El ladrón nocturno

¿Por qué la Parusía del Señor Jesús se compara con la venida de un ladrón nocturno? Diversos son los textos de la Escritura que nos ofrecen este símil, que no puede ser, en mi concepto, una simple figura retórica: contendría el significado intrínseco de que el Señor Jesús vendrá con sus ángeles a robar a los elegidos, es decir, a reunirlos (cf. Mt 24, 29-31) para llevárselos a la Jerusalén celeste. En efecto, este es el oficio del ladrón: robar, acción que habitualmente se realiza de manera subrepticia. Pero no se roba nada si no le pertenece a otro. Desde la caída de Adán y Eva, la humanidad ha quedado esclava de Satanás y sometida a su dominio, con todos los matices del sufrimiento: la enfermedad, la fatiga, la tristeza, la vejez y la muerte, a menos que su corazón tenga un único dueño: el Redentor, a quien, si le es fiel, espera como un tesoro del alma. En todo caso, es un robo legítimo, no pecaminoso: las criaturas de Dios le pertenecen al Alfa y la Omega. Es la suprema reivindicación contra la usurpación del Maligno.

Unas veces el ladrón se identifica con el gran día del Señor; otras veces, con el Señor en su gran día. Parece una metonimia con que se quiere expresar lo mismo: la Parusía de Jesucristo será sorpresiva, en particular para aquellos que no la esperen y sobre todo para los impíos (cf. 2 Pe 3, 5-7). Veamos: «vosotros mismos sabéis muy bien que el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche. Así, pues, cuando clamen: “Paz y seguridad”, entonces, de repente, se precipitará sobre ellos la ruina —como los dolores de parto de la que está encinta—, sin que puedan escapar. Pero vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, de modo que ese día os sorprenda como un ladrón; pues todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. Nosotros no somos de la noche ni de las tinieblas. Por tanto, no durmamos como los demás, sino estemos en vela y mantengámonos sobrios» (1 Tes 5, 2-6). Estar velando presupone esperar la Parusía, así como aquellas vírgenes prudentes aguardan al esposo (cf. Mt 25, 1-13). También está escrito: «Pero como un ladrón llegará el día del Señor. Entonces pasarán los cielos con gran estruendo, y los elementos se disolverán para ser quemados, y la tierra y las obras que hay en ella no serán más halladas» (2 Pe 3, 10).

Por otro lado, leemos: «Acuérdate, por tanto, de cómo has recibido y oído la palabra, guárdala y arrepiéntete; porque si no estás vigilante, vendré como un ladrón, sin que sepas a qué hora vendré a ti» (Ap 3, 3). El que verdaderamente vigila no sentirá la Parusía del Señor Jesús como la venida intempestiva del ladrón nocturno, pues se habrá preparado para la ocasión gracias a las señales. Aunque esté siempre vigilante, ya sabrá que Él vendrá como tal. «Mirad que vengo como un ladrón. Bienaventurado el que esté vigilante y guarde sus vestidos, para no andar desnudo y que le vean sus vergüenzas» (Ap 16, 15). Alusión al pecado de Adán y Eva, que se avergonzaron de estar desnudos ante Dios. Aquí se indica que para ser bienaventurado será preciso no estar en pecado mortal, sino ser vigilante, conservando la palabra y arrepintiéndose. «Y ahora, hijos míos, permaneced en Él para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados lejos de Él en su venida» (1 Jn 2, 28).

Por último, encontramos esta advertencia del Señor Jesús: «Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre» (Lc 12, 39-40). Si no nos preparamos para la Parusía, sino que vivimos conforme al mundo, el demonio y la carne, persistiendo en el pecado mortal, olvidándonos de Dios e incluso cayendo en la apostasía, la venida del Señor Jesús, el buen ladrón nocturno, será tan calamitosa que equivaldrá al hecho de ser horadada la casa para nuestra ruina. Quiera Dios que la casa, imagen de nuestro cuerpo, sea un templo del Espíritu Santo, para que seamos elegidos en el gran acontecimiento de su segunda venida gloriosa con sus ángeles.

No sobra puntualizar que el Señor Jesús robará de noche, cuando haya pasado la hora más tenebrosa para su Iglesia: la gran tribulación (cf. Mt 24, 29-31), a fin de destruir el reino satánico del Anticristo (cf. 2 Tes 2, 8). ¿Qué quita que «aquella noche» (Lc 17, 34) sea también un momento extraordinario de oscuridad global?

El milenio espiritual: ¿en la tierra o en el cielo?

1. Así dice el Apocalipsis sobre los mártires, tanto los que hayan sido decapitados como los que, aunque no mueran violentamente, hayan sido perseguidos de diversos modos por no adorar a la bestia ni aceptar su marca en la frente o en la mano: «Revivieron y reinaron con Cristo mil años» (Ap 20, 4); «serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con Él mil años» (Ap 20, 6). Es preciso notar que aquí en este libro profético son contrastadas dos clases de mártires: los decapitados, que son las almas de los fieles difuntos que ya gozan del Paraíso celestial, y los perseguidos por no obedecer al Anticristo. Si nos atenemos a la letra, a ambas clases les concierne igualmente revivir y reinar con Cristo mil años.

En cuanto a los decapitados «por el testimonio de Jesús y la Palabra de Dios» (Ap 20, 4) —otras Biblias traducen degollados—, puede ser Esteban el primer mártir de la lista, como también puede serlo Abel, que aguardaba al Mesías como todos aquellos justos del Antiguo Testamento. Sea cual fuere la multitud de los asesinados por su fe, parece obvio que su revivir, a fin de reinar con Cristo mil años, no sería otra cosa que su resurrección corporal gloriosa, es decir, se trataría de la «primera resurrección» (Ap 20, 5), que difiere, a juzgar por el texto, de la segunda resurrección colectiva, perteneciente a los demás muertos «que no revivieron hasta que se cumplieron los mil años» (Ap 20, 5).

Con respecto a los perseguidos, los que no hayan adorado a la bestia ni aceptado su marca en la frente o en la mano, no se expresa que son decapitados. Por supuesto, los decapitados de los que hablamos son también perseguidos y no apostatan de la fe, pero en el mismo texto son distinguibles dos clases de mártires. Parece que tales perseguidos, aunque hayan muerto naturalmente en algún momento histórico, pueden ser incluso los sobrevivientes de la dictadura del Anticristo final, siniestro personaje a quien Dios le concederá el poder de actuar durante cuarenta y dos meses para atribular a la Iglesia verdadera (cf. Ap 13, 5). El vidente del Apocalipsis, acaso para matizar, dice que ve las almas de los decapitados, pero no las almas de los perseguidos. Acerca de estos escribe así: «y [vi] a todos los que no adoraron a la bestia ni su imagen, ni recibieron la marca en su frente ni en su mano» (Ap 20, 4). Quizá, si es con relación a aquellos sobrevivientes, los vea estando vivos todavía, sin haber muerto corporalmente como los decapitados. Pues bien, si aún están vivos, entonces su revivir, a fin de reinar también con Cristo mil años, ¿será su resurrección corporal gloriosa?

No obstante, para ser digno de esta resurrección sería necesario haber sido un santo difunto. Esta disquisición me lleva a recordar dos pasajes epistolares de san Pablo, que pueden correlacionarse: «Mirad, os declaro un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al son de la trompeta final; porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados» (1 Cor 15, 51-52). Además: «Porque el mismo Señor descenderá del cielo, cuando la voz del arcángel y la trompeta de Dios den la señal, y los que murieron en Cristo resucitarán primero. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes junto con ellos al encuentro del Señor en los aires, de modo que en adelante estemos siempre con el Señor» (1 Tes 4, 16-17). La trompeta final, que es la séptima en el Apocalipsis (cf. Ap 11, 15-19), apunta a la Parusía.

Estos dos fragmentos paulinos tienen en común que también hablan de dos clases de colectivos, que solo durante el acontecimiento de la segunda venida gloriosa del Señor Jesús recibirán su recompensa: los fieles difuntos, que han de ser dignos de la resurrección corporal gloriosa, y los fieles sobrevivientes hasta la Parusía, que han de ser, aunque excepcionalmente no hayan necesitado morir, transformados y al fin llevados en nubes junto con aquellos al encuentro del Señor Jesús en los aires. Considero, en mi concepto, que estos mismos dos fragmentos paulinos pueden complementarse con el citado texto del Apocalipsis sobre las dos clases de mártires: los decapitados y los perseguidos.

Parece entonces que tanto «los que murieron en Cristo», los fieles difuntos de la Iglesia triunfante, entre los cuales se mencionarían los decapitados, como «los que vivamos, los que quedemos» hasta la Parusía, entre los cuales se contarían los perseguidos de la Iglesia militante, revivirán y reinarán con Cristo mil años. Pero el revivir para los primeros significaría, propiamente, su resurrección corporal gloriosa, y para los segundos, su transformación corporal milagrosa, de modo que los unos y los otros ya no estarían sujetos a la corrupción por el pecado original. Al versar sobre la «primera resurrección», que abarcaría a ambos colectivos preferentemente, tal vez la palabra resucitar, dado el contexto, tenga el alcance semántico de revivir. Es más, ¿qué impide que los fieles sobrevivientes hasta la Parusía sean los que, una vez transformados y libres de las secuelas del pecado original, pueblen el nuevo mundo (cf. Is 65, 13-25), que será dichoso y eterno?

