerosas: ahora tus hijos son pequeños y pueden compartir habitación. Pero llegará un día en que quieran su propio espacio y no es justo que no les permitas tener su propia intimidad. Estas personas se refieren a esa zona privada, la habitación, donde existe un límite con el exterior, donde tenemos nuestro territorio que nadie puede invadir. Sinceramente, me deja perpleja esa necesidad de reserva en espacios habitables cuando muchos de nuestros jóvenes no son capaces de poner un límite a lo que publican en las redes sociales. Y no me refiero solo a aspectos de su vida privada, que puede resultar peligroso en caso de personas delictivas, sino a aquellos aspectos en los que es verdaderamente importante que no nos dejemos invadir por personas ajenas.

Quizás, el mayor enemigo actual de la intimidad sea la despersonalización de la sociedad. Pues el respeto a la intimidad necesita de una verificación del otro como un ser precioso y con una dignidad humana. Algo que está muy lejos de la cosificación actual a la que está sometido el ser humano.

La venta de la intimidad está haciendo que proliferen una serie de afecciones que, por desgracia, son cada vez más frecuentes en la sociedad:

Ansiedad o depresión por no haber sabido trazar una línea clara entre nuestra vida pública y privada. Sensación de frustración o preocupación.

Hostilidad o agresividad hacia los que nos rodean. Fatiga y estado de alerta constante.

Reivindicación cada vez mayor de derechos inexistentes (que son más bien deseos) y de espacios físicos virtuales donde recrear nuestro individualismo.

Resignación y negatividad.

La mirada verdadera

Ante todo esto, en primer lugar, se necesita algo de sentido común. Respecto a las redes sociales, es necesario pensar al menos un par de segundos en lo que vamos a publicar antes de lanzarte. Pensemos por un momento a quién y con qué fin vamos a contar nuestras intimidades antes de confiarnos. Nuestra intimidad vale mucho, pensémoslo detenidamente.

El menospreciar nuestra intimidad puede hacer que la desesperación se haga dueña de nuestra alma hasta vernos inmersos en un desencadenamiento de inexplicables aberraciones. Pues si vendemos nuestra intimidad, destruimos nuestro quién y demolemos nuestro yo.

Es muy necesario tener una mirada verdadera sobre el valor de nuestro yo. Porque sólo una mirada así es capaz de obligarnos a distinguir más allá de nuestras acciones, admitiendo una vinculación profunda entre nuestra realidad y el autor de la vida, Dios.

No hay nada mejor que cuidar nuestra alma para poder encontrar un sentido pleno a nuestra vida.

Mujer hermosa en lugar de sexy

Una mujer hermosa es una mujer que posee una belleza que se hace cada vez más definida en el trato, en la conversación y en la mirada. Su hermosura está en la forma en que camina, en su forma de hablar y se presentarse. Está en la manera en que brilla desde dentro hacia afuera. Es su alma y su chispa la que la hace hermosa. Puede ser la mujer que no notas al principio, que no siempre sobresale. No se le pone el adjetivo de “sexy”, adjetivo que se usa frívolamente.

Hay cosas que hacen que la mujer sea hermosa en lugar de sexy, como que se sabe dar a respetar, que usa un lenguaje elegante, no bajo o soez. No hay mujer más bella que la que tiene un gran corazón, no hay mujer más admirable que la que tiene dignidad; no hay mujer más elegante que la que es una dama. La mujer sabia se conoce y trata de conocer a los demás. Una mujer es feliz si se sabe valorar y valora a los que la rodean.

Su vestido es no es un mero tener extrínseco, sino una manera de completar su propia humanidad. Ve la moda como una síntesis de cuerpo y espíritu; de intimidad y exterioridad. Entendida así, convierte la apariencia y la fantasía en medios de manifestación de su espíritu, de manifestar lo bello. La moda y las preferencias de cada quien son particulares, porque el gusto es una idea indeterminada que cobra significado sólo en la exposición individual de cada sujeto.

Hay una percepción de que yo soy yo, y de que sólo yo soy yo. Pero también hay la percepción de un tú posible, de una compañía adecuada. Mi cuerpo tiene la capacidad de expresar compañía. La principal palabra humana no es el cuerpo. Si una muchacha engancha por sus piernas, allí se va a quedar el novio. Allí la persona no es percibida. Luego saldrá el ser real.

El poeta Ramón López Velarde escribió:

Suave Patria: tú vales por el río /

de las virtudes de tu mujerío.

Eso quiere decir, puesto en prosa, que México vale por las virtudes de sus mujeres. El famoso investigador norteamericano, Patrick Fagan, dice que la fortaleza de un país depende de cómo la ciudadanía use la sexualidad: Si hay familias fuertes y personas castas, esa sociedad es como ciudad amurallada, impenetrable ante los avances del enemigo.

