Alfonso XIV en el Nueva York

de ‘Las hijas del capitán’

Alfonso de Borbón y Battenberg junto a su primera mujer, Edelmira Sampedro, en una foto tomada el 4 de julio de 1934 en París.

Del viaje a EEUU para preparar su nueva novela, la escritora María Dueñas regresa cautivada por la mujer cubana en la que ella buscaba las claves del primogénito de Alfonso XIII, el hermano mayor de Don Juan que un tiempo halló refugio, hasta la extremaunción, en el corazón de Nueva York

Allí, Edelmira, la cubana que pudo cambiar la historia de España, y quien nació para ser Alfonso XIV, frecuentaron la diáspora española de la que nace el libro ‘Las hijas del capitán’

Entré en la Merrick Library de la Universidad de Miami con mi colega Gema Pérez-Sánchez, profesora madrileña del departamento de Español y Portugués. Una vez registrada como investigadora visitante, nos dirigimos al recinto de la Cuban Heritage Collection y saludamos en voz queda a los eficaces bibliotecarios. Me mostraron entonces lo que tenían preparado en respuesta a mi búsqueda: un archivador de grueso cartón gris. Yo había enviado previamente las referencias precisas a Gema, ella había gestionado la localización del material.

Me acomodé junto a una amplia cristalera y alcé la tapa de la caja. Con las yemas de los dedos rocé las pestañas de unas cuantas carpetas color vainilla hasta encontrar lo que buscaba. Sampedro, Edelmira (Condesa de Covadonga Memories), Typescript, Copy III, n.d. (no date).

Ahí estaban, intactas, las memorias de aquella cubana nacida en 1906 en Sagua la Grande, la desconocida que pudo haber alterado la historia de España. Un buen montón de folios de fino papel amarillento, mecanografiados, con manchas color óxido delatando el paso del tiempo y algunos tachones y correcciones en tinta azul.

Necesitaba conocer los aconteceres que dejó narrados Edelmira Sampedro ahora que por las páginas de mi nueva novela iba a transitar el que fuera su marido, Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito de Alfonso XIII, tío de Juan Carlos I, hermano mayor de don Juan. Aunque su protagonismo en mi obra es sólo episódico, mi afán por el rigor en el tratamiento de los personajes históricos me impulsaba a indagar en su persona. Y nadie podría ayudarme mejor que su propia mujer.

Mis recursos documentales se habían centrado hasta entonces en diversos artículos de prensa española y norteamericana, y en los excelentes trabajos de algunos periodistas y escritores: El Borbón de cristal, de José María Zavala (Áltera 2009), Trío de príncipes, de Juan Balansó (Plaza & Janés 1995), incluso la imaginativa novela El príncipe y la bella cubana, de Roberto G. Fernández (Verbum 2014). Pero tenía dudas. Y sólo las fuentes primarias me las podrían aclarar.

Alfonso de Borbón y Battenberg vio la luz en el Palacio Real de Madrid el 10 de mayo de 1907, primer vástago del joven rey español Alfonso XIII -21 años- y la aún más joven reina inglesa Victoria Eugenia -Ena para los suyos-, que apenas contaba con 19. El orgulloso padre exhibió al recién nacido ante las autoridades y su egregia familia colocándolo encima de una bandeja de plata labrada, sobre un cojín de terciopelo rojo y un mantillón de encaje; el presidente del consejo de ministros Antonio Maura le alzó el faldón para comprobar su sexo.

La noticia fue anunciada al pueblo con una salva de 21 cañonazos: las esperanzas dinásticas estaban garantizadas, ya había heredero varón. Desde ese momento ostentó el título de Príncipe de Asturias; nadie presagiaba que aquel rollizo bebé rubio de enormes ojos azules llevaba en las venas la hemofilia, esa terrible enfermedad que le detectaron los médicos al realizarle una circuncisión poco antes de cumplir su primer mes.

Tras la cirugía, comprobaron con espanto que el niño no paraba de sangrar. La desgracia se sumaba a otras similares en monarquías europeas cercanas por lazos de consanguinidad -las casas de Hesse y Sajonia-Coburgo-Gotha, la familia imperial rusa-. A Alfonsito le había transmitido el terrible mal su madre, la reina Ena, nieta de la reina Victoria y portadora sin saberlo. Con los años, también la heredaría su hijo menor.

Lo criaron con mimo extremo, conscientes de que cualquier pequeño golpe o herida podría generar una hemorragia letal. Jamás se relacionó con otros niños más allá de sus hermanos, pasaba gran parte del tiempo recostado en la cama, le hicieron probar una panoplia de remedios inútiles, fue sometido a constantes transfusiones.