2. Ante todo, conviene preguntarnos: ¿es verdad que habrá un milenio pendiente de paz y felicidad según el Apocalipsis, el Reino milenario de Cristo que comienza con la Parusía después de la derrota mortal del Anticristo y del Falso Profeta? Repitamos la lectura: «Revivieron y reinaron con Cristo mil años» (Ap 20, 4). Si estos mil años designan todo el tiempo de la Iglesia militante, la sexta edad de la humanidad, que va desde la Ascensión hasta la Parusía conforme a la exégesis de san Agustín, el revivir se refiere a la resurrección espiritual por la gracia: actualmente, los fieles difuntos de la Iglesia triunfante reinan con Cristo en el cielo, así como reinan con Él, a pesar de las dificultades de este mundo de tinieblas, los fieles vivientes de la Iglesia militante en la tierra. En este sentido, el milenio del Apocalipsis no es algo futuro, sino que es ahora una realidad histórica desde la Redención: la «primera resurrección», concepto fundado en el de la resurrección espiritual, consiste en recibir los sacramentos de la Iglesia, en particular el bautismo, la confesión y la comunión. Esta interpretación clásica, que puede ser correcta, ¿es suficiente y no es necesaria otra que la complete?

Sin embargo, quisiera formular una objeción, que ya había advertido en mi ensayo «Las siete edades de la Creación y los mil años según el Apocalipsis». Leemos que tales decapitados, así como los perseguidos, revivieron y reinaron con Cristo mil años. Los decapitados están en la gloria del cielo: han muerto en la tierra por su martirio cruento. Lo que implica que antes de fallecer ya han revivido su alma, es decir, han resucitado espiritualmente en la tierra, han perseverado hasta el fin en la fe. ¿No será incoherente comprender que, estando su alma en la gloria del cielo, los decapitados revivieron y reinaron con Cristo mil años? El revivir su alma, que ahora disfruta del Paraíso celestial, sonaría redundante. Más bien se hablaría del revivir su cuerpo, esto es, la resurrección corporal gloriosa.

A no ser que se haya de entender otra cosa, lo que sería volver a defender la posición de san Agustín: revivieron su alma en la tierra y reinaron con Cristo en el cielo mil años, todo el tiempo de la Iglesia militante, sin que obste que sigan reinando con Él por toda la eternidad. ¿Pero cabe aplicar igualmente esta medida temporal a cada uno de los mártires? No lo creo. La frase mil años, al englobar una cantidad de tiempo, comporta un principio, un intermedio y un final, más allá de decidir si se ha de valorar en el sentido literal o simbólico. ¿Es preciso afirmar que un mártir del siglo III reine igualmente con Cristo mil años que un mártir del siglo XIX? La medida temporal de mil años debería ser tomada con respecto a un mismo punto de partida para todos los mártires de la historia, sea cual fuere su año de defunción.

A mi modo de ver, los mil años según el Apocalipsis serían inaugurados a causa del evento extraordinario de la Parusía, con el que, a juzgar por los versículos bíblicos aportados, los elegidos, tanto los fieles difuntos de la Iglesia triunfante como los fieles sobrevivientes de la Iglesia militante, revivirán y reinarán con Cristo mil años. La interpretación de san Agustín, enfocada en la noción básica de la resurrección espiritual, como también motivada por erradicar la herejía del milenarismo carnal, puede ser correcta, pero no me parece exacta sino algo forzada. Prima el sentido literal; ¿qué impide aceptarlo? No me siento cómodo en replicar a este doctor de la Iglesia, un gigante a quien tanto admiro: me apresuro a tranquilizar que mi opinión no es más que la de un laico balbuciente. Sí estoy de acuerdo con él en que los mil años de la atadura de Satanás (cf. Ap 20, 1-3) corresponden al milenio sexto: este ángel maldito, encadenado por la fuerza de la Crucifixión, será soltado al final —por la apostasía de las naciones— para valerse del Anticristo. A mi entender, sin embargo, el Reino milenario de Cristo posparusíaco atañe al milenio séptimo.

3. Concedamos que habrá un futuro milenio de paz y felicidad, el mismo Reino milenario de Cristo posparusíaco, durante el cual los mártires, tanto los decapitados que han de resucitar gloriosamente como los últimos perseguidos que han de ser transformados milagrosamente, revivirán, «serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con Él mil años» (Ap 20, 6). Por lo visto, se profetiza un reino sacerdotal y litúrgico. Es lo que se ha llamado también el milenio espiritual, que difiere esencialmente del milenarismo carnal, una concepción herética y absurda de mil años pecaminosos entre la gula y la lujuria. No pocos autores, incluso doctos, han reiterado que san Agustín renegó absolutamente del milenio espiritual. Esto no me parece cierto, considerando, por lo demás, que era una doctrina tradicional y ortodoxa recordada por san Ireneo de Lyon y reconocida por otros padres de la Iglesia. Que el santo doctor de Hipona escribiera que era de la misma opinión de los que previamente compartían el milenio espiritual no quería decir que ya no la sostenía: solo afirmó que la toleraba, a condición de que no fuera mal entendida como la degeneración de los bajos instintos. Con el propósito de acallar el problema de esta interpretación perjudicial para la Iglesia, propuso una novedosa concepción del milenio, sobre el que acabamos de discurrir.

Con relación al vocablo milenarismo (quiliasmo), es famoso el decreto del Santo Oficio del 21 de julio de 1944, que cita el párrafo 3839 del Denzinger sobre la cuestión del milenarismo mitigado: «En estos últimos tiempos se ha preguntado más de una vez a esta Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio qué haya de sentirse del sistema del milenarismo mitigado, es decir, del que enseña que Cristo Señor, antes del Juicio final, previa o no la resurrección de muchos justos, ha de venir visiblemente para reinar en la tierra». La respuesta es disciplinar: «El sistema del milenarismo mitigado no puede enseñarse con seguridad». Según el teólogo José Salguero, «el mismo Santo Oficio insistió en que el “milenarismo mitigado” tuto doceri non potest. Y prohibió con toda severidad que dicha doctrina sub quolibet praetextu doceaturpropageturdefendatur vel commendetursive viva vocesive scriptis quibuscumque» (Epístolas católicasApocalipsis. En: Biblia ComentadaTexto de la NácarColunga, tomo VII, p. 518. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos).

Aquí se ha se reparar en que el Señor Jesús vendría a reinar en la tierra presente, en este mundo posdiluviano, «antes del Juicio final». Esto sería, en resumen, el milenarismo mitigado, mesurado en cuanto a las pasiones carnales; sistema que describió Leonardo Castellani de esta suerte sin creer en él ni enseñarlo: «un Reino temporal de Cristo a la manera de los imperios de este mundo, con su corte en Jerusalén, su palacio, sus ceremonias y festividades, su presencia visible y continua —y hasta su ministro de Agricultura…—» (Cristo ¿vuelve o no vuelve?, 3.a ed., p. 66. Buenos Aires: Vórtice. La primera edición es de 1951). Así, por mucho que se esfuercen en la santidad, ¿cambiaría la cotidiana tendencia pecaminosa de los hombres? ¿Esta tierra, surgida después del diluvio, sería radicalmente transfigurada en algo nuevo? No parece: es como si el Verbo de Dios, ya con su cuerpo glorioso, viniera otra vez a este mundo corrompido, tal como lo halló durante su primera venida, hostil y lleno de pecadores, para ser, tras la destrucción del reinado del Anticristo, un rey terrenal y asombroso delante del común de los mortales, aunque a ratos no sea visible. No; me temo que se requiere un hecho drástico y decisivo: la renovación del mundo viejo, o sea, el fin del mundo posdiluviano.

Pero sobre este tema conocemos también la enseñanza del Catecismo actual, que se publica en 1992 y presupone un avance: «Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DZ 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (cf. Pío XI, carta enc. Divini Redemptoris, condenando “los errores presentados bajo un falso sentido místico” “de esta especie de falseada redención de los más humildes” (Gaudium et spes, §§ 20-21)) (§ 676).

En otras palabras, el Señor Jesús no vendría a reinar en la tierra «antes del Juicio final»: la esperanza mesiánica solo se consigue «más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico», es decir, a través del Juicio final. El Catecismo subraya que la Iglesia rechaza el milenarismo, incluso el mitigado, por significar una «falsificación del Reino futuro». ¿Se incluye dentro de este nombre la concepción del milenio espiritual? Lo dudo. Según Castellani, «ese quiliasmo [a saber, el milenio espiritual] no ha sido jamás condenado por la Iglesia; ni —audemus dicere— lo será nunca, por la simple razón de que la Iglesia no va a condenar la mayoría de los Santos Padres de los cinco primeros siglos, entre ellos a los más grandes…» (ibidem). El Catecismo, por lo demás, suele identificar la Parusía con el Juicio final, como expuse detenidamente en mi ensayo «El Apocalipsis a la luz del Catecismo actual».

