La guerra por la vida de los niños venezolanos

Una de esas batallas la perdió Abraham, el último en fallecer de un grupo de 14 niños que ingresaron en un hospital caraqueño el mismo día

Abraham luchó hasta el final, pero se despidió la víspera del día de las Madres. Como tantos niños venezolanos, fue víctima de las pésimas condiciones en que se encuentran los centros de salud. Las cosas han ido empeorando de año a año y las estadísticas no mienten.

Ya para el año 2019 el reporte era contundente: Seis niños, cuatro de ellos con cáncer, murieron en mayo por falta de tratamiento en un hospital de Caracas. Y es sólo una de las denuncias de las muchas que circulan mes a mes.

Más atrás, en 2018, la mismísima ONU habló a través de sus expertos y advirtieron sobre el incremento de muertes infantiles por el deterioro de la sanidad. En efecto, cuatro relatores de las Naciones Unidas y una de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos aseguraron que “el sistema de salud venezolano está en crisis” y que morían niños por causas prevenibles. Los expertos estaban literalmente “impactados de que los propios hospitales se hayan convertido en un lugar donde la vida de las personas se pone en riesgo”.

Vidas que pudieron salvarse

En aquella oportunidad, los funcionarios internacionales declararon: «Al menos 16 menores de cinco años han muerto en el Hospital Universitario de Pediatría Dr. Zubillaga, en el estado de Lara, en lo que va de 2018 por infecciones causadas por la higiene deficiente”.

Para el mes de agosto del 2021, doce pacientes del J.M. de Los Ríos fallecieron en 2021 por falta de trasplantes de riñón, según informe de Transparencia Venezuela. Solo en ese año murieron 38 pequeños en ese hospital.

El 18 de marzo del 2022, se conoció que tres niños habían muerto en el hospital J. M. de los Ríos en el primer trimestre de 2022 por la paralización del programa de trasplantes. En una entrevista a Radio Fe y Alegría, la directora de Prepara Familia, Katherine Martínez, informó que, con 22 casos, la mayoría fueron en el servicio de Hematología, mientras 16 ocurrieron en Nefrología. Además de la falta de trasplantes, a las condiciones médicas de los pacientes se suma el propio deterioro del hospital.

Un limbo

Y no solamente eso. Los informes indican, frecuentemente, que el personal sanitario, periodistas y familiares de las víctimas, son acosados e intimidados si denuncian o se quejan. Y hay mucho que contar, escasez de alimentos, de medicamentos, cierre de instalaciones de atención y pésimo estado y dotación de aquellas que permanecen prestando servicios.

En un tuit publicado por Noticias ONU, Nicolás Maduro dejó ver su lectura del drama que viven tantas familias: denunció “una agresión mediática para pretender una crisis humanitaria que justifique una intervención militar”. Pero en el caso de Venezuela, la emergencia compleja es como la tos o la riqueza, inocultable.

Hay que recordar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, así como otros organismos internacionales vigilantes de la salud y de los derechos fundamentales, dictó el 21 de febrero de 2018 medida cautelar, pidiendo a la administración de Nicolás Maduro salvaguardar la vida y salud de los 27 niños pacientes del área de Nefrología, que se encontraban allí en ese momento. Ya casi todos ellos han muerto.

Escasez de medicamentos

A pesar esas medidas cautelares de la CIDH y el clamor de varias organizaciones, el Ministerio de Salud mantiene el servicio suspendido al no poder garantizar inmunosupresores para su tratamiento.

En efecto, 92 organizaciones firmaron un manifiesto para exigir al Ministerio de Salud reanudar el Programa de Procura de Órganos. Hasta ahora no han obtenido una respuesta, y decenas de jóvenes y niños han perdido la vida en medio de ese silencio. Los pacientes viven, como ellos mismos lo han calificado, un limbo.

Esa suspensión del Programa de Procura de Órganos y Trasplantes en Venezuela sigue cobrando vidas.

Y, mientras no se produzcan cambios significativos, seguirán muriendo chicos en el Hospital de Niños donde hace ya muchos años, al menos desde el 2014, no se practica un trasplante ni se atienden los enfermos con los equipos y medicamentos requeridos. A ello se agrega la constante falta de agua, indispensable para las unidades de diálisis, así como la cantidad de máquinas inoperativas afecta gravemente su tratamiento. También la escasez de medicamentos e insumos médicos, debido a la todavía latente emergencia humanitaria compleja.