A lo largo de esos años, sus progenitores empezaron a distanciarse sentimentalmente: el rey entretenido con sus modernos automóviles, partidos de polo, amantes diversas y jornadas de golf; la reina recluida en palacio, protegiéndose de aquella España áspera y ajena. Aun así, tuvieron otros cinco hijos: Jaime, Beatriz, Cristina, Juan y Gonzalo. Entretanto arreciaba la tensión política, las calles bramaban su descontento y el descrédito del monarca aumentaba con los días.

La proclamación de la Segunda República el 12 de abril de 1931 precipitó a la familia hacia el destierro. Esa misma noche se marchó el monarca escabulléndose hacia el Campo del Moro por una puerta clandestina. Tras llegar anónimamente en coche hasta Cartagena, embarcaría en un crucero de la Armada y recalaría en Marsella al día siguiente vestido de civil.

En el Palacio Real entretanto, frente a la muchedumbre revuelta y amenazante que abarrotaba la Plaza de Oriente, quedó aterrorizada la reina inglesa con sus seis hijos. La acompañaba apenas un puñado de fieles; ante el dramatismo de la situación, la mayoría de la corte los había abandonado sin atisbo de vergüenza. Por la mañana salieron todos repartidos discretamente en varios automóviles; a Alfonso, aquejado por una nueva crisis hemofílica, hubieron de sacarlo en camilla.

Tomaron en El Escorial el rápido de Hendaya a bordo del vagón real, arrancaba así un larguísimo exilio en el que los reyes ratificaron con la distancia geográfica -ella instalada en París y él en Roma- su ya previsible separación matrimonial. Los hijos empezaron también a dispersarse, el destino inicial del primogénito fue un sanatorio suizo en Leysin.

Leve dolencia pulmonar

En este punto exacto es cuando la biografía del príncipe de Asturias se entrelaza a sus 24 años con la de Edelmira Sampedro: de aquel momento y de lo que aconteció a partir de entonces queda un vívido testimonio en las memorias que yo seguía leyendo absorta en la biblioteca de la universidad. Una leve dolencia pulmonar los hizo coincidir en el mismo centro de reposo; tras la muerte de su padre -un próspero industrial azucarero de origen cántabro-, la viuda y las hijas disfrutaban de su herencia pasando temporadas en Europa, viajando ociosas de país en país. La chispa fue instantánea: ella quedó prendada de la apostura rubia y esbelta del Borbón, de su viril fragilidad y su cautivador papel de príncipe destronado; a él le arrebató su belleza morena, la dulzura caribeña que Edelmira desbordaba.

El romance fue de manual: envío de flores y tiernas cartas, encuentros y conversaciones entre susurros, paseos por la orilla del lago Léman… Repuesto en su salud momentáneamente y liberado de las rigideces y protocolos de la corte madrileña, Alfonso tardó poco en ponerse el mundo por montera.

Los gritos del ex monarca sonaron atronadores cuando recibió la noticia en Roma, en su suite del Grand Hotel. Su heredero pretendía casarse con una plebeya, la huérfana de un simple emigrante cántabro que había prosperado con el negocio de la caña de azúcar. Para que abandonara a la Puchunga -como la apodaron en la familia real-, primero intentó convencerle con prebendas a través del duque de Miranda: le ofrecía un yate, un viaje alrededor del mundo, un abultado aumento en su asignación mensual.

Ante la negativa, vinieron violentas conversaciones cara a cara en el hotel Meurice de París, pero el hijo tampoco entró en razones. La reacción final fue un ultimátum: si insistía en aquel disparatado matrimonio, debería despedirse de sus derechos de sucesión.

No le tembló la mano al príncipe de Asturias al rubricar la carta que redactó la secretaría del rey: el 11 de junio de 1933, Alfonso de Borbón y Battenberg renunciaba a sus derechos reales y se convertía en anodino conde de Covadonga, un título sin relumbrón ni raigambre. Diez días después se casaba con Edelmira, primero en el registro civil y después en la parroquia católica de Ouchy. No asistió ningún miembro de la familia real ni ningún grande de España, tan sólo le acompañaron discretamente como testigos dos amigos personales, el duque de Almodóvar del Río y Tito Beltrán de Lys. Del evento dieron cuenta los principales periódicos de la época, Edelmira escribiría después en sus memorias que la sensación de abandono y desamparo del ya ex príncipe fue brutal.

Pasaron la luna de miel en el hotel Royal de Evian, unos meses después se instalarían en otro establecimiento bastante más mediocre en París, cerca de la Place de La Madeleine. A pesar de que los recursos económicos eran escasos tras el drástico recorte de la asignación por parte del rey, ella recuerda aquellos meses como un tiempo feliz: paseos, cine y teatro, cenas en un restaurante español, algún breve viaje…

Sobre ellos planeaba sin embargo una negra sombra que no tardaría en generar una insoportable tensión: Gottfried Schweizer, el enfermero y secretario que el rey depuesto contrató para atender a su hijo tiempo atrás. Aquel fornido cincuentón suizo aficionado al ocultismo se encargaba de sus cuidados médicos y de su toilette. Y de su economía. Y de inyectarle fármacos que a menudo alteraban el temperamento del recién casado. Las tiranteces entre Edelmira y el empleado aumentaban con los días: ella quería hacerse con el control, el otro se negaba a cedérselo. Y Alfonso… Alfonso, frágil e irreflexivo, se dejaba llevar.