Esta explicación es mía: el milenio espiritual, que es el séptimo, sería el Reino de Cristo posparusíaco; al término de este tiempo de mil años se realizaría el Juicio universal, que es el segundo momento del Juicio final, para el que resucitarían los restantes muertos de todos los siglos de la humanidad (cf. Ap 20, 5), tanto las ovejas como las cabras (cf. Mt 25, 31 ss.), compareciendo ante el Juez y los jueces (cf. Mt 19, 28; Lc 22, 29-30). El primer momento del Juicio final, que es el drama histórico de la Parusía, debería exclusivamente concernir a la última generación humana del milenio sexto.

Por consiguiente, el milenarismo mitigado no debería confundirse con el milenio espiritual: la diferencia reside por lo menos en que en el primero reina Cristo antes del Juicio final, y en el segundo, después del Juicio final. Efectivamente, cuando Él venga con sus ángeles para la siega, separará el trigo de la cizaña (cf. Mt 13, 37-43), lo que es un juicio riguroso, el de las naciones impías (cf. Ap 19, 15; 2 Pe 3, 7): «El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia» (CIC, § 681). Este triunfo es definitivo: cesará el reinado de Satanás en la Creación para siempre, lo que supondría que no se temerá jamás otra salida suya desde el abismo. Si desde entonces faltara otra prueba de la humanidad al exponerse a la seducción del Maligno, aquel triunfo no habría sido definitivo sino provisorio; se ganaría una batalla muy importante pero todavía no la guerra. «El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces Él pronunciará, por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia» (CIC, § 1040).

4. En su obra magna La Ciudad de Dios, san Agustín insiste en que con la Parusía sobrevendrá el fin del mundo por el fuego universal de acuerdo con la profecía de san Pedro (cf. 2 Pe 3, 5-13). Lo mismo da a entender el Catecismo. Se trata del fin de este mundo posdiluviano, como enfatizo en mi ensayo «Los últimos hijos de Noé», para que surjan los nuevos cielos y la nueva tierra, que serán eternos y donde no habrá muerte ni llanto, angustia ni fatiga (cf. Ap 21, 4; Is 65, 13-25). Ahora bien, mientras que san Ireneo, en su libro Contra las herejías, recoge la doctrina del milenio espiritual como el Reino sereno y próspero de Cristo, ¿por qué no tuvo en cuenta la palabra divina de san Pablo sobre el arrebatamiento de los elegidos durante la Parusía (cf. 1 Tes 4, 15-17)? Este sería un vacío teológico nada despreciable. Pienso que, acerca de las profecías apocalípticas, es ineludible la lectura integral de la Biblia, sin dejar cabos sueltos, y confrontar a la vez, por ejemplo, la epístola de san Pedro sobre el fuego universal y la de san Pablo sobre el arrebatamiento, las cuales, puesto que coinciden en mencionar la Parusía, no omitió san Agustín al abordar sobre las cosas últimas.

Según la Escritura, puede interpretarse que los elegidos, después de la gran tribulación (cf. Mt 24, 29-31), serán reunidos por los ángeles y llevados en nubes para encontrarse finalmente con el Señor Jesús en los aires y estar siempre con Él; los impíos, en cambio, serán dejados aquí en la tierra para ser, en última instancia, castigados con el fuego universal (cf. 2 Pe 3, 7). Si admitimos esto, ¿dónde se vivirá el milenio espiritual? En mi opinión, no en la tierra presente, que será, justo después de que los fieles se hayan ido con el Señor Jesús, quemada, enteramente pulverizada, así como lo fue Sodoma (cf. Lc 17, 28-30), mas sin llegar a ser aniquilada. «El cielo y la tierra pasarán» (Mt 24, 35), es decir, desaparecerán mudando el aspecto. Argumenta san Agustín: «Concluido el juicio [desde la Parusía], tendrá lugar la desaparición de este cielo y de esta tierra; será entonces cuando comenzarán a existir un cielo nuevo y una tierra nueva. Este cambio del mundo tendrá lugar por transformación de los seres, no por su total y absoluta aniquilación. De ahí que diga el Apóstol: Puesto que la apariencia de este mundo pasayo os quisiera libres de preocupaciones [1 Cor 7, 31-32]. Pasa, pues, la apariencia, no la naturaleza» (La Ciudad de Dios, XX, cap. XIV). Por su parte, dice san Pablo: «La caridad nunca acaba. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada. Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta nuestra profecía. Pero cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto» (1 Cor 13, 8-10; cf. 1 Jn 2, 16-17).

Siempre podemos interrogarnos: ¿qué harán los elegidos en la Jerusalén celeste durante el descanso sabático del séptimo milenio? Imagino que ellos, adorando en la fiesta de los Tabernáculos y celebrando las bodas del Cordero de la Iglesia triunfante (cf. Ap 19, 7), estarán resguardados en la Ciudad de Dios, así como Noé estuvo protegido dentro del arca, y hasta que pase la lejana tempestad de la ardiente renovación del mundo posdiluviano, algunos —por no decir todos— se formarán para ser jueces en el Juicio universal, formidable solemnidad para la que ya habrán desaparecido el cielo y la tierra presentes (cf. Ap 20, 11; 21, 4) y que será, al acabarse este milenio, la hora de la resurrección general de los demás muertos en la misma tierra quemada (cf. Ap 20, 5; 21, 11-15; Jn 5, 28-29). Tras esto existirán solamente dos cosas eternas: el Paraíso restaurado, que es el nuevo mundo, indestructible y que nunca desaparecerá, sobre cuya tierra trasfigurada se ha de posar la Jerusalén celeste, y el Infierno, que es el lugar preparado para el Diablo y sus ángeles (cf. Mt 25, 41).

¿Hay soportes bíblicos para apoyar esta respuesta? Creo que sí. El Evangelio la sugiere: «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la venidera» (Hb 13, 14); los patriarcas «si hubieran añorado la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de volver a ella. Pero aspiraban a una patria mejor, es decir, a la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de ser llamado Dios suyo, porque les ha preparado una ciudad» (Hb 11, 15-16). «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» ( Jn 14, 2-3). «Vosotros sois los que habéis permanecido junto a mí en mis tribulaciones. Por eso yo os preparo un Reino como mi padre me lo preparó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino, y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22, 28-29). «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí» (Jn 18, 36). El Reino de Cristo, que en la tierra es la Iglesia militante y peregrina, será triunfante con su Parusía; desde entonces, desterrado para siempre el usurpador Satanás, Cristo reinará eternamente sobre este mundo creado (cf. Ap 11, 15-19), que ha de sufrir su transformación o regeneración (cf. Mt 19, 28; Rm 8, 18-23).

Si no me equivoco, infiero que los elegidos, mientras ocurra el fin del mundo posdiluviano por la completa conflagración, no se quedarán con el Señor Jesús en los aires para siempre sino que habrán sido transportados al cielo: a la Jerusalén celeste (cf. Ap 7, 15-17), cuya arquitectura está delineada (cf. Ap 21, 9 ss.) y que, culminado el Juicio universal al término del séptimo milenio (cf. Ap 20, 11-15), descenderá del cielo nuevo sobre la tierra nueva (cf. Ap 21, 1-2): entonces, en el octavo día, se vivirá el Paraíso restaurado, el Reino glorioso y eterno de Dios con los suyos (cf. Ap 21, 3; Mt 25, 34), que se pide con el Padrenuestro. Confío en que la Ciudad de Dios —¿acaso voladora como aquella casita nazarena de la Virgen que se afincó en Loreto?— jamás será perturbada por la Serpiente antigua, que habrá sido, gracias a la victoria definitiva del Señor Jesús con sus poderosos ángeles durante su segunda venida majestuosa, expulsada para siempre al lago de fuego y azufre (cf. Ap 20, 9-10). A este recinto sacro no entrará nada impuro (cf. Ap 21, 27).

Le revela el Señor Jesús a María Valtorta: «Cuando el rey venga, no reconocerá ya su hermoso jardín que se ha hecho salvaje y con ira arrancará las yerbas, aplastará los animales escurridizos, cogerá las flores que queden y se las llevará a su palacio, eliminando el jardín para siempre» (Los Cuadernos, 5 de julio de 1943). Así enseña, en fin, el Catecismo: «La victoria sobre el “príncipe de este mundo” (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está “echado abajo” (Jn 12, 31; Ap 12, 11). “Él se lanza en persecución de la Mujer” (cf. Ap 12, 13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, “llena de gracia” del Espíritu Santo, es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). “Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos” (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 17.20), ya que su Venida nos librará del Maligno» (§ 2853). Definitivamente. Amén.

La nube blanca

La segunda venida gloriosa del Señor Jesús con sus ángeles no sucederá sin algo especial que vemos cotidianamente: las nubes. Los versículos bíblicos que hablan de su Parusía suelen asociarle con este elemento atmosférico.

Así traduce la Biblia de Navarra: «Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre, y en ese momento todas las tribus de la tierra romperán en llantos. Y verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria» (Mt 24, 30). «Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13, 26). La preposición sobre parece indicar que vendrá desde más allá de las nubes, como estando muy por encima de ellas. Sin embargo, en cuanto al texto de san Marcos, distinta es la traducción de Juan Straubinger: «Entonces, verán al Hijo del hombre viniendo en las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13, 26), donde la preposición en significa que se manifestará con ellas o inmerso en ellas, de manera que la preposición sobre debería comprenderse con respecto a la preposición en, según podríamos expresar igualmente de alguien: viene montado en un caballo, viene montado sobre un caballo.

