Hace cuatro meses recibí la noticia sobre el fallecimiento de una amiga y colega en el ministerio. He estado pensando mucho en su legado desde ese día. El Seminario Nazareno de las Américas en Costa Rica produjo un tributo lindo a ella que se puede encontrar en su sitio web.
Dra. Natalia Nikolova nació en Rusia y fue adoctrinada en el comunismo y ateísmo. Pero Dios tenía otro plan para su vida. Tuve el privilegio de conocerla en Costa Rica, y después viajamos de corto plazo a Ucrania en abril de 2006 en un viaje misionero con Ardeo Global. Después de conocerla más en esas dos semanas, pedí que escribiera su testimonio. Aquí, en sus propias palabras escritas algunas semanas después del viaje, está la historia asombrosa de la fidelidad de Dios.
Yo nací en Ucrania en 1973 en Ciudad de Bolgrad en la región de Odessa. Mi padre fue un líder comunista, y nosotros vivíamos bien económicamente. Desde preescolar yo fui enseñada en la doctrina comunista. Se nos inculcó que el mejor niño del mundo fue Lenin, y que todos los niños de la Unión Soviética debían ser como él. Él era muy obediente con sus padres, no decía malas palabras, era muy educado. Por eso todos los niños queríamos ser como él. La profesora del preescolar escogía a los niños que tuvieran la capacidad de retener los versos y poderlos recitar de memoria. Claro, la mayoría de los versos eran sobre Lenin. Muchos años después del preescolar, en mi memoría todavía sonaban aquellos versos que la profesora me ponía a recitar en la reunión de padres y maestros en preescolar.
También en la escuela pasamos leyendo mucho sobre Lenin, su infancia, sobre el contexto histórico de su tiempo, sobre su heroísmo, su carácter revolucionario, y que a él es al que debemos que nuestro país sea el mejor país del mundo: libre, donde no existen ni ricos ni pobres, donde cada persona puede llegar a ser lo que quiera ser. Esa imagen se les proyectaba a todos los niños y jóvenes, y todos sabíamos que él era una persona perfecta. Este era Lenin. Resultó que él era no solamente el mejor niño del mundo, sino también el mejor joven y el mejor hombre del mundo. Yo quería ser como él. En mí había un deseo genuino de ser una buena persona. Y se me enseñó que la única forma de llegar a ser muy buena persona era ser como Lenin. Por eso yo pasé las diferentes etapas del discipulado comunista: octyabryata, pioneros y komsolmolsyu. Aun había llegado a ser líder de los jovenes comunistas.
En mi familia a Dios se le veía como algo basado en la superstición. En mi conciencia luchaba con lo que había dicho Marks y Engels: que la religión era el opio para el pueblo, que estaba diseñado para tener al pueblo dominado, y que era para los débiles.
Cuando tenía 16 años en 1989, yo terminé el colegio e ingresé a la Universidad Estatal de Medicina de Odessa. En 1993 me casé con un estudiante de medicina quien era de Costa Rica. Él estaba estudiando medicina en Ucrania con una beca de su país. Fue algo raro, yo fui educada en el espíritu comunista y siendo novios le dije que amaba mucho a mi país y no estaba dispuesta a abandonarlo. Él insistía en casarnos, y después de 9 meses de su insistencia, creo que por compasión, yo cedí a su presión. Desde muy pequeña soñaba con tener un bonito hogar, donde mi futuro esposo y yo nos amáramos y criáramos a nuestros hijos en un ambiente de amor. Y por eso, si al fin y al cabo, para cumplir mi sueño, tendría que viajar tan lejos, estaba dispuesta a hacerlo.
Ese mismo año nació mi hija Linda. En 1995 yo terminé la Universidad de Medicina y viajé con mi hija a Costa Rica, donde hacía un año me esperaba mi esposo. Él tuvo que irse un año antes, porque al terminar, tenía que salir del país inmediatamente para no perder el pasaje que les daba Ucrania. Y como él era de una familia pobre, no podía darse lujo de perderlo.
