Mi alma está consumida y anhela las cortes del Señor, mi corazón salta de alegría por el Dios vivo, leemos en la Antífona de Entrada de la Misa. Y para entrar en la morada de Dios, es necesario tener un alma limpia y humilde; para ver a Jesús, son necesarias buenas disposiciones. El Evangelio de la Misa nos lo muestra una vez más.
El Señor, después de un tiempo de predicación en los pueblos y ciudades de Galilea, regresa a Nazaret, donde había crecido. Allí todo el mundo lo conoce: es el hijo de José y María. El sábado asistía a la sinagoga, como era su costumbre. Jesús defendió la lectura del texto sagrado y escogió un pasaje mesiánico del profeta Isaías. San Lucas registra la extraordinaria expectativa que estaba en el aire: enrollando el libro se lo devolvió al ministro, y se sentó; todos en la sinagoga tenían sus ojos fijos en él. Habían escuchado maravillas sobre el hijo de María y esperaban ver cosas más extraordinarias en Nazaret.
Sin embargo, aunque al principio todos testificaron a Su favor, y se maravillaron de las palabras de gracia que salieron de Sus labios, no tienen fe. Jesús les explica que los planes de Dios no se basan en razones de patria o de parentesco: no basta con haber vivido con él. Una gran fe es necesaria.
Él usa algunos ejemplos del Antiguo Testamento: Había muchos leprosos en Israel en la época del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio. Las gracias del Cielo se conceden, sin limitaciones por parte de Dios, independientemente de la raza -Naamán no pertenecía al pueblo judío-, la edad o la posición social. Pero Jesús no encontró buenas disposiciones en los oyentes, en la tierra donde había sido criado, y por esta razón no realizó ningún milagro allí. Esas personas sólo vieron en Él al hijo de José, el que hizo sus mesas y arregló sus puertas. ¿No es este el hijo de José?, se preguntaron. No podían ver más allá de eso. No descubrieron al Mesías que los estaba visitando.
Nosotros, para contemplar al Señor, también debemos purificar nuestras almas. «Ese Cristo a quien ves no es Jesús. -Es, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos nublados…. -Depúrate. Aclara tu mirada con humildad y penitencia. Entonces… no te faltarán las luces limpias del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será verdaderamente Suya: ¡Él!».
La Cuaresma es una buena ocasión para intensificar nuestro amor con obras de penitencia que dispongan al alma a recibir las luces de Dios.