El texto de san Lucas, por otra parte, pone el acento en el singular: «Entonces es cuando verán al Hijo del Hombre viniendo en una nube con gran poder y grande gloria» (Lc 21, 27), como traduce el mismo Straubinger. Aquí notamos que el Señor Jesús viene en una nube, mientras que los otros sinópticos afirman con el plural: viene en las nubes. En mi concepto, la contradicción es aparente: el Señor Jesús no viene solo, sino con sus ángeles. En otras palabras, viene en su nube junto con sus ángeles, que acaso se aparecerán también en nubes, de modo que es incluso aceptable entender que Él viene entre las nubes.

Lo sugiere el Apocalipsis: «Mirad, viene rodeado de nubes y todos los ojos le verán, incluso los que le traspasaron, y se lamentarán por él todas las tribus de la tierra» (Ap 1, 7), como refiere la Biblia de Navarra. Straubinger escribe: «Ved, viene con las nubes, y le verán todos los ojos, y aun los que le traspasaron; y harán luto por Él todas las tribus de la tierra». Conviene citar la última versión de la aplicación digital de la Biblia Católica: «Mirad, viene acompañado de nubes: todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra». Por lo demás, aquellos que le traspasaron serían, en primer orden, los que le crucificaron (cf. Mt 26, 63-64).

Pero la Escritura detalla algo más con un epíteto. Es el único caso en que la nube es descrita con un color significativo. Vierte la Biblia de Navarra: «Entonces, en la visión, apareció una nube blanca, y sobre la nube sentado uno semejante a un Hijo de hombre, con una corona de oro sobre la cabeza y una hoz afilada en la mano» (Ap 14, 14). Este «Hijo de hombre» no puede ser otro que el Señor Jesús, que viene sentado sobre la nube blanca. No viene, pues, sobre una nube roja, azul o gris, sino blanca, color que también se repite en otro lugar: «Y vi el cielo abierto: en él un caballo blanco, y el que lo monta se llama Fiel y Veraz, y con justicia juzga y combate. Sus ojos son como una llama de fuego, y en la cabeza tiene muchas diademas; lleva escrito un nombre que nadie conoce sino él; está vestido con un manto teñido de sangre, y su nombre es: “El Verbo de Dios”. Los ejércitos celestiales, vestidos de lino blanco y puro, le seguían en caballos blancos» (Ap 19, 11-14). No hay dificultad en percibir que quien monta en el caballo blanco es el Señor Jesús, el mismo Verbo de Dios. Por supuesto, Él no vendrá solo, sino con su séquito de ángeles, como también, por qué no, con los santos difuntos que para la ocasión hayan gloriosamente resucitado (cf. 1 Tes 4, 15-17).

Por lo visto, estará sentado en la nube, mientras ocurre la siega: asombrando al mundo entero, sus ángeles reúnen a los elegidos (cf. Mt 13, 39; 24, 31; Ap 14, 15-16); luego, durante el mismo acontecimiento histórico de su Parusía, descenderá para la vendimia, hasta derrotar en el Harmagedón al Anticristo y el Falso Profeta (cf. Ap 16, 12-16; 19, 15-21; 14, 17-20), pues el Rey de reyes y Señor de señores es el Juez que «pisa el lagar del vino de la furiosa ira de Dios el Todopoderoso» (Ap 19, 15); por último, justo antes de que llueva el fuego del cielo que ha de destruir y transformar el mundo posdiluviano (cf. 2 Pe 3, 5-13; Ap 20, 9), los elegidos serán llevados «en nubes» a la Jerusalén celeste (cf. 1 Tes 4, 17).

Habiendo leído sobre la nube blanca y el caballo blanco, surge una cuestión teológica: ¿hay alguna correlación semántica entre la nube y el caballo? ¿Será admisible concluir que el caballo es un símbolo de la fuerza del transporte, en tanto que la nube implica la realidad de la fuerza transportadora del caballo? No me parece creíble asumir que la nube sea solo una figura retórica, que se queda en un simple adorno pictórico. Más bien se trataría, literalmente, de un medio de transporte maravilloso, comparable con Pegaso, una nave espacial que la magia de Dios sabrá diseñar. Así como Noé fue transportado en el arca para salvarse del diluvio mientras aguardaba el nuevo mundo posdiluviano, pienso que los últimos hijos de Noé que sean entonces elegidos serán transportados en nubes voladoras para protegerse del fuego universal mientras esperen los nuevos cielos y la nueva tierra.

No sobra señalar que las nubes voladoras son recursos literarios no infrecuentes en la narrativa caballeresca.

El Dragón encadenado

1. La atadura de Satanás (cf. Ap 20, 1-2) no significaría más que su impedimento de ser tocados por él y de pertenecerle por el pecado (cf. 1 Jn 5, 18-19), lo mismo que una jaula bloquea que el león nos devore, a no ser que la abramos imprudentemente. La imagen del Dragón encadenado en el abismo (que es su lugar propio, pues entre él y el cielo, por donde ya no podrá merodear y del que ha sido arrojado a la tierra por san Miguel gracias a la victoria de la Crucifixión, media un abismo infranqueable) tiene un aire poético. También tiene un sentido figurado: a un ángel malo, que es una criatura incorpórea, no se le ata realmente con una cadena, que es una cosa material. Pero es comprensible la letra: consiste en guardarnos de ser su presa (cf. Jn 17, 15).

Es Cristo quien, por medio de su ángel, lo ha encadenado. Mejor dicho, si estamos con Cristo, ¿quién contra nosotros? (cf. Rom 8, 31). Pues, regenerados por la reconciliación o al menos por el bautismo, como también, sobre todo, redimidos por su sangre preciosa, somos del Señor Jesús, el León de Judá, ya no de Satanás. Nuestro corazón, si es limpio y perseverante en la fe, conservando el valor intrínseco de la Cruz y encomendándose al Inmaculado Corazón de la Virgen, se convierte en una jaula para el maligno, que no llega a entrar en él, aunque eventualmente lo consiga por nuestro descuido.

Tal es nuestra lucha en este mundo mientras dure la Iglesia militante (cf. Ef 6, 12). Signo supremo de la Iglesia, la Cruz, abrazada con sinceridad y urgencia, así como el náufrago en el mar se aferra al madero, puede ser nuestra protección.

2. ¿Cuándo será definitivamente soltado el dragón? En mi concepto, lo será cuando, en el transcurso de la gran apostasía (al término de los mil años, que son, según el enfoque de san Agustín, todo el tiempo del sufriente reino de Cristo en la tierra, la misma Iglesia que peregrina por este mundo de tinieblas desde aquel Viernes Santo), haya sido removido el katéjon, el obstáculo (cf. 2 Tes 2, 6-7), la pesada piedra que retrasa la manifestación del Anticristo desde el pozo infernal (cf. Ap 9, 1-11). De este modo, tal como he argumentado en otra parte, la bestia que sube del abismo (cf. Ap 11, 7; 17, 8), el hijo de la perdición, el hombre de la iniquidad (cf. 2 Tes 2, 8), reinará por tres años y medio (cf. Ap 13, 5).

Esta pregunta es retórica: ¿ha sido retirado el katéjon el 11 de febrero de 2013? Al anochecer de este oscuro día cayó un rayo sobre la cúpula de San Pedro en el Vaticano, señal acaso profética, poco después de que Benedicto XVI anunciara su retiro del ministerio papal.

Será entonces soltado el Dragón porque, al abundar el pecado en este globo del universo, así como en aquellos días de Noé, no hallará muchos corazones custodiados con el signo de la Cruz, es decir, verdaderamente fieles al Señor Jesús. Será, pues, desencadenado: aquí se habla de la prueba final de la Iglesia militante, un castigo que Dios permitirá para nuestra purificación, si resistimos, o nuestra condenación, si nos dejamos seducir por la mentira. Se afrontará el dilema de ser como el trigo, que será recogido en el granero por los ángeles de Dios, o como la cizaña, que ha de ser echada en el fuego eterno.

Pero, a fin de desplegar y expandir con toda su fuerza anticristiana su reino de tinieblas, el Dragón será soltado por poco tiempo, frase que se repite tres veces en el Apocalipsis (cf. Ap 12, 12; 17, 10; 20, 3) y que puede ser conforme con la duración de tres años y medio.

Por lo tanto, encadenar al Dragón y encerrarlo en el abismo por mil años resulta ser una imagen simbólica: trasluce la realidad de que no podrá seducir totalmente a las naciones hasta que, al ir terminando este largo tiempo de misericordia, que es el milenio sexto de la humanidad, le llegue su breve momento. Este preciso y peligroso momento de seducción coincide, a mi entender, con la manifestación definitiva del Anticristo, su siervo infernal, durante el tiempo de la gran apostasía, como al respecto parece expresar san Pablo: «Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad» (2 Tes 2, 11-12). Para que sean, en fin, reprobados los impíos. Entonces sí que seducirá a todas las naciones: «Y la adorarán [a la bestia del mar: el Anticristo] todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado» (Ap 13, 8).

