La Iglesia es como un cuerpo humano, formado por miembros que están a la vez bien diferenciados y bien unidos9. La diversidad, lejos de romper su unidad, representa su condición fundamental.
Debemos pedir al Señor que sea consciente y sepa armonizar de manera práctica estas realidades sobrenaturales presentes en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo: unidad en la verdad y caridad; y, simultáneamente, reconocer para todos en la Iglesia la variedad pluriforme, la pluriformidad de las espiritualidades, de los enfoques teológicos, de la acción pastoral, de las iniciativas apostólicas, porque esta pluriformidad «es una verdadera riqueza y trae consigo plenitud, es verdadera catolicidad», muy alejada del falso pluralismo, entendido como «yuxtaposición de posiciones radicalmente opuestas».
En la unidad y la caridad, el Espíritu Santo actúa, dando lugar a una pluralidad de caminos de santificación. Y los que reciben un carisma específico, una vocación específica, contribuyen a la edificación de la Iglesia por fidelidad a su llamada particular, siguiendo el camino indicado por Dios: allí les espera, y no en otro lugar, ni en otra trama, ni de otras maneras.
La unidad deseada por el Señor –ut omnes unum sint, para que todos sean uno- no restringe sino que promueve la peculiar personalidad y forma de ser de cada uno, la variedad de espiritualidades diferentes, de pensamiento teológico muy diferente en aquellos asuntos que la Iglesia deja a la libre discusión de los hombres. «Te sorprendió que yo aprobara la falta de «uniformidad» en ese apostolado donde trabajas. Y te dije:
«Unidad y variedad. -Debes ser tan diverso como los santos en el Cielo son variados, cada uno tiene sus propias características personales muy especiales. Y, también, tan conformes unos a otros como lo son los santos, no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo.
La doctrina del Señor nos mueve no sólo a respetar la legítima variedad de caracteres, de gustos, de enfoques en lo que es opinable, en lo temporal, sino también a alentarlo de manera activa. En todo aquello que no se oponga ni entorpezca la doctrina del Señor y, dentro de ella, la llamada recibida, debe haber total libertad en los pasatiempos, los trabajos, las ideas particulares sobre la sociedad, la ciencia o la política. Así, los cristianos de nuestro siglo y de todas las épocas deben estar unidos en Cristo, en su amor y en su doctrina, cada uno fiel a la vocación recibida; debemos ser distintos y diversos en todo lo demás, cada uno con su propia personalidad, esforzándonos por ser sal y luz, una brasa ardiente, verdaderos discípulos de Cristo.