El pequeño-gran combatiente

Las cosas no han mejorado. Esta vez tenemos que recordar, con dolor, el caso de Abraham, un niño que peleó hasta el final por permanecer con vida hasta que sus resistencias fueron vencidas. Hoy estaría cumpliendo 14 años de edad.

Estaba recluido en el Hospital J M de Los Ríos, otrora el centro de salud infantil emblemático de la capital venezolana, hoy convertido en un lugar de alto riesgo, a pesar del denodado esfuerzo que su personal realiza cada día para proteger las vidas de tantos niños que les son confiados. Pero la cuota fundamental de responsabilidad allí es del gobierno pues se trata de un hospital público.

Abraham había llegado de Cúa, en los Valles de Tuy, población situada a poca distancia de Caracas. Llegó al hospital con insuficiencia renal a los 21 días de nacido. Periódicamente era llevado a chequeos y tratamiento. Pero no quería volver y era lógico: había visto morir, uno a uno, a sus amiguitos también enfermos.

“En el hospital – escribió un dirigente de la democracia venezolana hoy exiliado en el exterior- que otrora fue bandera continental de modernidad y eficiente atención a niños enfermos; hoy no cuenta siquiera con un laboratorio para hacer el más elemental examen de sangre. Los familiares de los niños allí hospitalizados tienen que llevar todo lo requerido, incluidos medicamentos y tienen que pagar en laboratorios privados el 100% de los exámenes, lo que en medio de la brutal crisis que hoy afecta al pueblo venezolano, ese pago se hace imposible y abre camino a la muerte”.

Y remató con una gran verdad: “Que los hospitales de un pueblo no sirvan es una desgracia, que el hospital de niños no exista es una tragedia”.

Somos más los que queremos vida

Ni siquiera eso es lo más grave. Lo es el hecho de que, producto de la normalización de la cultura de la muerte, estos sucesos van formando parte de una cotidianidad que pareciera ir anestesiando las conciencias. Hace décadas, la muerte de un niño en Venezuela era algo que la comunidad sentía profundamente; y si ella ocurría como resultado de la negligencia, el escándalo era de proporciones.

Hoy, a cada rato, la noticia es la muerte de niños en nuestros hospitales, por nacer, nacidos o enfermos. Es constante. Pero ello ya forma parte de un paisaje por el que transitamos sin que nos haga “ruido”. Es el peligro de una sociedad que va invisibilizando lo que no le conviene o no resiste asumir, ante la impotencia por no poder cambiar el curso de las cosas.

Abraham es uno de tantos niños que se nos han ido y su historia debe mantener la bandera de la vida izada, como él lo intentó hasta que sus fuerzas cedieron. Las nuestras, que aún conservamos, debían servir para sacudirnos.

Defender la vida

En países vecinos, la gente lucha contra el aborto, la eutanasia y otros flagelos que una pretendida modernidad impone. El tema en Venezuela es que la muerte no se debate en legislaturas o parlamentos. Es el resultado de un día tras día donde la pobreza, la desidia estatal y la indiferencia de una dirigencia errática y una sociedad exhausta van marcando el paso hacia una dimensión donde la muerte no es “ley de vida”, sino arbitrario decreto de un abandono-de un descarte, como diría el Papa Francisco- que ya no puede clamar a otra instancia más que al Cielo.

“Si tenemos sangre en las venas, no podemos quedarnos indiferentes, alcemos la voz, hagamos sentir que somos más los que queremos justicia y vida”, culmina el escrito referido.

Y es cierto, somos más, muchos más los que respetamos la vida pero una especie de fatídico acostumbramiento gravita sobre esta tierra. Y es esa opción por la vida lo que debemos activar, en preventivo entrenamiento para otras duras batallas que nos han de llegar y que hoy tienen a otras naciones empleadas a fondo en la defensa de la vida.

Es la tarea que nos han dejado todos los Abrahams cuyo testimonio de resistencia y valor debe ser inspiración para compromisos mayores. Un testimonio, al fin y al cabo, hermoso porque reforesta el espíritu en medio de la aridez de estas historias que, no obstante, debemos contar.

