El Dragón encadenado

1. La atadura de Satanás (cf. Ap 20, 1-2) no significaría más que su impedimento de ser tocados por él y de pertenecerle por el pecado (cf. 1 Jn 5, 18-19), lo mismo que una jaula bloquea que el león nos devore, a no ser que la abramos imprudentemente. La imagen del Dragón encadenado en el abismo (que es su lugar propio, pues entre él y el cielo, por donde ya no podrá merodear y del que ha sido arrojado a la tierra por san Miguel gracias a la victoria de la Crucifixión, media un abismo infranqueable) tiene un aire poético. También tiene un sentido figurado: a un ángel malo, que es una criatura incorpórea, no se le ata realmente con una cadena, que es una cosa material. Pero es comprensible la letra: consiste en guardarnos de ser su presa (cf. Jn 17, 15).

Es Cristo quien, por medio de su ángel, lo ha encadenado. Mejor dicho, si estamos con Cristo, ¿quién contra nosotros? (cf. Rom 8, 31). Pues, regenerados por la reconciliación o al menos por el bautismo, como también, sobre todo, redimidos por su sangre preciosa, somos del Señor Jesús, el León de Judá, ya no de Satanás. Nuestro corazón, si es limpio y perseverante en la fe, conservando el valor intrínseco de la Cruz y encomendándose al Inmaculado Corazón de la Virgen, se convierte en una jaula para el maligno, que no llega a entrar en él, aunque eventualmente lo consiga por nuestro descuido.

Tal es nuestra lucha en este mundo mientras dure la Iglesia militante (cf. Ef 6, 12). Signo supremo de la Iglesia, la Cruz, abrazada con sinceridad y urgencia, así como el náufrago en el mar se aferra al madero, puede ser nuestra protección.

2. ¿Cuándo será definitivamente soltado el dragón? En mi concepto, lo será cuando, en el transcurso de la gran apostasía (al término de los mil años, que son, según el enfoque de san Agustín, todo el tiempo del sufriente reino de Cristo en la tierra, la misma Iglesia que peregrina por este mundo de tinieblas desde aquel Viernes Santo), haya sido removido el katéjon, el obstáculo (cf. 2 Tes 2, 6-7), la pesada piedra que retrasa la manifestación del Anticristo desde el pozo infernal (cf. Ap 9, 1-11). De este modo, tal como he argumentado en otra parte, la bestia que sube del abismo (cf. Ap 11, 7; 17, 8), el hijo de la perdición, el hombre de la iniquidad (cf. 2 Tes 2, 8), reinará por tres años y medio (cf. Ap 13, 5).

Esta pregunta es retórica: ¿ha sido retirado el katéjon el 11 de febrero de 2013? Al anochecer de este oscuro día cayó un rayo sobre la cúpula de San Pedro en el Vaticano, señal acaso profética, poco después de que Benedicto XVI anunciara su retiro del ministerio papal.

Será entonces soltado el Dragón porque, al abundar el pecado en este globo del universo, así como en aquellos días de Noé, no hallará muchos corazones custodiados con el signo de la Cruz, es decir, verdaderamente fieles al Señor Jesús. Será, pues, desencadenado: aquí se habla de la prueba final de la Iglesia militante, un castigo que Dios permitirá para nuestra purificación, si resistimos, o nuestra condenación, si nos dejamos seducir por la mentira. Se afrontará el dilema de ser como el trigo, que será recogido en el granero por los ángeles de Dios, o como la cizaña, que ha de ser echada en el fuego eterno.

Pero, a fin de desplegar y expandir con toda su fuerza anticristiana su reino de tinieblas, el Dragón será soltado por poco tiempo, frase que se repite tres veces en el Apocalipsis (cf. Ap 12, 12; 17, 10; 20, 3) y que puede ser conforme con la duración de tres años y medio.

Por lo tanto, encadenar al Dragón y encerrarlo en el abismo por mil años resulta ser una imagen simbólica: trasluce la realidad de que no podrá seducir totalmente a las naciones hasta que, al ir terminando este largo tiempo de misericordia, que es el milenio sexto de la humanidad, le llegue su breve momento. Este preciso y peligroso momento de seducción coincide, a mi entender, con la manifestación definitiva del Anticristo, su siervo infernal, durante el tiempo de la gran apostasía, como al respecto parece expresar san Pablo: «Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad» (2 Tes 2, 11-12). Para que sean, en fin, reprobados los impíos. Entonces sí que seducirá a todas las naciones: «Y la adorarán [a la bestia del mar: el Anticristo] todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado» (Ap 13, 8).