3. Antes del Evangelio, el Dragón era «el seductor del mundo entero» (Ap 12, 9); vino el Mesías, el Redentor, el León de Judá, que lo venció completamente (sí, completamente: cf. Jn 19, 30) con su Crucifixión, y entonces (lo que sería una interpretación admisible, recuperable del Catecismo actual: cf. § 2853 ) Satanás y sus ángeles fueron arrojados del cielo a la tierra (cf. Ap 12, 9). Luego decía una clamorosa voz celestial: «Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Ellos lo vencieron gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la muerte» (Ap 12, 10-11). Gracias al Sacrificio del Redentor, que con obediencia derramó ante Dios en la Cruz su sangre preciosa por la que hemos sido rescatados (cf. 1 Pe 1, 18-19), podemos vencer al Dragón y sus demonios, siempre y cuando, dentro del reinado de la Iglesia, seamos fieles y no nos encontremos atrapados por ellos en la lucha cotidiana.

Pues llegó el más fuerte, el que ató al malo para robarle su ajuar, que son las almas (cf. Mt 12, 28-29). Llegó la preclara verdad del Evangelio, que había de ser, contra la confusión de Satanás, dado a conocer a todo el orbe para su conversión, felicidad y liberación de la muerte eterna, hasta que ocurriera, mientras crecieran juntos el trigo y la cizaña, la siega. «Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin» (Mt 24, 14). Por supuesto, «la siega es el fin del mundo» (Mt 13, 39), esto es, el fin de este mundo posdiluviano por el fuego (cf. 2 Pe 3, 5-10), cuando para la ocasión haya de ser quemada la cizaña, lo que es el juicio de los impíos. Pero no olvidemos que poco antes de la siega será soltado el Dragón para la prueba final de la Iglesia militante: la gran tribulación.

4. Me identifico más con la exégesis de san Agustín en este tema. Por esto, no estoy enteramente de acuerdo con un autor como el padre Juan Rovira Orlandis, quien en su voluminoso libro El Reino de Cristo consumado en la tierra (Balmes, 2016), que he leído con interés y fruición, diserta sobre la atadura de Satanás y concluye que este ángel será encadenado con la Parusía para que luego los viadores elegidos vivan mil años aquí en la tierra con los santos resucitados.

Pero mi punto de vista es que ya ha sido encadenado con la Crucifixión. Durante la Parusía triunfante, en cambio, será expulsado para siempre al lago de fuego al final del milenio sexto, donde habrán caído vivas las dos bestias, el Anticristo y el Falso Profeta, y cuando haya llovido el fuego del cielo sobre los impíos (cf. Ap 20, 9-10). Contra el Anticristo se enfrentará Cristo, porque son dos hombres: el uno se creerá Dios y el otro es Dios mismo. Y contra Satanás se enfrentará Miguel, porque son dos ángeles: aquel no quiso nunca servir a Dios y este le ha servido siempre.

Entonces el famoso y discutido milenio, el séptimo milenio propiamente (como he sostenido en diversos escritos), se viviría en el cielo, no en la tierra actual; se consumaría en la Jerusalén celeste, la Ciudad de Dios, que después descenderá, una vez culminado el fin del mundo y el Juicio universal, desde un cielo nuevo sobre una tierra nueva, para que comience la eternidad del octavo día.

Que la atadura de Satanás se haya realizado con la Pasión de Cristo no anula necesariamente, a mi modo de ver, la interpretación posible de que exista el séptimo milenio, el descanso sabático, el Reino de Cristo con sus santos, pero con la diferencia de que este tiempo extraordinario no será en la tierra, que ha de ser quemada, renovada por el fuego universal, sino en el cielo, resguardados como lo fue Noé en el arca: la Jerusalén celeste. Así, la doctrina tradicional sobre el milenio espiritual pudiera salvarse.

5. ¿Es obligatorio colegir que Satanás será atado (cf. Ap 20) después de la derrota del Anticristo y del Falso Profeta (cf. Ap 19), como parece desprenderse de la lectura sucesiva de ambos capítulos del Apocalipsis? No, si nos atenemos al argumento de que el Mesías, por su Redención, lo ha encadenado mediante su ángel: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 31-32).

La atadura de Satanás, en suma, no significa su impedimento absoluto de tentar, sino de seducir, de arrastrar al infierno a las almas que se encuentren en la gracia de Dios o que al menos alcancen a salvarse por haber creído en el nombre santo de Jesús el Redentor. El demonio no puede arrebatar a quien es de Cristo (cf. Jn 10, 28). Por supuesto, cuando al Dragón le llegue su poco tiempo de ser desatado, seducirá de hecho valiéndose de sus dos bestias (cf. Ap 13): muchas almas serán condenadas, precisamente como un terrible castigo por la apostasía, como también por los numerosos pecados de la gran Babilonia, en particular los que claman al cielo.

Me parece que hay dos palabras clave que conviene reconocer y que no significan del todo lo mismo: tentar seducir. Ser tentado no es necesariamente pertenecer al Dragón; ser seducido, sí. Seducir implica tentar, pero tentar no implica seducir, lo que es comparable con la distinción clásica entre sentir la tentación y consentirla. Tan grave será, pues, aquel tiempo de la gran tribulación que profetizó el Verbo: «Y si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días» (Mt 24, 22).

6. De lo anterior, por lo pronto, se puede inferir que el Señor Jesús juzgará primero a los vivos durante los días de su segunda venida gloriosa en la tierra; luego, al cabo de mil años y al haber terminado el fin del mundo presente por el fuego, juzgará a los muertos durante la última manifestación de su misma venida. Pues Cristo Jesús, como bien observa Rovira Orlandis, puede tener múltiples manifestaciones durante el tiempo de su Parusía.

Se trata, en otras palabras, de su misma segunda venida a la tierra, pero gloriosa en el Día del Señor, que es además el Dies irae para los impíos. Día que no es exactamente de veinticuatro horas y que designa más bien un tiempo cuya duración, con respecto a la órbita de la tierra, puede ser de algunos días, como parece decir el profeta Daniel al darnos en especial el número 1335, asunto complejo que no abordaré en este ensayo para no demorarme. Pero no sobra recordar que, como el relámpago, vendrá el Señor Jesús de paso para llevarse a sus elegidos, por lo que estaría aquí en la tierra unos pocos días. Quizás así sea comprensible su advertencia: «Entonces, si alguno os dice: «Mirad, el Cristo está aquí o allí», no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho! Así que si os dicen: «Está en el desierto», no salgáis; «Está en los aposentos», no lo creáis. Porque como el relámpago sale por oriente y brilla hasta occidente, así será la venida del Hijo del hombre» (Mt 24, 23-27).

Por lo visto, durante «los días del Hijo del hombre» (Lc 17, 26), muchos creerán que Cristo está allí o allá. Miremos o no por la ventana, alzando la cabeza hacia las nubes (no sin haber sucedido, previamente, un acontecimiento cataclísmico, apocalíptico, que nos parecerá estar demasiado cerca el Día del Señor: cf. Lc 21, 25-26), lo que importa no es la curiosidad malsana sino la oración constante, la esperanza inquebrantable, para ser del número de los reunidos por los ángeles con el Hijo de Dios, milagrosamente transformados (cf. 1 Cor 15, 51-52) y «arrebatados en nubes» (1 Tes 4, 17) hacia el cielo, allí adonde se fue el Señor Jesús, lo que es la Ascensión (cf. Hch 1, 11), y de donde Él mismo vendrá, lo que es la Parusía (cf. 1 Tes 4, 16). Sin duda, el Rey de reyes afirmará sus pies sobre el Monte de los Olivos para defender a Jerusalén de la horrible persecución anticristiana (cf. Za 14, 4).

7. El dogma de la fe, vendrá a juzgar a vivos y muertos, puede tener su sentido plenamente literal: los vivos son los viadores de este mundo, que han de presenciar la Parusía, y los muertos son los que fallecieron antes y fueron viadores aquí, pero que, si no resucitan inicialmente con la Parusía (la primera resurrección, la de los santos: cf. Ap 20, 5; 1 Tes 4, 16), han de resucitar después desde los sepulcros (cuando se cumplan los mil años, los del séptimo milenio) para comparecer ante Dios en el Juicio universal. De manera que habría una sucesión temporal: primero es el juicio de los vivos durante la Parusía, entre los cuales se cuentan los justos y los impíos (el trigo y la cizaña: cf. Mt 13, 24-30); después, pasado el milenio séptimo, es el juicio de los muertos, entre los cuales se hallan los bienaventurados y los réprobos (las ovejas y las cabras: cf. Mt 25, 31-46).

Sin embargo, también le cabe otro sentido que puede ser incluso literal: los vivos son los que, simultáneamente, en el momento del Juicio final, tienen el alma viva, y los muertos, el alma muerta, sean los unos y los otros todavía viadores en este mundo (al terminar el milenio sexto), sean los restantes que hayan resucitado desde los sepulcros (al terminar el milenio séptimo).

«Es un tiempo difícil y distinto el que comenzará y debéis estar atentos a Mis enseñanzas.»