Una mujer valiente es la que tiene convicciones y no lleva una doble vida. Una mujer que sabe dar y recibir, es equilibrada, y, por tanto, tiene más capacidad para hacer felices a los demás. El Papa Francisco dice que “la mujer da armonía y sentido al mundo” (Febrero 2017).

Se ha difundido la convicción —totalmente embustera— de que la pureza es enemiga del amor. La pureza es la condición indispensable para poder amar, para amar de verdad, para amar fielmente. Si uno no es dueño de sí mismo, ¿cómo puede entregarse a otro? Y si dos personas se aman ¿deben esperar?… Si él y ella están profundamente enamorados, ¿no es suficiente eso para enlazarlos para siempre? No. Enamorarse es la cosa más fácil del mundo. Permanecer enamorados, lo más difícil. Hay que proteger y cultivar, por tanto, el amor. El matrimonio supone amor pero es mucho más que el amor. Es mucho más que un contrato (que es intercambio de bienes y servicios), es una alianza (tú eres mío y yo soy tuya). Es una promesa de fidelidad, porque el matrimonio pide exclusividad y duración. Todo el mundo quiere un amor duradero.

La biografía real de una persona son sus valores. “Cada uno se transforma en lo que hace”. Si un hombre asesina, y no reconoce que hizo una mala acción, y sigue asesinando, se convierte en un asesino. Ser hijo de Dios no se alcanza por nacimiento, sino que se llega a ser progresivamente con la profundización en la fe, con la escucha prolongada de la palabra de Dios, con su interiorización.

Hermosura del cuerpo

Dios ha querido dotar al cuerpo de una hermosura incomparable. El cuerpo de una mujer hermosa es capaz de ejercer una presión difícilmente resistible sobre el varón. La defensa contra esa fuerza poderosa para la mujer, es el recato, la modestia y el pudor.

La mujer lujuriosa puede seducir de forma irresistible al varón pero, al menguarle su libertad, no diremos que lo ama sino que lo avasalla. El varón pierde entonces la capacidad de descubrir una mujer –un sujeto de amor- y se ve hechizado por un cuerpo –objeto de placer-. Ha cambiado a la persona por la cosa. Y la mujer impúdica, por su parte, jamás podrá estar segura de ser amada, puesto que el amor brota del libre consentimiento. El arma de la mujer se volvió contra ella misma para destrozarla (Ricardo Sada, Cinco minutos, febrero, p. 64).

Afortunadamente el hombre tiene ojos con dos párpados y, por tanto, en momentos críticos, puede decidir no mirar. Guardar la vista salva de muchas tentaciones. El cuerpo humano es hermoso pero mucha más hermosa es el alma, sobre todo si está en estado de gracia.

La verdadera civilización, ya lo dijo Baudelaire, está en “la disminución de las huellas del pecado original”. Para triunfar sobre las tentaciones necesitamos poner los medios y ejercitar la fe. El ser humano “no puede subsistir sin adorar algo” (Fedor Dostoieuski).

Dios nos promete una vida alegre, pero no cómoda. Todos debemos prepararnos para la gran cosecha que se aproxima. Vamos a necesitar una buena disposición para aceptar los regalos del Espíritu Santo, dones que nos sostendrán en los momentos difíciles.

Hay que desenmascarar esos sucedáneos del Cielo, donde ya no está Dios, estamos nosotros, entonces hay tristeza y aburrimiento. No podemos permitir que el tiempo que nos queda se nos escape. Somos amados por Dios sin medida, más de lo que podemos imaginar. El tiempo de pruebas y persecuciones ya llegó. El camino del Calvario no se puede evitar. Hemos de aceptar llenos de gratitud las pruebas y sufrimientos de este mundo. Hay que discernir y no vacilar en desear la santidad ante la gran purificación que está por venir.

“No avanzar en el camino hacia Dios es retroceder”, afirma San Gregorio Magno. Toda la vida cristiana se reduce en ser por la gracia lo que Jesús es por naturaleza: Hijo de Dios. Esta verdad ha de impregnar todo nuestro ser y actuar. Quien sirve al Señor ha de ser amable con todos y ha de corregir con dulzura (cfr. 2 Tim, 22-26).

Nuestro corazón está diseñado para amar, odiar lo que nos aleje de Dios. Dios nos recuerda continuamente que vale la pena ir adelante. La vida es “una mala noche en una mala posada”, como decía Santa Teresa de Jesús. Todo pasa. Nos espera una vida mejor. El que nos espera en la meta camina junto a nosotros. El primer interesado en que lleguemos junto a Él es Dios, pero “quien te creó sin ti, no te salvará sin ti, como recordaba San Agustín. Dios espera de nosotros esfuerzo y dedicación, y después de esta corta vida vivida en su presencia, nos llevará al Cielo donde seremos eternamente felices.

Podemos decirle al Señor: “Tú siempre estás conmigo y eso me alienta para afrontar cualquier dificultad, por ardua que parezca. Gracias por el gozo de padecer por Ti. Dejo mis aflicciones y mis proyectos en tus manos. Me apoyo en Ti. En Ti encuentro mi fortaleza, mi esperanza. ¡Vale la pena vivir de esperanza!”.