Al llegar a Costa Rica y al pasar el primer mes yo quería regresar a mi país, porque toda aquella persona amorosa y atenta que era mi exesposo, se convirtió en alguien muy orgulloso y repugnante. Él no estaba preparado para recibir grandes cantidades de dinero ni ser alguien importante en la sociedad, cuando antes era alguien insignificante y pobre. Yo quería que él cambiara y que fuera como antes, yo le reclamaba esta frialdad y la falta de cariño, pero él simplemente me culpaba a mí y a mi carácter y decía que yo no le hacía caso.
Mi familia en Ucrania estaban muy en contra de mi matrimonio y de que yo me hubiera mudado a otro país. Me advertieron el riesgo de fracaso, pero mi exesposo me prometía el cielo y la tierra, que siempre me iba a ser fiel y me amaría toda la vida. Le creí a él y no a mis padres y me arriesgué a viajar tan lejos para formar un hogar feliz.
Así que la idea de regresar a mi país parecía muy vergonzosa para mí. Por eso traté de luchar por mi hogar. Sin embargo, la situación empeoraba cada día. Llegó a tal grado que estando embarazada de mi segundo hijo, Leonardo, decidí irme de la casa. Le escribí una carta de que ya no aguantaba ese infierno y que le daba una semana para que pensara. A la semana él me prometió que iba a cambiar, y entonces volví a casa. Pero debido a todo este sufrimiento que pasé viviendo en mi hogar, que de ninguna forma resultó feliz como me lo imaginaba en Ucrania al casarme, inicié con contracciones, y tenía apenas 7 meses de embarazo. Era 1997. Debido al riesgo elevado de mortalidad infantil en los niños prematuros, de la ciudad donde vivíamos, me trasladaron a la capital de Costa Rica, a uno de los hospitales centrales. Para evitar la hipoxia neonatal, allí me hicieron la cesárea.
Recuerdo muy bien cuando me levanté después de la cesárea para ir a ver a mi hijo. Era un cuadro muy conmovedor para mí. Mi pequeño hijo, solo de 1725 gramos, estaba conectado a la máquina de ventilación asistida, tenía varios cateteres venosos con varias soluciones, estaba conectado al monitor y estaba en área de los niños más críticos.
Me solté en un inconsolable llanto. No podía aguantar el dolor que había inundado todo mi ser. Me sentía impotente, sin poder ayudarle en algo. Mi hijo estaba grave, y aunque yo soy médico, yo entendía que nada podía hacer por él. Cada madre quiere que su hijo viva. Yo también quería que mi hijo viviera. Pero al entender la gravedad del asunto, me sentí aplastada por el dolor y por la impotencia personal.
Todos los días en la mañana yo llegaba al hospital y pasaba con mi hijo hasta las 10 de la noche. Y cada noche al llegar a la casa de unos amigos en San José, la capital de Costa Rica, me ponía a llorar, para luego levantarme en la mañana para ir al hospital. Siempre llegaba corriendo hacia la incubadora de mi hijo, tenía pavor de encontrarla vacía y que me dijeran que falleció.
Una mañana que llegué al hospital, el neonatólogo me dijo que mi hijo aspiró 5 mililitros de sangre en sus pulmones. Fue la peor noche para mí, sabía que estos niños podían morir de una hemorragia pulmonar masiva. Al llegar a la casa de mis amigos, les conté que mi hijo estaba más grave. El amigo me dijo que me preparara porque el niño ya no iba a sobrevivir. Pero su esposa, que era cristiana, me dijo: “Pídale a Dios.”
Yo no sabía cómo pedirle a Dios, ella tampoco me explicó, por eso mi primera oración fue muy primitiva, pero sincera: “Dios, ayúdale a mi hijo. No lo dejes morir.” Yo no entendía lo que Cristo hizo por nosotros. Así que decir que le tuve mucha fe a este Dios, es falso. Más bien, en uno de los momentos dije: “Si Dios no salvó a su propio hijo y lo dejó morir en la cruz, cómo va a salvar al mío.”
