En el desvencijado Audi plateado de detrás, Iana Matei arranca el motor.
Iana, de 50 años, lleva cuatro horas preocupada porque la chica de 15 años que ella conoce sólo como Mihaela no ha aparecido. Los traficantes que habían forzado a la niña a ser una esclava del sexo durante los dos últimos años la han amenazado con arrastrarla con el coche hasta la muerte si intenta escapar. ¿Habrán descubierto su plan?
Pero ahora, con el corazón latiéndole con fuerza, Iana tiene otra preocupación. ¿Tendrá la niña la oportunidad de escapar? Al principio, corre hacia la oficina de correos, pero pronto se vuelve hacia atrás. Se da la vuelta y se precipita hacia el coche. Con un chirrido de neumáticos, Iana se pone en marcha. Rechinando por las esquinas, sale de la ciudad.
Por el espejo retrovisor, ve el taxi que la persigue. El taxi retrocede pero Iana sigue su camino por si el conductor avisa por radio a otros coches para que la sigan.
Suena el móvil de Mihaela. “Pásame con la puta rubia”, ladra una voz estridente. Iana se pone al teléfono y oye a un hombre: “Tráela de vuelta o serás pasto de tiburones”.
Iana tira el móvil al suelo. A las afueras de la ciudad se para en un café de autopista. “Bueno, los hemos perdido”, dice a la asustada chica. “Ahora estás a salvo: vamos a cuidar de ti”.
Desde su refugio secreto en la desangelada ciudad de Pitesti, conocida por la industria de la automoción, al noroeste de Bucarest, Iana Matei lucha contra los traficantes de esclavas del sexo que se aprovechan de niñas y jóvenes en toda Europa del Este.
Con una franca mirada azul y pelo rubio hasta los hombros con flequillo, Iana es aparentemente adorable. Pero cuando se trata de salvar a niños de la forma más brutal de esclavitud en Europa, se convierte en un león.
Cuando cuatro hombres intentaron irrumpir en el refugio que dirige para víctimas del tráfico sexual a la 1 de la mañana, bloqueó el coche con el suyo, mantuvo cerradas a patadas las puertas del coche mientras los hombres intentaban salir y soltó tal serie de insultos que los hombres se dieron media vuelta.
Nada le indigna más que la actitud de la policía. Dicen que estas niñas son prostitutas y que no hay nada que hacer. “Siempre es más fácil culpar a las víctimas. Estas chicas son víctimas de terribles abusos. No quieren ser prostitutas, pero están atrapadas y no tienen salida. Y sólo son niñas”.
Según UNICEF, unos dos millones de niños en todo el mundo están atrapados en el comercio sexual. La organización francesa de derechos humanos Terre des Hommes estima que en Europa del Este se trafica todos los años con 6.000 niños entre los 12 y los 16 años. La mayoría vienen del sureste.
“Sabemos que cientos de niñas de los países del este europeo se ven obligadas a prostituirse después de haber sido engañadas y atraídas hacia los países occidentales más ricos con promesas de trabajo que resultan ser falsas”, afirma Iana. “Encerradas, agredidas y obligadas a practicar sexo, se convierten en esclavas: no hay otra palabra para definirlo”.
En once años, Iana ha rescatado y recuperado a al menos 420 víctimas. Y más aún, ahora con formación, trabajo y a menudo hijos propios, siguen en contacto con ella.
Las chicas llegan a ella de diferentes maneras. Algunas se las entrega las policía de toda Rumania. Muchas las mandan las agencias que repatrían a las niñas de otros países, como el Ejército de Salvación en Gran Bretaña. “Y a algunas, las tengo que raptar”, admite.
La historia de Mihaela* es típica. A los 13 años, se escapó de su casa en Bucarest después de discutir con sus padres. Una mujer de mediana edad la encontró llorando en la calle y se la llevó a su casa, le ofreció un té, su compasión y un lugar donde quedarse. Pero unos meses después le dijo: “Ahora tienes que pagar”.