Publicado el 17/12/2022 por Fátima Maldonado

La vidente Isabel recibe Locuciones de Nuestro Señor Jesucristo respaldadas por su director espiritual y publicadas en el sitio:
http://elpastorsupremo.es/category/mensajes-del-dia-siete/

MENSAJE 103
1 DE DICIEMBRE DE 2022

«Padre Mío, pase de Mí este Cáliz, pero no se haga Mi Voluntad, sino la Tuya[1]”. Así me despido de vosotros Mis queridas ovejitas; así os dejo en las manos amorosas de Mi Padre Santo que está en los cielos; así os dejo el ejemplo a seguir[2]en los momentos duros y terribles de la purificación de este mundo.

Una vez os dije que me iría y no volvería a beber del vino en este mundo[3]. Así os digo Mis queridos niños de Mi Alma, que volveré a estar con vosotros, que no me iré para siempre, que me voy y volveré a estar junto a vosotros a vuestro lado, pero un tiempo no estaré[4].

Vivo a vuestro lado: en el sagrario y en la santa comunión vengo a vosotros y estoy en vosotros, pero Mi Palabra os faltará para que sintáis el hambre de Mí[5], de Mi presencia junto a vosotros que os anima y os insta a caminar por el sendero recto. Ahora será un tiempo de silencio y de apertura a lo que está por venir.

No os quedéis desconcertados, sino que debéis volver sobre vuestros pasos[6]a aquel 7 de julio de 2014[7]y sobre aquel día, rememorad con vuestra lectura amorosa cada uno de Mis Mensajes hasta el día de hoy. Allí tenéis todo lo que está por venir[8]y todo lo que debéis hacer.

No es una despedida, es: Me voy y vuelvo, volveré. Hasta entonces no os separéis de Mi Santo Evangelio[9]y recordad en cada misa[10]Mi sacrificio cruento por cada uno de vosotros.

Es un tiempo difícil y distinto el que comenzará y debéis estar atentos a Mis enseñanzas. Ésta es una de ellas: Mis hijos deben querer y esperar Mi Palabra[11], Mi Luz que os guíe, no os debéis acostumbrar a tenerme cerca pues debéis separaros de Mí. También lo haréis del Santísimo Sacramento cuando os falte de los sagrarios, cuando Mis sacerdotes rebeldes no consagren por su pecado e idolatría.

Es tiempo de silencio y de llorar en el fondo del corazón Mis silencios[12]. Un silencio amoroso y necesario[13].

Mi querida niña seguirá recibiendo los Mensajes de Mi Santo Corazón, pero nunca sabréis cuándo los recibiréis vosotros. Yo le comunicaré a ella cuándo será para todos y cuándo no. Los que no sean comunicados llegará un día que se conozcan, pero aún no.

Es difícil para vuestro Salvador dejaros desconcertados, pero es el Amor el que impulsa vuestra barca[14]y nunca dejará de hacerlo.

Es un tiempo de espera, un tiempo de rigor, de espera en lo que está por venir y os llevará nuevamente a Mi Santo Corazón que late por vosotros lleno del Fuego del Amor que no se apaga ni se apagará.

Es un tiempo sin igual, debéis calzaros vuestras sandalias[15]y esperar la voz del Maestro que os guiará a nuevos horizontes de paz y de amor.

Mi querida niña está Conmigo, vive en Mí y Yo en ella. Confiad en Mi Amor que nunca os dejará[16], ella os irá diciendo qué debéis hacer cuando así se lo haga saber a ella, y os comunicará Mis Mensajes de Amor y Salvación cuando llegue el momento de hacerlo.

No esperabais este cambio en el camino, pero el camino se estrecha[17]y aún más lo hará.

Debéis esperar los cambios del camino porque os lleva a un Reino de Amor y en el camino habrá sobresaltos y dificultad, pero Yo estaré con vosotros y nunca me separaré de vosotros[18]. Camino a vuestro lado[19]y siempre estaré junto a vosotros.

No temáis y no tengáis miedo porque nunca os faltará Mi Santo Espíritu[20], que sopla vuestra barca y os llevará a puerto seguro.

Confiad siempre en Mi Amor, que nunca os faltará.

Es un tiempo nuevo, un tiempo de dificultad y de rigor, pero el Señor os ama y nunca os dejará.

Estoy aquí para ti, oh Israel, y no me escuchas, pero me escucharéis porque días vendrán que hambrearéis Mi Palabra y Mi Luz que os guíe.

Hambrearéis Mi cobijo y Mi Alimento, y no me tendréis, pero pasado ese tiempo de rigor lo tendréis y os saciaréis los que me esperáis y no desfallezcáis en la prueba.

La dificultad no es sinónimo de imposible porque navegáis junto al Maestro y Él hace que el viento amaine y se silencie, y las olas del mar se vuelvan imperceptibles y desaparezcan, se conviertan en un suave balanceo que haría dormir a un lactante.

No olvidéis nunca que voy junto a vosotros y no tengáis miedo que Yo os ayudaré a superar los momentos difíciles.

Siempre me tendréis a vuestro lado, no desfallezcáis nunca que estoy con vosotros y no me iré nunca de vuestro lado, pero aprended, hijos, la lección necesaria del silencio de vuestro Dios y Señor; es para vuestro bien, el tiempo que viene lo exige para vuestro bien y salvación.

¿Cómo será este nuevo tiempo en Mis Mensajes de Amor en los que os he hecho llegar cada mes por una Gracia derramada del cielo? Será fácil de vivir si prestáis atención a todo lo que ya os dije en ellos y, en adelante, esperáis con rigor de soldados a que vuestro Capitán os haga llegar las nuevas órdenes para vuestro bien.

Esperad hijos, esperad que me voy, pero vuelvo.

Es un tiempo de amor, el silencio se convertirá en amor florecido en vuestros corazones si esperáis al Maestro con gozo y confianza.

Estad atentos a Mi niña del Alma, ella os hará llegar todo lo que os debo decir en cada momento y hasta ese momento guardará silencio de todo lo que le iré diciendo; solo lo sabrán los que deben colaborar con ella en esta Obra de redención así, su director espiritual lo sabrá todo en cada momento y los que la ayudarán a ponerlo por escrito y lo guardarán en su corazón como un preciado tesoro, y sus labios se sellarán para siempre hasta que vuestro Salvador los abra para ser comunicado s al mundo.

No es una despedida, Mis queridos niños, mis hijitos[21]queridos, me voy, pero vuelvo.

Quedaos en Mi Paz[22]y os llevo en Mi Santo Corazón.

Yo, el Señor Jesús[23], estoy con vosotros y no me aparto de vosotros.

Mirad el cielo y esperad Mi llegada cada día[24], Yo os espero y anhelo estar con vosotros cada día cuando me recibís en gracia y pureza.

Adiós Mis hijitos del Alma, volveré a vosotros: os llevo en Mi Santo Corazón.

Yo, Jesús, os aguardo en cada acontecimiento que vais a vivir.

No olvidéis las Palabras de vuestro Salvador[25]: No me aparto de vosotros; siempre estaré con vosotros.

Adiós Mis pequeños niños, os guardo y os protejo con Mi Santo Amor[26]Él os anima y os lleva en Su Soplo de Amor[27]hacia Mí.

Padre Mío, guárdalos en Mi Amor como Tú y Yo somos Uno[28]en el Amor.»


[1] Mt 26, 39 y par.
[2] Mt 27, 46 y par.; cf. CatIglCat 677
[3] Mt 26, 29 y par.
[4] Jn 16, 16-22
[5] Am 8, 11; Mt 5, 6
[6] Mt 26, 32; 28, 7.16
[7] Fecha del primer Mensaje de la Misericordia del Corazón Santo de Jesús.
[8] Jn 16, 13
[9] Rom 1, 16; Gál 1,6-9; 2, 5
[10] Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24
[11] Lc 2, 19.51; 10, 42
[12] Lc 22, 62
[13] Jer 29, 13s
[14] Lc 5, 4
[15] Ef 6, 15
[16] Lc 11, 13; 12, 11s.; Jn 15, 26; 16, 13-15; Hch 1, 8; 2, 33; 5, 32; 10, 44-47; Rom 5, 5
[17] Mt 7, 14
[18] Mt 28, 20
[19] Jn 14, 25.28
[20] Sal 51, 13; Sab 9, 17; Is 63, 10s;
[21] Jn 13, 33
[22] Jn 14, 27
[23] Mc 16, 19; Lc 24, 2; Hch 1, 21; 4, 33; 19, 13-17
[24] 1 Cor 11, 26
[25] Jn 17,14
[26] Rom 8, 35.39
[27] Jn 3, 8; Rom 8, 27; 15, 30
[28] Jn 17, 11.21-26


Fuente:

Haz clic para acceder a MENSAJE-103.pdf

SOBRE LA MISA EN EL FUTURO

… cada Iglesia particular debe estar de acuerdo con la Iglesia
universal no sólo en cuanto a la doctrina de la fe y los signos sacramentales,
sino también en cuanto a los usos universalmente recibidos de la tradición apostólica e ininterrumpida.
Estos deben observarse no sólo para evitar erroressino también para que la fe pueda transmitirse en su integridad,

ya que la regla de oración de la Iglesia (lex orandi) corresponde
a su regla de fe (lex credendi).
—Instrucción General del Misal Romano, 3ª ed., 2002, 397

Puede parecer extraño que esté escribiendo sobre la crisis que se desarrolla sobre la misa en latín. La razón es que nunca he asistido a una liturgia tridentina regular en mi vida.[1] Pero es exactamente por eso que soy un observador neutral con algo útil para agregar a la conversación …

Para aquellos que no están al día, aquí está el corto. En 2007, el Papa Benedicto XVI emitió la Carta Apostólica Summorum Pontificum en la que hizo que la celebración de la Misa tradicional en latín estuviera mucho más fácilmente disponible para los fieles. Afirmó que el permiso para celebrar tanto la Misa revisada actual (Ordo Missae) como / o la liturgia latina no era de ninguna manera divisiva.