Mi hijo pasó 22 días en la Unidad de Cuidados Intensivos de Neonatalogía. Había riesgo de que quedara muerto o ciego o sordo o paralítico. Pero mi hijo sobrevivió. Y yo lo acompañé todos estos días. Fui testigo del poder de Dios. A los 2 meses era un niño hermoso y gordito, y nadie que lo hubiera visto podía imaginar lo difícil que había sido para él sobrevivir.
Ver que mi hijo no solo sobrevivió, sino que también ahora era un niño sano, me dejó muy sorprendida. Entendí que algo extraordinario había pasado. No sabía cómo pasó todo eso, solo podía comprender que estaba viendo un milagro de Dios. Mi mente ateísta había sufrido un giro de 180°. Quedé tan profundamente agradecida con este Dios que salvó a mi hijo, que quería encontrarlo para decirle: “Gracias por lo que hiciste.”
Mi vida empezó a cambiar. Me fui apartando de algunos pecados: malas palabras, malos pensamientos.
Mi relación con mi exesposo había cambiado. Los dos nos sentíamos culpables de que el niño, debido a nuestras discusiones, nació antes de tiempo y todo lo que tuvo que sufrir. Pero el cambio no duró mucho. Pronto otra vez discutíamos como antes.
En septiembre de 1998 unos amigos nos regalaron una Biblia. Al ver que la situación en mi hogar estaba ya casi insalvable, empecé a buscar en la Biblia cómo salvar el matrimonio. Me dije a mí misma: “Este Dios una vez salvó a mi hijo, tal vez Él pueda hacer lo mismo con mi matrimonio.” Como no conocía la Biblia, busqué atrás del libro, en la concordancia, los versículos que dijeran “esposo”, “esposa”, etc. De esta forma fue que encontré el versículo 5:23 de Efesios y leí que Dios decía que el esposo debe ser la cabeza de la esposa. Descontenta y enojada cerré la Biblia. “No puede ser,” me dije a mí misma. “No ha nacido todavía el que me va a mandar,” no podía creer que esto fuera la voluntad de Dios, cuando en el comunismo se nos enseñó la igualdad del hombre y la mujer. No podía aceptar que tenía que tener al esposo como mi cabeza.
No volví a tocar la Biblia por más de 3 meses. Aunque me sentía muy agradecida con Dios y en mí había un profundo deseo de buscarlo, pero no estaba de acuerdo con este versículo. Muchas veces durante este tiempo volvía a pensar “¿Por qué Dios invertaría algo así?” Pero la situación de mi hogar siguió empeorando. Y lo que más me dolía no era el perder a mi esposo, la idea de volver a casarme no me asustaba. Pero me dolía que mis hijos no iban a vivir con su padre. Yo entendía que yo podía elegir a otro esposo para mí, pero mis hijos no podían elegir a otro papá. Así que al cabo de estos 3 meses sentí el deseo de volver a buscar el versículo que me causó tanto desacuerdo. Y empecé a convencerme a mí misma: “¿De qué me vale querer mandar? Si cuando él hace lo que yo diga, y sale bien, él dice que de él fue la idea. Y cuando sale mal, me culpa a mí.” Así que decidí obedecer a Dios, y le dije a mi esposo que a partir de ese día él era el que iba a mandar. Claro, él quedó muy impresionado. Pero para mí era el fin de una dura prueba. Si la prueba con mi hijo fue muy dura, esta no lo fue menos para mí. Se estaba quebrantando mi voluntad para someterla a Dios. Muchas veces sentía dentro de mí como un volcán que no estaba de acuerdo con Dios, pero recordaba lo que Él había hecho por mi hijo, y con mucho costo me sometía a Él. Por muchos años fui una persona muy dominante, por eso no fue fácil permitirle a Dios que Él me dominara a mí.
La prueba con mi hijo trató con mi parte afectiva, la prueba de someterle a mi esposo trató con mi voluntad.
De vez en cuando ganaba Dios y de vez en cuando ganaba yo. Hasta que finalmente me cansé de luchar con Dios, me cansé de la vida de pecado, y le dije a Dios: “Dios, quiero hacer Tu voluntad.” Fue abril de 2000. Esta fue mi conversión. A partir de allí mi vida empezó a cambiar más rápidamente. Todavía no entendía cuál era el plan de Dios a través de su Hijo. Pero Dios tuvo mucha misericordia de mí a pesar de mi gran ignorancia.
