Aproximación al abismo

Teológicamente, ¿qué otra cosa es el abismo, sino el encontrarse en la dificultad irresoluble de huir de un lugar a otro añorado? Es concebible como estar en un calabozo detestable, sin posibilidad de subir al cielo o de rondar por la tierra. Es el abajo con relación al arriba de la tierra o del cielo (cf. Fp 2, 10; 2 Pe 2, 4). Etimológicamente, significa sin fondosin límite.

Recordemos el episodio del endemoniado de Gerasa. El espíritu inmundo que le atormentaba, al verse atemorizado por la autoridad del Señor Jesús, no quería caer en el abismo, del que acaso sabía que nunca pudiera salir, sino que ansiaba, a pesar de su condenación y de su estado infernal, vagar aún por la tierra de Gerasa (cf. Mc 5, 1-13; Lc 8, 26-34).

Por otra parte, la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro deja una enseñanza llamativa, tal vez la más clara sobre el concepto de abismo. Se queja de sed Epulón al hallarse en el Hades, entonces le ruega a Abrahán que Lázaro, acogido en un lugar apacible, le dé una gota de agua. Pero recibe de él esta respuesta: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros» (Lc 16, 25-26). En otras palabras, estar en el Hades presupone padecer también el abismo, la situación espiritual angustiosa de no poder traspasar una distancia infranqueable. Es algo semejante a la advertencia del Señor Jesús: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán» (Lc 13, 24). El abismo es además comparable con «las tinieblas de fuera» (cf. Mt 22, 13).

El Apocalipsis refiere que Satanás y sus secuaces fueron arrojados del cielo a la tierra por san Miguel y sus aliados: «Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él» (Ap 12, 7-9). ¿Por qué no hubo ya lugar en el cielo para ellos? Me parece que fue la consecuencia de un juicio del Altísimo, cuyos ángeles celestiales obedecieron su oportuno mandato de rechazarlos de su presencia. Sin duda, no lo hubo ya para ellos después de la horrible Pasión del Hijo de Dios (cf. Ap 12, 10-12), como si la entrada de arriba les fuera clausurada para siempre. Se trata de un hito: por la Sangre de Cristo, por la victoria de la Crucifixión, por el Sacrificio del Redentor (cf. Ap 12, 11), la Iglesia militante, con el amparo de la Virgen Reina, puede desde ahora vencer al Dragón (cf. 1 Jn 2, 14), quien no acusará más «delante de Dios» a los elegidos (cf. Ap 12, 10), como podía hacer antaño según el libro de Job (cf. Jb 1, 6-12).

Es importante tener esto en cuenta: «Entonces se entabló una batalla en el cielo»… ¿Cuándo? Cuando la Mujer vestida de sol hubiese dado a luz al «Hijo varón», que fue arrebatado hasta Dios y su trono (cf. Ap 12, 5). Me parece que tiene resonancias no solo con un dogma del Credo: subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre, sino también con la predicción del Redentor antes de su Pasión y de su cercana Ascensión: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 31-32). Se puede inferir que el Príncipe de este mundo, que es el mismo Satanás, fue «echado fuera» tras la Pasión de Cristo, ¿pero fuera de qué? ¿De este mundo? No: todavía es el Príncipe de este mundo (cf. 1 Jn 5, 19). Por supuesto, fue echado fuera del cielo. También, precisamente, fue echado fuera de nosotros: quien es de Cristo no pertenece al Diablo, quedando resguardado y protegido (cf. Jn 17, 15). De hecho, Cristo vino a salvarnos del pecado y a expulsar demonios (cf. Mt 10, 1); mejor dicho, vino a liberarnos del maligno y, por lo tanto, de ser arrastrados a la perdición eterna, a condición de que no pequemos más y le sigamos siendo fieles y perseverantes por el arduo camino de la cruz personal en el valle de lágrimas.

Por lo visto, el Dragón y sus huestes, una vez arrojados a la tierra por san Miguel y sus legiones, no podrán merodear ya por el cielo. En este sentido, ¿no es comprensible que, con relación al cielo, se encuentren en el abismo? Es deducible que entre ellos y el cielo media un abismo insuperable: estarán como encerrados abajo, incapaces de traspasar lo inaccesible, así como Adán y Eva fueron desalojados del paraíso con la prohibición perpetua de volver a él. Pero esto, a mi juicio, no quiere decir que no puedan andar por (o tener influencia sobre) la tierra o incluso el aire (cf. Ef 2, 2).

El abismo sería más bien un estado espiritual de alejamiento insalvable, no un lugar como el cielo, la tierra o el mar, que son creados por Dios (cf. Ap 10, 6); significaría, en resumidas cuentas, una impotencia absoluta para ir de un lugar a otro deseado. Sin embargo, si entre la tierra y el cielo dista un abismo, más profunda será la distancia entre el cielo y el infierno, por lo que al infierno le cuadra mejor la idea de ser un lugar abismal o la connotación de ser simplemente el abismo, esto es, lo que está más apartado de la luz de Dios y que es además tenebroso (cf. 2 Pe 2, 4). De modo que, propiamente, el abismo no es un lugar, sino el estado de un lugar inferior con respecto a otro superior: cuanto más lejano es, más abismal será.

¿Es objetable que el ser Satanás arrojado a la tierra (cf. Ap 12, 9) sea exactamente lo mismo que el ser arrojado al abismo (cf. Ap 20, 3)? En el primer caso, el Dragón batalla arriba en el cielo, hasta caer en la tierra; en el segundo caso, un ángel que baja del cielo lo encadena, lo repele al abismo y lo encierra ahí con la llave. Hay, sí, una diferencia de situación: en primer lugar, Satanás está arriba en el cielo; en segundo lugar, está debajo del cielo porque un ángel desciende de allá y lo sujeta. Se puede argumentar que al Dragón, apenas haya sido derribado a la tierra por san Miguel, se le encadena, se le arroja al abismo y se le encierra allí, es decir, se le obstaculiza regresar al cielo para siempre. Conviene neutralizarlo así, no sea que suba otra vez con libertad. Meterlo en el abismo, en el fondo, implica alejarle tanto como se pueda para cerrarle el ingreso al cielo.