La aterrorizada niña fue trasladada hasta Turquía por la hija de la mujer, quien la introdujo en una red de comercio sexual. Meses más tarde fue arrestada y enviada de vuelta a Rumania por la policía. Pero la mujer fue con ella y su hijo se la llevó a España. Allí, un cliente se quedó horrorizado al darse cuenta de que se había acostado con una menor de 15 años, cuando su pasaporte (falso) decía que tenía 21. Le dio un billete de autobús para Rumania y le enviaba dinero a una oficina de correos todos los meses.
Pero su odisea no había acabado. Mientras compraba el pan, fue de nuevo secuestrada. Encerrada día y noche en un almacén donde recibía a los clientes, sólo la dejaban salir para recoger el dinero de la oficina de correos. Cuando finalmente se las arregló para telefonear al amigo en España, éste se las apañó para que su abogado le diera el número de móvil de Mihaela a Iana.
Tras su rescate, Iana ofreció a Mihaela una habitación en el refugio de Reaching Out, una casa de dos plantas con seis dormitorios en la ladera de una colina a las afueras. Durante un año, vivió bajo los cuidados del equipo de trabajadores sociales a tiempo completo de Iana con otras 17 niñas, aprendiendo a limpiar, cocinar y a administrarse su dinero; algunas fueron al colegio y otras encontraron trabajo.
Con un perro y sus seis cachorros corriendo alrededor, Iana abraza a tres de sus niñas. Natasha, violada por su padre durante cinco años, vendida a un traficante de Bucarest, se refugió en una comisaría de policía. Bianca, llevada a Italia, golpeada, violada con una botella de plástico y salvada por un cliente. Ana María, madre soltera, llevada a Dinamarca con la promesa de un buen trabajo, pero forzada al comercio sexual en Copenhague, se refugió en una comisaría de policía.
“Piensas que has oído todo lo que puede hacer esta gente, pero de repente sucede algo nuevo que te vuelve a destrozar”, afirma Iana. Como lo que le pasó a una niña que cruzó la frontera Serbia con una amiga para trabajar en un restaurante. Cuando les dijeron que tenían que ser prostitutas, las niñas se rieron y dijeron que debía haber algún error. El jefe sacó una pistola y disparó a una de las niñas matándola al instante. Con la pistola aún caliente le dijo a la otra: “¿Tienes algo que decir?”
Educada en Transilvania, donde su padre era entrenador de fútbol, Iana se sacó el título de restauradora de arte y viajó por el país trabajando en antiguas iglesias. Se casó, tuvo un hijo y empezó a trabajar en una oficina.
Pero tras unirse a una manifestación contra el traspaso de poder antidemocrático después de que el dictador Nicolae Ceaucescu fuera ejecutado en 1989, huyó a Yugoslavia cuando se enteró de que la policía la estaba buscando. Envuelta en un amargo divorcio, Iana sabía que un solo día en la cárcel afectaría su petición de custodia de Stefan, su hijo de dos años.
Cuando la Agencia de Refugiados de la ONU la contrató como intérprete, se las arregló para meter en el país clandestinamente a su hijo para que se reuniera con ella. Después se fue a la ciudad australiana de Perth.
Como madre, estudiante de psicología y contable en una empresa, pasó una época muy dura. De algún modo, encontró también tiempo para cocinar para los niños de la calle que vagaban por la estación del tren y con algunos amigos fundó una organización llamada Reaching Out.
Después de unas vacaciones con Stefan en Rumania en 1998, Iana no podía dejar de pensar en los niños desesperados que había visto viviendo en el alcantarillado de Bucarest.
De vuelta a Bucarest y Pitesti, Iana trabajó en hogares para niños de la calle y se dio cuenta de que la mayoría habían huido de los orfanatos. Allí los encerraban todo el invierno para que “no se enfriaran”. Carecían de cariño, autoestima y algo que hacer.
Iana organizó un equipo de voluntarios para que visitaran a los niños.