En este tiempo fue que entendí que los líderes comunistas habían quitado al Dios verdadero y en su lugar habían puesto a los ídolos del comunismo. Si antes yo quería hacer desaparecer a cualquier persona que hablara mal del comunismo porque me sentía parte de ello, ahora comprendí que fui víctima del comunismo. ¡Fuimos engañados! Me sentí traicionada. Mi corazón se inundó de mucho dolor por mi pueblo. ¡Mi pobre gente, cómo pudimos aguantar tanta mentira y tanto engaño! Solo en 1991 habían 250 millones de habitantes en la Unión Soviética. ¡Cuánta gente se fue al infierno durante eso 74 años de idolatría! No lo podía creer, que todo en lo que creía sinceramente, fue una gran falsedad.
Debido a esta desilusión, tuve gran temor de ser otra vez engañada por alguna secta. Quería congregarme en alguna iglesia, pero quise saber algo de Biblia antes de elegir una iglesia. Por eso cuando supe de que la Iglesia del Nazareno de Ciudad Quesada, donde yo vivía, iba a dar un curso de Antiguo Testamento I, me interesé mucho y me inscribí para recibirlo. Era septiembre de 2002. Después del curso de Antiguo Testamento I, me invitaron al curso del Antiguo Testamento II que iban a dar al mes siguiente.
Cuando llegué a recibirlo, nos explicaron que era un programa de 30 cursos de 3 años, 10 cursos por año. Me gustó la doctrina de la Iglesia del Nazareno. Oré a Dios y de esta forma tomé la decisión de congregarme. Solo que el primer día mi esposo me siguió. Y cuando llegué a casa, me hizo un escándalo de cómo yo siendo médico podía ir donde los cristianos y que si yo volvía allá iba a matar al pastor y a poner una bomba en la iglesia. Toda su familia era católica. Pero él era más ateo que creyente.
Duré varios meses desanimada, pensando que antes de que él se convertiera, no podría congregarme. Veía a otros hermanos que pudiendo ir a la iglesia no iban, y yo que quería ir, no lo podía hacer para no crear problemas en mi hogar, no sentía que era el tiempo de Dios. No tenía fe de que me iba a congregar en poco tiempo. Pero Dios me tenía una sorpresa, Él siempre me sorprende. Recibí una palabra de parte de Él que pronto iba a empezar a congregarme. Sentí esta palabra que de verdad era de Dios. Era aquella seguridad que llegaba a mi corazón. Entonces empecé a orar a Dios que preparara a mi esposo para la noticia que le iba a dar.
Y Dios respaldó su palabra. El día cuando le hablé, le dije: “Yo no sabía, pero, resulta que desde hace tiempo yo me convertí. Dios está en primer lugar para mí, y tú en el segundo. Así que voy a ir a la iglesia. Tú puedes ir a matar al pastor, puedes ir a poner una bomba en la iglesia, pero no vas a matar la fe que yo tengo.” Mi esposo había quedado perplejo. Llegó a reaccionar como a los 15 días. Terminó alegando porqué yo iba a la iglesia. Pero ya era demasiado tarde. Ya yo iba cada domingo a la iglesia y no iba a soltar la posición que Dios había entregado en mis manos. Para mí era ver lo imposible, porque nunca me imaginé yendo a la iglesia, cuando mi exesposo estaba radicalmente en contra de la iglesia evangélica. Aunque él nunca iba a ninguna iglesia, si yo hubiera ido a la iglesia católica, no hubiera sido tanto problema para él. Pero la iglesia evangélica era la iglesia que él detestaba. Era un milagro para mí. Dios hacía posible algo antes inadmisible.