The Drop Box

This is testimony of South Korean pastor Lee Jong-rak (founder of «Baby Box»)

During his testimony he said, «Since human beings are not trash, they must not be thrown out. Instead of throwing away, leave the babies safely in the ‘Baby Box.’ Then they too can have a happy life. It’s a life box that protects life.»

We all hope that some day there is no need for «Baby Box»

¿Cómo descubrir si tu hijo sufre abuso sexual?

¿Como buenos padres no se dan cuenta del abuso sexual infantil? La mayoría de las veces, hacen las preguntas equivocadas

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La comunicación entre adultos y niños no siempre es fácil. Incluso aunque los niños entiendan más de lo que nos  imaginamos, frecuentemente no poseen el vocabulario para hacerse entender completamente. Añade a eso las preguntas ambiguas de los padres, que normalmente exasperan a los pequeños. Es incluso un  milagro que consigamos comunicarnos con ellos mínimamente. Es extremamente importante para los niños poder confiar en los padres y, a veces, es incluso vital. Esta madre recordó este hecho importante a tiempo, antes de causar estrago con sus preguntas.

Sucede tan a menudo, que uno se pregunta: ¿Cómo es posible que padres buenos y atentos no se den cuenta de que su hijo es víctima de abusos sexuales? La mayoría de las veces hacen las preguntas equivocadas. Aquí está la historia de una madre:

Un día mi hijo fue a una fiesta de Halloween a casa de un amigo. Cuando le busqué algunas horas después, pude ver por la sonrisa de su cara que se lo había pasado bien. Luego antes de salir, yo estaba en pie en la puerta con el padre y el abuelo de su amigo.

Los dos me contaron que mi hijo se había portado bien, lo que era música para mis oídos. ¡Gracias a Dios! ¡Sin peleas o rabietas!

Llevé a mi hijo al carro y empecé a manejar de vuelta a casa. Pero cuando estábamos de camino, empecé a sentirme inquieta, algo no iba bien.

Entonces me vino esa cosa y aparqué el auto en la primera parada. Todo el mundo empezó a sonar la bocina, pero yo estaba distraída. Sabía que tenía que conversar con mi hijo, porque cuando yo era niña, pasé por lo mismo.

Flashback

Yo recordé cómo fui abusada sexualmente cuando era pequeña por un pariente adolescente. Me acuerdo de las preguntas inocentes de mi madre cuando ella me fue a buscar a su casa:

“¿Fuiste una niña buena? ¿Fuiste educada? ¿Te portaste bien?”

Mi madre no sabía:

1. que el adolescente que vivía allí me amenazaba antes de llegar ella (y, a veces, incluso se colocaba detrás de ella con el puño cerrado y la mirada amenazadora cuando ella estaba).

2. que estas preguntas, especialmente frente a la persona que había abusado de mí, reforzaba la idea de que yo tenía que obedecer los deseos de quien quiera que estuviese cuidando de mí cuando ella no estaba.

3. que yo pensé que, ya que yo había respondido “sí” en la puerta, no podía cambiar mi respuesta después (eso significaría tener que explicar por qué había mentido antes).

Cuando los padres preguntan a sus hijos si ellos se portaron bien delante de otras personas, normalmente se sienten presionados a decir que sí.

Fue por eso que yo me giré a mi hijo en el estacionamento y le miré directamente a los ojos. Volví a empezar y le hice las preguntas correctas.

Tal vez también tenga que considerar hacer estas preguntas a sus hijos la próxima vez que se quedaron al cuidado de alguien. Le pregunté cuando estábamos solos:

  • ¿Te divertiste o no?
  • ¿Qué hiciste el tiempo que estabas allí?
  • ¿Qué te gustó más de la fiesta? 
  • ¿Qué parte de la fiesta te gustó menos?
  • ¿Te sentiste seguro?
  • ¿Tienes algo más que quieras compartir?

Haz de estas preguntas un hábito en tu familia. Y deja que tus hijos sepan que pueden decirte lo que sea en otro momento, cuando lo necesiten.

El error que cometí ese día es totalmente común entre los padres. Pensamos que, dado que hacemos preguntas, tenemos controlada la situación. La verdad es: los padres deben siempre preguntar, pero en el lugar y el momento correctos.