Estas dos expresiones de la lex orandi de la Iglesia de ninguna manera conducirán a una división en la lex credendi (regla de fe) de la Iglesia; porque son dos usos del rito romano. —Art. 1, Summorum Pontificum

Sin embargo, el Papa Francisco ha expresado una opinión decididamente diferente. Ha estado revirtiendo constantemente el Motu Proprio de Benedicto XVI «en un esfuerzo por asegurar que la reforma litúrgica sea «irreversible».[2] El 16 de julio de 2021, Francisco emitió su propio documento, Traditionis Custodespara sofocar lo que percibe como un movimiento divisivo en la Iglesia. Ahora, los sacerdotes y obispos deben buscar una vez más el permiso de la Santa Sede misma para celebrar el rito antiguo, una Santa Sede cada vez más y rígidamente en contra de él.

Francisco dijo que estaba «entristecido» de que el uso de la antigua misa «a menudo se caracteriza por un rechazo no solo de la reforma litúrgica, sino del propio Concilio Vaticano II, afirmando, con afirmaciones infundadas e insostenibles, que traicionó la Tradición y la ‘verdadera Iglesia'». —National Catholic Reporter, 16 de julio de 2021

Perspectivas

Cuando comencé mi ministerio musical a mediados de los 90, una de las primeras cosas que hice fue revisar los documentos del Concilio Vaticano II sobre la visión de la Iglesia para la música durante la Misa. Me sorprendió descubrir que gran parte de lo que estábamos haciendo en la liturgia nunca se mencionaba en los documentos, sino todo lo contrario. El Vaticano II en realidad pidió la preservación de la música sacra, el canto y el uso del latín durante la misa. Tampoco pude encontrar ningún decreto que sugiriera que el sacerdote no podía mirar hacia el altar ad orientum, que los rieles de la Comunión deberían cesar, o que la Eucaristía no debería recibirse en la lengua. ¿Por qué nuestras parroquias ignoraban esto, me preguntaba?

También me consternó ver cómo nuestras iglesias romanas se construían cada vez más con poca belleza en comparación con las iglesias ornamentadas a las que ocasionalmente asistía en los ritos orientales (cuando visitábamos mi Baba, asistíamos a la Iglesia Católica Ucraniana). Más tarde escucharía a los sacerdotes decirme cómo en algunas parroquias, después del Vaticano II, las estatuas fueron destrozadas, los iconos retirados, los altares mayores con motosierras, los rieles de la Comunión arrancados, el incienso apagado, las vestimentas ornamentadas inactivas y la música sacra secularizada. «Lo que los comunistas hicieron en nuestras iglesias por la fuerza», observaron algunos inmigrantes de Rusia y Polonia, «¡es lo que ustedes mismos están haciendo!» Varios sacerdotes también me contaron cómo la homosexualidad desenfrenada en sus seminarios, la teología liberal y la hostilidad hacia la enseñanza tradicional causaron que muchos jóvenes celosos perdieran su fe por completo. En una palabra, todo lo que lo rodeaba, e incluyendo la liturgia, estaba siendo socavado. Repito, si esta fue la «reforma litúrgica» pretendida por la Iglesia, ciertamente no estaba en los documentos del Vaticano II.

El erudito, Louis Bouyer, fue uno de los líderes ortodoxos del movimiento litúrgico antes del Concilio Vaticano II. A raíz de una explosión de abusos litúrgicos después del concilio, dio esta dura evaluación:

Debemos hablar claramente: prácticamente no hay liturgia digna de ese nombre hoy en la Iglesia Católica… Tal vez en ninguna otra área haya una mayor distancia (e incluso una oposición formal) entre lo que el Consejo elaboró y lo que realmente tenemos… —de La ciudad desolada, Revolución en la Iglesia Católica, Anne Roche Muggeridge, p. 126

Resumiendo el pensamiento del cardenal Joseph Ratzinger, el futuro Papa Benedicto, el cardenal Avery Dulles señala que, al principio, Ratzinger fue muy positivo sobre «los esfuerzos para superar el aislamiento del sacerdote celebrante y fomentar la participación activa de la congregación. Está de acuerdo con la constitución en la necesidad de dar mayor importancia a la palabra de Dios en las Escrituras y en la proclamación. Está complacido por la disposición de la constitución para que la Sagrada Comunión se distribuya bajo ambas especies [como los ritos orientales] y … el uso de la lengua vernácula. «El muro de la latinidad», escribió, «tenía que ser roto si la liturgia iba a funcionar de nuevo como anuncio o como invitación a la oración». También aprobó el llamado del concilio para recuperar la simplicidad de las liturgias tempranas y eliminar las adiciones medievales superfluas.[3]

En pocas palabras, esa es también la razón por la que creo que la revisión de la Misa en el siglo XX no fue sin justificación en un mundo cada vez más asaltado por la «palabra» de los medios de comunicación y que era hostil al Evangelio. También fue una generación con una capacidad de atención decididamente más corta con el advenimiento del cine, la televisión y, pronto, Internet. Sin embargo, continúa el cardenal Dulles, «En escritos posteriores como cardenal, Ratzinger busca disipar las malas interpretaciones actuales. Los padres conciliares, insiste, no tenían intención de iniciar una revolución litúrgica. Tenían la intención de introducir un uso moderado de la lengua vernácula junto con el latín, pero no pensaron en eliminar el latín, que sigue siendo el idioma oficial del rito romano. Al llamar a la participación activa, el consejo no significó la conmoción incesante de hablar, cantar, leer y estrechar manos; El silencio orante podría ser una forma especialmente profunda de participación personal. Lamenta especialmente la desaparición de la música sacra tradicional, contrariamente a la intención del concilio. El concilio tampoco quiso iniciar un período de febril experimentación litúrgica y creatividad. Prohibía estrictamente tanto a los sacerdotes como a los laicos cambiar las rúbricas por su propia autoridad».

En este punto, simplemente quiero llorar. Porque siento que a nuestra generación se le ha robado la belleza de la Sagrada Liturgia, y muchos ni siquiera lo saben. Es por eso que simpatizo totalmente con amigos, lectores y familiares que aman la Misa en latín. No asisto a la liturgia tridentina por la sencilla razón de que nunca ha estado disponible donde vivo (aunque, de nuevo, he tomado las liturgias ucraniana y bizantina a veces a lo largo de los años, que son ritos más antiguos e igual de sublimes. Y, por supuesto, no vivo en el vacío: he leído las oraciones de la Misa en latín, los cambios que se han hecho, y he visto numerosos videos, etc. de este rito). Pero sé intuitivamente que es bueno, santo y, como afirmó Benedicto XVI, parte de nuestra Sagrada Tradición y del «único misal romano».

Parte del genio inspirado de la Iglesia Católica a lo largo de los siglos ha sido su agudo sentido del arte y, en realidad, del alto teatro: incienso, velas, túnicas, techos abovedados, vidrieras y música trascendente. Hasta el día de hoy, el mundo sigue atraído por nuestras antiguas iglesias por su extraordinaria belleza precisamente porque esta exhibición sagrada es, en sí misma, un lenguaje místico. Un ejemplo: mi antiguo productor musical, que no es un hombre particularmente religioso y que desde entonces ha fallecido, visitó Notre Dame en París hace algunos años. Cuando regresó, me dijo: «Cuando entramos a la iglesia, supe que algo estaba pasando aquí». Ese «algo» es un lenguaje sagrado que apunta a Dios, un lenguaje que ha sido horriblemente deformado en los últimos cincuenta años por una verdadera e insidiosa revolución en lugar de una revisión de la Santa Misa para convertirla en una «invitación a la oración» más adecuada.

Sin embargo, es precisamente este daño a la Misa lo que ha creado una respuesta a veces que realmente ha sido divisiva. Por alguna razón, he estado en el extremo receptor del elemento más radical de los llamados «tradicionalistas» que han estado dañando por derecho propio. Escribí sobre esto en On Weaponizing the MassSi bien estos individuos no representan el movimiento auténtico y noble de aquellos que quieren recuperar y restaurar lo que nunca debería haberse perdido, han hecho un daño inmenso al rechazar completamente el Vaticano II, burlarse de los fieles sacerdotes y laicos que rezan el Ordo Missae, y en el extremo, poner en duda la legitimidad del papado. Sin duda, el Papa Francisco está en sintonía principalmente con estas sectas peligrosas que son realmente divisivas y que inadvertidamente han causado daño a su causa y a la liturgia latina.

