
Creo que todos hemos escuchado en algún momento, en nuestro entorno, comentarios de aquellos que dicen que no creen en Dios y que solo existe la vida que conocemos en este mundo. Estas personas suelen afirmar que lo único que importa es vivir haciendo todo lo que quieren porque la vida son dos días.
Yo solía entrar en discusión y no comprendía cómo no eran capaces de ver con fe su existencia, a pesar de haber nacido en una familia creyente. No comprendía y me sentía atacada cuando trataban de sectas a las comunidades de oración que tenían cerca o hablaban con desprecio de todo lo concerniente a la religión, pero por otro lado veía que disfrutaban de la Semana Santa, de los diferentes desfiles procesionales. Luego me di cuenta de que no se puede juzgar lo aparente porque lo que hay en sus corazones, solo Dios lo conoce.
Los seres humanos reaccionamos de formas muy distintas ante los sucesos dolorosos que nos laceran y destrozan por dentro. La muerte de seres queridos, la soledad, la traición de la persona que creías fiel, una enfermedad grave…nos puede hacer tambalear y caer en un precipicio sin fondo y nos podemos sentir huérfanos y no comprender que Dios permita el dolor.
Otra forma de reaccionar ante esas mismas situaciones es justo la contraria, acercarte más a Tu Padre, el único que nunca falla, el que tiene la respuesta a todas tus inquietudes, el único que puede consolar tu dolor.
No es fácil decirle a alguien que ha descartado a Dios de su vida que el único modo de sentir paz es acercándose a Él. Pero sí podemos mostrar el camino con nuestra forma de obrar, con caridad, con amor.
Dios no se aleja de los que no le aman sino todo lo contrario, ofrece la otra mejilla.
Es fácil mantenerse en el círculo de los que son afines a ti, te acompañan, te quieren y aprecian. Es fácil querer a quien te quiere bien, pero el reto está en querer a quien no te quiere ni ver y cuando te ve está deseando que desaparezcas de su vista porque se siente incómodo a tu lado.
La clave para amar como Dios nos ama está en Su Palabra. No solo hay que leerla, hay que asumirla y hacerla vida en ti.
Es obra del Espíritu Santo mirar con amor a quien no te ama. Si no te ama, no ama a Dios.
Yo amo a Dios y no puedo dejar de amar a quien no me ama porque en cada persona está Dios a través del Espíritu Santo que se nos dio en el Bautismo y en cada uno de los sacramentos recibidos después: la Primera Comunión, la Confirmación…
No puedo mirar de otro modo a los demás porque si digo lo contrario, si siento lo contrario, no puedo decir que amo a Dios.
Y el amor es capaz de cambiar los corazones de quienes se empeñan en negar al Señor. Solo tenemos que seguir sembrando; Dios hará todo lo demás. Nosotros solo tenemos que ser instrumentos dóciles a la Voluntad del Señor. La paciencia, la perseverancia, la caridad y cada uno de los dones con los que el Espíritu Santo llena cada alma, harán posible la transformación de un corazón de piedra en un corazón de carne.
La fe mueve montañas. ¿Queremos de verdad mover montañas? ¿Tenemos fe?
No nos desalentemos frente al desamor. Dejémonos llevar por el Espíritu Santo y respondamos con sonrisas, con paz, con oración, con esperanza a los ataques del que se muestra apartado de Dios y nos provoca con palabras airadas.
«¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío: que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad!»(Exclamaciones, 8, 3, Santa Teresa de Jesús)