Decir adiós a mi hija por primera y última vez

Mis hijos volvieron al colegio la semana pasada. Y hubo un momento. Uno que solo yo noté. Los niños que estaban en nuestra parada de autobús se peleaban por entrar, lanzándose por el pasillo para encontrar un sitio; mi hijo y mi hija fueron los últimos en subir las escaleras.

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«¡Eh!» gritó mi marido, con el iPhone preparado para sacar una última foto. Se dieron la vuelta y mi hija tenía lo que yo llamo la sonrisa del miedo. En la foto se puede ver claramente que no está mirando a la cámara, sino a mí. Mi marido sacó la foto, ella se dio la vuelta y se fue.

Los otros padres se marcharon, y mi marido y yo nos fuimos a casa. Lo que yo quería hacer era agarrar mi estómago y chillar, tirarme al suelo y llorar histéricamente. Pero seguí andando en silencio. De ninguna manera podía decirle a mi marido, que ya cree que soy una desequilibrada, que me acababa de transportar al final de mi vida.

Lo que me impactó ese día no fue la mirada que me echó, porque ya la había visto otras veces. Lo que me preocupó fue que por primera vez me pregunté cuántas veces más en mi vida la vería. Es una mirada que dice No quiero dejarte, y estoy un poco asustada pero me tengo que ir.

Veré esa mirada cuando se vaya a la universidad, y rezaré para que tenga un maravillosa experiencia que incluya muchos más amigos que chicos de fraternidades, y mucho más crecimiento personal y autodescubrimiento que alcohol.

Veré esa mirada antes de que recorra el pasillo hacia el altar, y rezaré por que el hombre hacia el que camina sea la mitad de buen hombre de lo que es su padre, que la valore, que la comprenda y la ame, y que sepa que, con gusto, lo mataré si le hace daño.

Veré esa mirada cuando esté embarazada, y rezaré para que escuche su sabiduría interna, y no esté constantemente dudando y criticándose a sí misma, como hizo su madre.

Y veré esa mirada cuando sea una mujer mayor y marchita, y yo sea la causa del miedo que sus ojos reflejan, porque pareceré la sombra de la madre que era.

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Y entonces es cuando rezaré para que se acuerde.

Que se acuerde de que le leía sus libros favoritos hasta que me aprendía de memoria cada frase, de que jugamos a las barbies hasta que yo quería chillar, de que pusimos nombre a todos los gatitos y perritos de peluche y muñequitas Lily durante un año, que le dejaba llevar tiritas como accesorios de moda, que le hice apuntarse a ballet y participar en el recital, aunque ella decía que estaba muy asustada, y que yo le decía que era amable e inteligente, no solo guapa. De que yo sabía exactamente cómo se sentía y qué necesitaba antes de que lo dijera, de que mis piernas eran lo suficientemente fuertes para llevarla y perseguirla, de que hubo una época en la que mis manos no temblaban y mi perfecta visión podía adivinar su humor desde el otro lado de una habitación a rebosar de gente, de que mi pelo era realmente rubio, de que yo podía saltar y gritar y cantar más alto que las otras madres.

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Que ella pensaba que yo era guapa. Que decía que quería vivir con nosotros siempre. De que su padre y yo nos adorábamos, nos abrazábamos y besábamos, y bailábamos en la cocina. De que lloraba por las noches, preocupada de que muriéramos como los abuelos y abuelas de otras personas, y de que yo le decía que no lo haríamos todavía, que quedaba mucho, mucho tiempo.
Rezo para que se acuerde. Que se acuerde de todo eso.

Porque hoy, cuando mi hija se ha subido al autobús, me ha sorprendido la certeza de que un día, dentro de muchos años, si mi vida sigue como yo quiero, ruego, y rezo que haga, yo seré la que mire fijamente a esta mujer preciosa, por dentro y por fuera, a la que quiero tanto que me mantiene despierta por las noches, y yo seré la que tenga esa mirada que dice No quiero dejarte, y estoy un poco asustada pero me tengo que ir.

Hasta ese día, rezo por acordarme. Acordarme de todo.

Este artículo fue publicado originalmente en Jaye Watson Online.