3. Antes del Evangelio, el Dragón era «el seductor del mundo entero» (Ap 12, 9); vino el Mesías, el Redentor, el León de Judá, que lo venció completamente (sí, completamente: cf. Jn 19, 30) con su Crucifixión, y entonces (lo que sería una interpretación admisible, recuperable del Catecismo actual: cf. § 2853 ) Satanás y sus ángeles fueron arrojados del cielo a la tierra (cf. Ap 12, 9). Luego decía una clamorosa voz celestial: «Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Ellos lo vencieron gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la muerte» (Ap 12, 10-11). Gracias al Sacrificio del Redentor, que con obediencia derramó ante Dios en la Cruz su sangre preciosa por la que hemos sido rescatados (cf. 1 Pe 1, 18-19), podemos vencer al Dragón y sus demonios, siempre y cuando, dentro del reinado de la Iglesia, seamos fieles y no nos encontremos atrapados por ellos en la lucha cotidiana.

Pues llegó el más fuerte, el que ató al malo para robarle su ajuar, que son las almas (cf. Mt 12, 28-29). Llegó la preclara verdad del Evangelio, que había de ser, contra la confusión de Satanás, dado a conocer a todo el orbe para su conversión, felicidad y liberación de la muerte eterna, hasta que ocurriera, mientras crecieran juntos el trigo y la cizaña, la siega. «Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin» (Mt 24, 14). Por supuesto, «la siega es el fin del mundo» (Mt 13, 39), esto es, el fin de este mundo posdiluviano por el fuego (cf. 2 Pe 3, 5-10), cuando para la ocasión haya de ser quemada la cizaña, lo que es el juicio de los impíos. Pero no olvidemos que poco antes de la siega será soltado el Dragón para la prueba final de la Iglesia militante: la gran tribulación.

4. Me identifico más con la exégesis de san Agustín en este tema. Por esto, no estoy enteramente de acuerdo con un autor como el padre Juan Rovira Orlandis, quien en su voluminoso libro El Reino de Cristo consumado en la tierra (Balmes, 2016), que he leído con interés y fruición, diserta sobre la atadura de Satanás y concluye que este ángel será encadenado con la Parusía para que luego los viadores elegidos vivan mil años aquí en la tierra con los santos resucitados.

Pero mi punto de vista es que ya ha sido encadenado con la Crucifixión. Durante la Parusía triunfante, en cambio, será expulsado para siempre al lago de fuego al final del milenio sexto, donde habrán caído vivas las dos bestias, el Anticristo y el Falso Profeta, y cuando haya llovido el fuego del cielo sobre los impíos (cf. Ap 20, 9-10). Contra el Anticristo se enfrentará Cristo, porque son dos hombres: el uno se creerá Dios y el otro es Dios mismo. Y contra Satanás se enfrentará Miguel, porque son dos ángeles: aquel no quiso nunca servir a Dios y este le ha servido siempre.

Entonces el famoso y discutido milenio, el séptimo milenio propiamente (como he sostenido en diversos escritos), se viviría en el cielo, no en la tierra actual; se consumaría en la Jerusalén celeste, la Ciudad de Dios, que después descenderá, una vez culminado el fin del mundo y el Juicio universal, desde un cielo nuevo sobre una tierra nueva, para que comience la eternidad del octavo día.

Que la atadura de Satanás se haya realizado con la Pasión de Cristo no anula necesariamente, a mi modo de ver, la interpretación posible de que exista el séptimo milenio, el descanso sabático, el Reino de Cristo con sus santos, pero con la diferencia de que este tiempo extraordinario no será en la tierra, que ha de ser quemada, renovada por el fuego universal, sino en el cielo, resguardados como lo fue Noé en el arca: la Jerusalén celeste. Así, la doctrina tradicional sobre el milenio espiritual pudiera salvarse.

5. ¿Es obligatorio colegir que Satanás será atado (cf. Ap 20) después de la derrota del Anticristo y del Falso Profeta (cf. Ap 19), como parece desprenderse de la lectura sucesiva de ambos capítulos del Apocalipsis? No, si nos atenemos al argumento de que el Mesías, por su Redención, lo ha encadenado mediante su ángel: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 31-32).

La atadura de Satanás, en suma, no significa su impedimento absoluto de tentar, sino de seducir, de arrastrar al infierno a las almas que se encuentren en la gracia de Dios o que al menos alcancen a salvarse por haber creído en el nombre santo de Jesús el Redentor. El demonio no puede arrebatar a quien es de Cristo (cf. Jn 10, 28). Por supuesto, cuando al Dragón le llegue su poco tiempo de ser desatado, seducirá de hecho valiéndose de sus dos bestias (cf. Ap 13): muchas almas serán condenadas, precisamente como un terrible castigo por la apostasía, como también por los numerosos pecados de la gran Babilonia, en particular los que claman al cielo.