Los versículos del Apocalipsis sobre el encadenamiento del Dragón (cf. Ap 20, 1-3) son complejos. Sin duda, este encadenamiento dura mil años, que son, de acuerdo con la teología de san Agustín, todo el tiempo de la Iglesia militante que peregrina hasta la Parusía y el consiguiente fin del mundo. Entonces vale interrogar en qué consiste el acto de encadenar al Dragón, que es un lenguaje simbólico. Lo explica el santo doctor de Hipona: la predicación de la fe, que invita a la conversión.

En otras palabras, estará atado Satanás para las naciones mientras ocurra la evangelización, la propagación del Reino de Dios (cf. Mt 12, 28), pues por todo lo que comporta la fe en el Crucificado, por el nombre santo de Jesús (cf. Mc 16, 17), sufre este ángel el vade retro, el impedimento de agarrar y de enseñorearse de las almas fieles al Resucitado, hasta que, durante el tiempo de la apostasía final al acabarse los mil años, sea suelto (ya como un castigo, ya como una prueba que Dios permite) para seducir al mundo entero por medio del Anticristo. En mi concepto, será entonces manifiesto el misterio de la iniquidad, removido el estorbo de lo que le retenía (cf. 2 Tes 2, 6-8), y sucederá la abominación de la desolación (cf. Mt 24, 15).

¿Conseguirá enseguida volar el Dragón escapando del abismo, conforme a lo que leemos: «Cuando se cumplan los mil años, Satanás será soltado de su prisión» (Ap 20, 7)? Casi todas las Biblias traducen prisión. Ciertamente, el abismo es como tal. Pero aquí hay una expresión figurada: siendo una criatura incorpórea, no cabe imaginar que realmente esté dentro de una cárcel, como tampoco que esté amarrado con una cadena. Es entendible que, después de ser abatido por san Miguel y de ser pronto aprisionado en el abismo (esto es, de ser del todo retirado del cielo), se le otorgará una oportunidad histórica, solo por poco tiempo: antes de ambicionar soberbiamente la conquista del mismo cielo (cf. Is 14, 12-15), será desatado para dominar más la tierra y el mar (cf. Ap 12, 12), es decir, tendrá un gran poder de seducción, a causa del eclipse del Evangelio, que es la luz de las naciones, y del aumento del pecado, que son las tinieblas del mundo (cf. 2 Tes 2, 9-11). Adquirirá, pues, dentro del ámbito decadente de la apostasía (cf. 2 Tes 2, 3), un mayor alcance (cf. Ap 13, 2) para arrebatar almas y empujarlas al abismo infernal a través de sus dos bestias (cf. Ap 13), hasta prepararse para un nuevo combate celestial, la última confrontación entre sus partidarios y los de Dios: el Harmagedón. Es lo que llamo la guerra del fin del mundo, que no será, estando ad portas la Parusía, solo entre hombres (en el orden natural) sino también entre ángeles (en el orden sobrenatural).

En efecto, el Dragón será el líder y partícipe, con el servicio de sus dos bestias, el Anticristo y el Falso Profeta, de esta guerra tremenda contra el Verbo de Dios y sus ejércitos (cf. Ap 16, 12-16; 19, 11 ss.). Es entonces cuando, en mi opinión, verá el cielo abierto para esta lucha final, la más decisiva entre los ángeles desde aquella en que san Miguel lo derribó a la tierra tras la Pasión de Cristo: «Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco: el que lo monta se llama Fiel y Veraz; y juzga y combate con justicia» (Ap 19, 11). Pienso también que en esa ocasión extraordinaria se realizará el exorcismo de León XIII: san Miguel precipitará al Dragón ya no a la tierra, donde había caído del cielo, sino al infierno ardiente, que ya es un lugar más abismal. Es como si el Alfa y la Omega se adueñara cada vez del universo, expulsando primero al Maligno del cielo a la tierra, luego de allí al infierno.

Tal como está profetizado, le tocará el momento al Diablo en que, habiendo sido un réprobo desde su más antigua rebelión contra el Creador, tampoco podrá dominar la tierra y el mar ni ser, por ende, el Príncipe de este mundo: será precipitado al lago de fuego (cf. Ap 20, 10) durante la Parusía del Verbo de Dios (cf. Ap 19, 11 ss.), quien de esta forma será el único Señor de todo lo creado (cf. Hb 10, 12-13; 1 Cor 15, 25), incluso de este mundo posdiluviano (cf. Ap 11, 15), destinado a la inmediata renovación por el fuego universal (cf. 2 Pe 3, 5-13; Hch 3, 21).

Satanás habrá sido echado entonces no solo fuera del cielo, sino fuera de la tierra y del mar, para terminar por los siglos de los siglos abismado en el lago de fuego, bien lejos de la Ciudad de Dios. Obviamente, caído en la tierra, hundido en el abismo desde aquella derrota en la batalla contra san Miguel luego de la Pasión del Señor Jesús (la primera venida) y proscrito, por último, en el fuego del infierno durante el tiempo de la Parusía (la segunda venida) para ser despojado definitivamente tras el Harmagedón del dominio de muerte de este mundo viejo, no podrá serpentear por el mundo nuevo; no podrá corromper los nuevos cielos y la nueva tierra, que serán eternos y donde habitarán la felicidad y la justicia.

Autor: Moral y Luces

Moral y Luces

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