Por muchos años viví un cristianismo clandestino: de leer la Biblia o escuchar canciones evangélicas o de ver canal cristiano solo y únicamente cuando mi esposo no estaba. Sufrí muchas agresiones verbales de que no tenía nada en mi cabeza ya que me había vuelto una fanática religiosa. Nunca imaginé que fuera posible servirle a Dios, siendo mi esposo una persona inconversa. Aunque él vio un gran cambio en mí, y aun lo admitía, nunca llegó a aceptar mi fe. Dios me había cambiado, pero mi hogar seguía mal. Mi exesposo siempre me culpaba. Y por muchos años llegué a aceptar la culpa. Le dije a Dios que estaba dispuesta al dolor y trato duro conmigo de parte de Él, con fin de que Él me cambiara. Ya no quería ser igual. Y de verdad Dios había cumplido mi petición.
Todavía mi exesposo seguía en su alcoholismo y rebelión contra Dios. Yo ya no aguantaba más este sufrimiento. Le dije a Dios que lo cambiara o lo quitara, porque ya había llegado al borde de mi aguante. Sin embargo, Dios me permitió aguantar un año más. Ya yo estaba en un callejón sin salida. Quería un esposo amoroso, pero tenía un esposo agresor, tanto conmigo como con nuestros hijos. Además, entendía que no podía tener un ministerio serio para el Señor, mientras mi hogar me robaba ánimos y fuerzas. Pasé por una depresión bastante seria, que enmascarababa en mi trabajo, para poder sobrevivir y no encerrarme en mi casa. El Señor fue mi único refugio. Finalmente, hace año y medio Él me guío a una decisión crucial. Después de muchas oraciones, le dije a mi exesposo: “Ya no aguanto una gota más de tu licor. Te doy 15 días de tiempo. Piénsalo y escoge entre el licor o la familia. No te presiono. Toma tu tiempo.” A los 8 días mi exesposo delante de nuestros hijos, tiró el anillo de matrimonio y dijo: “Yo me voy de la casa. Voy a seguir tomando. Nadie me manda.” Sentí que Dios mismo me estaba liberando de esta persona monstruosa. Más tarde Dios me reveló que mi exesposo deseaba poseerme como si fuera mi dueño, anulando toda mi decisión personal. En todo él quería decidir por mí. El Señor de verdad llegó a ser mi Libertador de esa posesión.
A los 5 meses de estar separada me di cuenta de la verdadera causa del porqué nunca funcionaron las cosas en mi hogar. Todos los años desde que llegué a Costa Rica, y posiblemente antes, mi exesposo me fue infiel con varias mujeres. Como médico me ha tocado a atender a muchos pacientes que han vivido en infidelidad. Ellos testifican de que es una vida de infierno, es vivir una doble vida, llegan a un punto donde ni ellos mismos saben a quien aman. Es una vida infeliz. Esto fue lo que viví con mi exesposo.
Creo que fue la prueba más dura de mi vida. Antes de casarnos habíamos hablado del tema. Aún durante el matrimonio también. Mi posición siempre fue que si él algún día deseaba buscar a otra mujer, nada más me avisara, y allí terminaba todo. Que yo no iba a hacerle escándalo, ni le iba a estorbar en su vida. Cada uno se iría por su lado. Lo único que yo le pedía es que fuera honesto y nunca me engañara. Él juraba que siempre me era fiel y que me amaba demasiado. Así que aunque a veces tenía mis dudas, al no haber nada de pruebas, seguía creyendo sus mentiras.
Cuando me di cuenta, mi corazón realmente se quebrantó. Pasé un mes de agonía, de un dolor insoportable. Pude comprender a aquellos que terminan su vida suicidándose debido a una traición de estas. En mi vida sufrí 2 terribles traiciones: con el comunismo durante 27 años, y con la infidelidad de mi exesposo durante más de 10 años. Pero el Señor fue fiel en levantarme de esta prueba tan dura. Así que otra vez puedo testificar de su poder, de que Él levanta a aquel que tiene el corazón hecho pedazos. En Él encontré esta verdad genuina, santidad y mucho amor tierno y eterno. Él es mi Rey. Es la razón de mi vida, es el sentido de mi caminar. Gracias a Él puedo vivir una vida de amor y de santidad. Alabado sea Su Nombre. Amén.