Me parece que hay dos palabras clave que conviene reconocer y que no significan del todo lo mismo: tentar seducir. Ser tentado no es necesariamente pertenecer al Dragón; ser seducido, sí. Seducir implica tentar, pero tentar no implica seducir, lo que es comparable con la distinción clásica entre sentir la tentación y consentirla. Tan grave será, pues, aquel tiempo de la gran tribulación que profetizó el Verbo: «Y si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días» (Mt 24, 22).

6. De lo anterior, por lo pronto, se puede inferir que el Señor Jesús juzgará primero a los vivos durante los días de su segunda venida gloriosa en la tierra; luego, al cabo de mil años y al haber terminado el fin del mundo presente por el fuego, juzgará a los muertos durante la última manifestación de su misma venida. Pues Cristo Jesús, como bien observa Rovira Orlandis, puede tener múltiples manifestaciones durante el tiempo de su Parusía.

Se trata, en otras palabras, de su misma segunda venida a la tierra, pero gloriosa en el Día del Señor, que es además el Dies irae para los impíos. Día que no es exactamente de veinticuatro horas y que designa más bien un tiempo cuya duración, con respecto a la órbita de la tierra, puede ser de algunos días, como parece decir el profeta Daniel al darnos en especial el número 1335, asunto complejo que no abordaré en este ensayo para no demorarme. Pero no sobra recordar que, como el relámpago, vendrá el Señor Jesús de paso para llevarse a sus elegidos, por lo que estaría aquí en la tierra unos pocos días. Quizás así sea comprensible su advertencia: «Entonces, si alguno os dice: «Mirad, el Cristo está aquí o allí», no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho! Así que si os dicen: «Está en el desierto», no salgáis; «Está en los aposentos», no lo creáis. Porque como el relámpago sale por oriente y brilla hasta occidente, así será la venida del Hijo del hombre» (Mt 24, 23-27).

Por lo visto, durante «los días del Hijo del hombre» (Lc 17, 26), muchos creerán que Cristo está allí o allá. Miremos o no por la ventana, alzando la cabeza hacia las nubes (no sin haber sucedido, previamente, un acontecimiento cataclísmico, apocalíptico, que nos parecerá estar demasiado cerca el Día del Señor: cf. Lc 21, 25-26), lo que importa no es la curiosidad malsana sino la oración constante, la esperanza inquebrantable, para ser del número de los reunidos por los ángeles con el Hijo de Dios, milagrosamente transformados (cf. 1 Cor 15, 51-52) y «arrebatados en nubes» (1 Tes 4, 17) hacia el cielo, allí adonde se fue el Señor Jesús, lo que es la Ascensión (cf. Hch 1, 11), y de donde Él mismo vendrá, lo que es la Parusía (cf. 1 Tes 4, 16). Sin duda, el Rey de reyes afirmará sus pies sobre el Monte de los Olivos para defender a Jerusalén de la horrible persecución anticristiana (cf. Za 14, 4).

7. El dogma de la fe, vendrá a juzgar a vivos y muertos, puede tener su sentido plenamente literal: los vivos son los viadores de este mundo, que han de presenciar la Parusía, y los muertos son los que fallecieron antes y fueron viadores aquí, pero que, si no resucitan inicialmente con la Parusía (la primera resurrección, la de los santos: cf. Ap 20, 5; 1 Tes 4, 16), han de resucitar después desde los sepulcros (cuando se cumplan los mil años, los del séptimo milenio) para comparecer ante Dios en el Juicio universal. De manera que habría una sucesión temporal: primero es el juicio de los vivos durante la Parusía, entre los cuales se cuentan los justos y los impíos (el trigo y la cizaña: cf. Mt 13, 24-30); después, pasado el milenio séptimo, es el juicio de los muertos, entre los cuales se hallan los bienaventurados y los réprobos (las ovejas y las cabras: cf. Mt 25, 31-46).

Sin embargo, también le cabe otro sentido que puede ser incluso literal: los vivos son los que, simultáneamente, en el momento del Juicio final, tienen el alma viva, y los muertos, el alma muerta, sean los unos y los otros todavía viadores en este mundo (al terminar el milenio sexto), sean los restantes que hayan resucitado desde los sepulcros (al terminar el milenio séptimo).

Autor: Moral y Luces

Moral y Luces

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