C.S. Lewis, escritor inglés, dice en su libro Los cuatro amores, que los amores humanos son realmente como Dios, pero sólo por semejanza, no por aproximación. Si se confunden estos términos, podemos dar a nuestros amores la adhesión incondicional que le debemos solamente a Dios. Entonces se convierten en dioses: entonces se convierten en demonios. Entonces ellos nos destruirán, porque los amores naturales que llegan a convertirse en dioses no siguen siendo amores. Continúan llamándose así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio. Lewis dice que resulta imposible amar a un ser humano simplemente demasiado. El desorden proviene de la falta de proporción entre ese amor natural y el Amor de Dios. Es la pequeñez de nuestro Amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que lo constituye desordenado. Hasta aquí, Lewis. Es decir; si absolutizamos a un ser humano, éste se convierte en nuestro dios, en “ídolo” y nosotros en idólatras.

El pudor perdido

mujeres-red_and_blue_dress_modern_lady_oilSi desnudarse fuera lo normal, la vergüenza sería antinatural, pero la vergüenza es un instinto de preservación de la intimidad, no un prejuicio adquirido.

La sociedad entera, antes tenía la percepción de que existía un límite. Ahora, la moda impone la falta de pudor. La novedad de nuestro actual contexto cultural es que nadie de avergüenza de llevar parte del cuerpo descubierto. La trasgresión ya no se considera la ruptura de un orden profundo, indispensable a nivel personal y social para conservar la propia fisonomía humana y evitar precipitarse en la animalidad. Al contrario, ahora se le ve como signo de intrepidez y rebeldía. Por otra parte, quien vive el pudor, es objeto de crítica e ironías.

Hay una secreta relación entre pudor y sexualidad ya que el pudor protege la intimidad del cuerpo. Hay que preguntarse si el pudor puede en verdad ser aniquilado.

“Una manifestación exagerada e indiscreta puede ocultar lo esencial. Lo advertimos cuando en determinadas circunstancias, un exceso de visibilidad acaba por hacer opaca a una persona o una situación” (Giuseppe Savagnone).

¿No sucede lo mismo con los sentimientos íntimos? Si se guardan en secreto o se confían a unos pocos, mantienen su significado. En cambio, revelados indiscretamente a cualquiera, se convierten en un objeto anónimo de curiosidad y de cotilleo.

Hay modos de exhibir la realidad humana que, en vez de revelar su sentido, acaban por banalizarla, y en consecuencia, por ocultar su verdad profunda. Sin misterio no hay revelación.

Justamente de esto nos defiende el pudor, porque es el temor a que, reducido a espectáculo, lo que hay de más íntimo y sagrado en nosotros se vuelva dramáticamente opaco, sea a los ojos de los demás o a los propios. En el pudor emerge la exigencia del ser humano de custodiar el misterio personal, contra las fuerzas que por todos lados tienden a vaciarlo.

El ser humano puede quedar desprotegido, a base de desproteger el pudor, en tres campos: el lenguaje, el vestido y la casa. A través de la palabra podemos dar a conocer nuestra intimidad al mejor amigo; a través del vestido cubrimos nuestra intimidad corporal de los ojos extraños. Cuando invitamos a una persona a nuestra casa, la invitamos de algún modo a nuestra intimidad.

Sólo esta capacidad de custodiarse hace posible el don de sí mismo. La pérdida del pudor lleva a ver a la persona como objeto.

Se ha hecho normal exhibir en la televisión vicisitudes personales, tragedias familiares o particularidades íntimas. No hay perversión, retorcimiento o vicio que no sea expuesto al público.

Cuando la moda desviste en vez de vestir, no es el cuerpo solamente un conjunto de células y tejidos orgánicos. En cada una de sus células y fibras, el cuerpo está empapado por el principio que lo hace humano.

La desnudez no es natural; en realidad, sólo los animales prescinden de vestidura, mientras que posiblemente no exista pueblo conocido, incluso en climas tropicales, que deje de cubrirse de algún modo. El cuerpo del varón y de la mujer es un misterio que pide ser custodiado y respetado. No hay mayor denigración de la mujer que reducirla a cuerpo.

El “impudor” se exhibe en la televisión, también en la morbosa presentación de escenas de violencia y sexo. Es el gran escaparate de la corporeidad desnudada y envilecida. Lo más terrible no es el intento que se ha llevado a cabo con varios programas, sino la reacción del público que se ha acostumbrado a ello. La imagen humana ha perdido toda referencia a su modelo; es decir, ya no parece imagen de Dios.

Esta imagen divina es la que, en definitiva, el pudor tiene como fin custodiar. Lejos de ser el último tabú de una mentalidad superada, el pudor es el signo indeleble de la altura, la amplitud y la profundidad que todo ser humano lleva consigo.