Irónicamente, mientras Francisco está plenamente en su derecho de dirigir la reforma litúrgica de la Iglesia, su agrupación total de radicales con adoradores sinceros, y ahora, la supresión de la Misa en latín, está creando nuevas y dolorosas divisiones en sí misma, ya que muchos han llegado a amar y crecer en la antigua Misa desde el Motu Proprio de Benedicto.

Una misa sorpresa

En ese sentido, quiero sugerir humildemente un posible compromiso para este dilema. Como no soy sacerdote ni obispo, no puedo más que compartir con vosotros una experiencia que, con suerte, me inspirará.

Hace dos años, fui invitado a una misa en Saskatoon, Canadá, que, en mi opinión, fue precisamente el cumplimiento de la visión auténtica de la reforma del Vaticano II. Se decía el novus Ordae Missae, pero el sacerdote lo rezaba alternativamente en inglés y latín. Estaba frente al altar mientras el incienso ondeaba cerca, su humo pasaba a través de la luz de numerosas velas. La música y las partes de la misa fueron cantadas en latín por un hermoso coro sentado en el balcón sobre nosotros. Las lecturas estaban en lengua vernácula, al igual que la conmovedora homilía dada por nuestro obispo.

No puedo explicarlo, pero me invadió la emoción desde los primeros momentos del himno de apertura. El Espíritu Santo estaba tan presente, tan poderoso… Era una liturgia profundamente reverente y hermosa… Y las lágrimas corrieron por mi mejilla todo el tiempo. Era, creo, exactamente lo que pretendían los Padres del Concilio, al menos algunos de ellos.

Ahora, es imposible en este momento que los sacerdotes se opongan al Santo Padre en este asunto con respecto al rito tridentino. Está dentro del ámbito de Francisco establecer las pautas sobre la celebración de la liturgia como Sumo Pontífice. También está claro que lo hace para continuar el trabajo del Concilio Vaticano II. Así que, ¡únete a este trabajo! Como acabas de leer arriba, no hay nada en las rúbricas de la Misa que diga que un sacerdote no puede mirar hacia el altar, no puede usar latín, no puede usar una barandilla del altar, incienso, canto, etc. De hecho, los documentos del Vaticano II exigen explícitamente esto y las rúbricas lo apoyan. Un obispo está en un terreno muy inestable para oponerse a esto, incluso si la «colegialidad» lo está presionando. Pero aquí, los sacerdotes tienen que ser «astutos como serpientes y simples como palomas».[4] Conozco a varios clérigos que están reimplementando silenciosamente la visión auténtica del Vaticano II, y creando liturgias verdaderamente hermosas en el proceso.

La persecución ya está aquí

Finalmente, sé que muchos de ustedes viven en comunidades donde la Misa es actualmente un naufragio y que asistir al rito latino ha sido un salvavidas para ustedes. Perder esto es muy doloroso. La tentación de dejar que esto se convierta en una amarga división contra el Papa y los obispos está sin duda presente para algunos. Pero hay otra manera de entender lo que está sucediendo. Estamos en medio de una creciente persecución por parte de nuestro eterno enemigo, Satanás. Estamos viendo cómo el espectro del comunismo se extiende por todo el planeta en una forma nueva y aún más engañosa. Vean esta persecución como lo que es y que, a veces, viene de dentro de la Iglesia misma como un fruto del pecado.

El sufrimiento de la iglesia también viene de dentro de la iglesia, porque el pecado existe en la iglesia. Esto también siempre se ha sabido, pero hoy lo vemos de una manera realmente aterradora. La mayor persecución de la iglesia no proviene de enemigos en el exterior, sino que nace en pecado dentro de la iglesia. Por lo tanto, la Iglesia tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, por un lado, el perdón, pero también la necesidad de la justicia. —PAPA BENEDICTO XVI, 12 de mayo de 2021; Entrevista papal en vuelo

De hecho, quiero cerrar de nuevo con una palabra de «ahora» que me llegó hace varios años mientras conducía un día a la confesión. Como resultado del espíritu de compromiso que ha entrado en la Iglesia, una persecución se tragará la gloria temporal de la Iglesia. Me invadió una tristeza increíble de que toda la belleza de la Iglesia —su arte, sus cantos, su ornamentación, su incienso, sus velas, etc.— tuviera que descender a la tumba; que viene la persecución que quitará todo esto para que no nos quede nada más que Jesús.[5] Llegué a casa y escribí este breve poema:

Llora, oh hijos de los hombres.

¡WEEP, oh hijos de los hombres! Llora por todo lo que es bueno, verdadero y hermoso. Llora por todo lo que debe bajar a la tumba, tus iconos y cantos, tus paredes y campanarios.

¡Llorad, hijos de los hombres! Porque todo lo que es bueno, verdadero y hermoso. Llora por todo lo que debe descender al Sepulcro, tus enseñanzas y verdades, tu sal y tu luz.

¡Llorad, hijos de los hombres! Porque todo lo que es bueno, verdadero y hermoso. Llorad por todos los que debéis entrar en la noche, vuestros sacerdotes y obispos, vuestros papas y príncipes.

¡Llorad, hijos de los hombres! Porque todo lo que es bueno, verdadero y hermoso. Llora por todos los que deben entrar en la prueba, la prueba de la fe, el fuego del refinador.

… ¡Pero no llores para siempre!

Porque el amanecer vendrá, la luz vencerá, un nuevo Sol saldrá. Y todo lo que era bueno, verdadero y hermoso respirará nuevo aliento, y será dado a los hijos de nuevo.

Hoy en día, a muchos católicos en partes de Finlandia, Canadá y otros lugares ya no se les permite asistir a misa sin un «pasaporte de vacunas». Y, por supuesto, en otros lugares, la misa en latín ahora está completamente prohibida. Estamos empezando a ver la realización de esta «palabra ahora» poco a poco. Debemos prepararnos para que las Misas se digan en la clandestinidad una vez más. En abril de 2008, la santa Teresa de Lisieux francesa se apareció en un sueño a un sacerdote estadounidense que conozco que ve las almas en el purgatorio cada noche. Ella llevaba un vestido para su primera comunión y lo condujo hacia la iglesia. Sin embargo, al llegar a la puerta, se le prohibió entrar. Ella se volvió hacia él y le dijo:

Así como mi país [Francia], que era la hija mayor de la Iglesia, mató a sus sacerdotes y fieles, así tendrá lugar la persecución de la Iglesia en su propio país. En poco tiempo, el clero irá al exilio y no podrá entrar abiertamente en las iglesias. Ellos ministrarán a los fieles en lugares clandestinos. Los fieles serán privados del «beso de Jesús» [Santa Comunión]. Los laicos llevarán a Jesús a ellos en ausencia de los sacerdotes.

Inmediatamente, el P. comprendió que se refería a la Revolución Francesa y a la repentina persecución de la Iglesia que estalló. Vio en su corazón que los sacerdotes se verán obligados a ofrecer misas secretas en hogares, graneros y áreas remotas. Y luego, de nuevo, en enero de 2009, escuchó audiblemente a Santa Teresa repetir su mensaje con más urgencia:

En poco tiempo, lo que ocurrió en mi país natal, tendrá lugar en el suyo. La persecución de la Iglesia es inminente. Prepararse.

En aquel entonces, no había oído hablar de la «Cuarta Revolución Industrial». Pero este es el término evocado ahora por los líderes mundiales y el arquitecto de The Great Resetel profesor Klaus Schwab. Los instrumentos de esta revolución, ha dicho abiertamente, son «COVID-19» y «cambio climático».[6] Hermanos y hermanas, marquen mis palabras: esta revolución no pretende dejar un lugar para la Iglesia Católica, al menos, no como ustedes y yo la conocemos. En un discurso profético en 2009, el ex Caballero Supremo Carl A. Anderson dijo:

La lección del siglo XIX es que el poder de imponer estructuras que otorgan o quitan autoridad a los líderes de la Iglesia a discreción y voluntad de los funcionarios del gobierno es nada menos que el poder de intimidar y el poder de destruir. —Caballero Supremo Carl A. Anderson, mitin en el Capitolio del Estado de Connectitcut, 11 de marzo de 2009

El progreso y la ciencia nos han dado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de reproducir seres vivos, casi hasta el punto de fabricar a los propios humanos. En esta situación, orar a Dios parece anticuado, sin sentido, porque podemos construir y crear lo que queramos. No nos damos cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia que Babel. —PAPA BENEDICTO XVI, Homilía de Pentecostés, 27 de mayo de 2102

Aférrate a tu fe. Permanezcan en comunión con el Vicario de Cristo, incluso si no están de acuerdo con él.[7] Pero no seas un cobarde. No te sientes en tus manos. Como laicos, comiencen a organizarse para ayudar a su sacerdote a implementar la verdadera visión del Vaticano II, que nunca tuvo la intención de ser una violación de la Sagrada Tradición, sino un desarrollo posterior de la misma. Sé el rostro de la contrarrevolución que restaurará la verdad, la belleza y la bondad de la Iglesia una vez más. incluso si es en la próxima era.