Al ganar reputación por su trabajo, un día de enero de 1999, recibió una llamada de teléfono que le cambió la vida. Era de la comisaría de policía. “Hemos detenido a tres putas apestosas y no las queremos meter en el coche”, dijo un oficial. “¿Puede traernos algo de ropa limpia?” Las “putas” resultaron ser tres niñas aterrorizadas de 14, 15 y 16 años. “¿Cómo os metisteis en esto?”, preguntó Iana. “Fuimos vendidas y compradas”, contestó una.
Incrédula, Iana las escuchó. La más joven contó su historia. Amenazada de violación por su padre, huyó donde una amiga que trabajaba en un bar, quien conocía a una familia que necesitaba una casera. Tras una sola noche en la casa, la llevaron a un restaurante de carretera con un gran aparcamiento para camiones y la vendieron al propietario por unos cien dólares. Fue encerrada tras una puerta que sólo se abría para dejar entrar a los camioneros en busca de sexo. Se escapó y llegó a una comisaría. Le dijeron que volviera antes de meterse en problemas. Fue detenida con sus dos compañeras unos días después cuando la policía hizo una redada en el lugar.
Iana se puso roja de indignación. “¿No se dan cuenta?”, sermoneó a la policía. “No son prostitutas: ¡son sólo niñas viviendo una pesadilla!”.
Iana supo que no había una sola organización para ayudar a estos niños. En pocos días le dio a Reaching Out el estatus de ONG legal. Con una donación de 300 dólares alquiló un apartamento durante tres meses y las tres niñas —que actualmente llevan una vida normal y han tenido sus propios hijos— fueron sus primeras residentes.
La raíz del problema del tráfico sexual, asegura Iana, es la ruptura familiar. Miles de rumanos van a la recogida de la fresa en España, por ejemplo, así que dejan a sus hijos con los abuelos o los amigos. Se presiona a los niños para que dejen la escuela y ganen dinero. Y ahí es donde empiezan los problemas.
En 2001, Iana fue con una cámara oculta a un restaurante de carretera, un área para camiones en Macedonia. Corriendo un gran riesgo, grabó secretamente a las niñas bailando para los clientes. Envió la película editada a los colegios con un folleto en el que ofrecía comprobar los puestos de trabajo ofrecidos en otros países antes de que las niñas abandonaran sus casas. Pero hubo pocos que aceptaron la oferta.
Los gastos anuales de 80.000 euros de Reaching Out los cubre una organización estadounidense cristiana que lucha contra el tráfico humano. Aunque creyente practicante, Iana asegura que no hace esto por Dios. “Lo hago porque soy un ser humano”, dice. “Dios nos pone en la tierra para que cuidemos unos de otros”.
También trabaja con agencias internacionales entre bastidores. Testificó ante el Gobierno de EEUU sobre la situación en Rumania, trabajó con agencias como la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, y fue miembro del grupo de expertos que asesoraba a la OTAN contra el tráfico sexual. Ha recibido reconocimientos de EEUU y Gran Bretaña.
En un bonito lugar en la montaña está construyendo un hotel que espera financie su trabajo. También proporcionará a los agricultores locales un mercado de alimentos para que no tengan que salir al extranjero a trabajar, pero como otros muchos en Rumania, estos proyectos están rodeados de funcionarios corruptos.
Mientras tanto, la procesión de víctimas continúa. En 2006, rescató a una chica de 16 años que estaba embarazada de mellizos. Las dos niñas nacieron dos meses antes y su madre se dio a la fuga. Para tener cualquier posibilidad de sobrevivir necesitaban amor y cuidados, así que Iana las adoptó como sus propias hijas. Tras una feroz batalla, las mellizas están saliendo adelante. “Me derrito con ellas”, sonríe su madre.
Para esta campeona luchadora por las víctimas del comercio sexual, el trabajo nunca acabará. “Mis planes son trabajar hasta que tenga 100 años y luego divertirme”, dice a las niñas. “Me subiré en una Harley Davidson con una minifalda de cuero y aterrorizaré a vuestros maridos, así que estad atentas”.
“Estás lo suficientemente loca para hacerlo”, dicen las niñas riendo.
Debe estar conectado para enviar un comentario.