Discusiones y lágrimas, problemas de salud, de carácter, de dinero. A finales de 1934 asomó la primera gran crisis: Edelmira decidió volver sola a Cuba y refugiarse en su familia. En junio de 1935 acordaron un reencuentro en Nueva York: él llegaba en un buque de la Trasatlántica Española, ella lo recibió en el muelle, hubo besos públicos y románticas declaraciones, la prensa norteamericana cubrió el momento como si fueran estrellas de Hollywood. Poco después se instalaban en La Habana y reemprendían la vida en común.

Las desavenencias, sin embargo, reaparecieron en breve. La salud de Alfonso se debilitó hasta el punto de recibir la extremaunción a principios de 1936, el desprecio del enfermero Schweizer por Edelmira era cada vez más descarado, la convivencia se tornó agria hasta lo insoportable. A finales de marzo, el conde de Covadonga abandonó la isla y se trasladó temporalmente a Nueva York. Y a partir de ese preciso momento es cuando el personaje entra en mi novela: instalado en el hotel St Moritz frente a Central Park, enamorado todavía de su mujer pero incapaz de luchar por ella, alejado de su familia, solo y desencantado.

Para saber algo más sobre cómo imagino yo que pudo haberse sentido durante aquellos meses que vivió en Manhattan en la primavera del 36, tendrán que leer Las hijas del Capitán. Al término de mi historia, él seguirá su camino. Éste, no obstante, fue corto: después de divorciarse y tras el fin de un fugaz segundo matrimonio con otra cubana, sufrió un accidente de automóvil estampándose contra un poste de telégrafos cuando circulaba de madrugada por el Biscayne Boulevard de Miami junto a una joven vendedora de cigarrillos.

Murió de una hemorragia interna, tenía 31 años. A su entierro en el Graceland Memorial Cemetery sólo acudieron tres personas. Cinco décadas más tarde, su sobrino el rey Juan Carlos ordenó que sus restos fueran repatriados a España. Una octogenaria Edelmira -residente en Coral Gables desde que a Cuba llegara la Revolución-, dio el último adiós al féretro en una sala del aeropuerto vestida de luto riguroso. Cuentan que lloraba al despedir a su único amor.

Fallece María Dolores Pradera, la gran señora de la canción

«Devuélveme el rosario de mi madre», «La flor de la canela» o «Amarraditos», entre los éxitos que la hicieron tan querida y respetada en España y América Latina

La cantante y actriz María Dolores Pradera falleció ayer a los 93 años en su casa, en Madrid (España), donde había nacido. Tras ella quedan un sinfín de canciones con las que ha acompañado al público durante más de 60 años en registros muy diversos: baladas, boleros, tangos, coplas, rancheras, fados…

María Dolores Pradera era apreciada en España y Latinoamérica. Su voz grave y elegante fue acompañada durante décadas por Los Gemelos, los hermanos guitarristas Santiago y Julián López Hernández.

Convirtió en éxitos canciones de un lado y otro del charco, de compositores como el mexicano José Alfredo Jiménez, la peruana Chabuca Granda, el cubano Miguel Matamoros, el uruguayo Alfredo Zitarrosa, el argentino Atahualpa Yupanqui, la chilena Violeta Parra y el poeta español Federico Garcia Lorca.

En el siguiente vídeo, “Toda una vida”, del compositor cubano Osvaldo Farrés:

La cantante llenó los grandes auditorios y logró ser la primera española en pisar el escenario del Royal Albert Hall de Londres. No solo eso: contribuyó al abrazo de hermanos entre los pueblos latinos gracias a colaboraciones en disco y en directo con cantantes como Alberto Cortez, Chavela Vargas, Mercedes Sosa, Lola Beltrán o Helenita Vargas,entre otros.

Entre los españoles que también trabajaron con ella, se cuentan Rocío Jurado, Lola Flores, Carlos Cano o Joaquín Sabina.

Rosana, Miguel Bosé, Cachao y Víctor Manuel son algunos de los intérpretes que también han querido unir sus voces a las de esta dama de la canción en recopilatorios, todos ellos superventas.

Devuélveme el rosario de mi madre…

En 1961 le llegó el éxito mundial por “El rosario de mi madre”, estrenada por el grupo peruano Los Troveros Criollos. Le seguirían, ya imparable su voz, “La flor de la canela”, “Fina estampa”, “Amarraditos”, “Del puente a la alameda”…

María Dolores Pradera estuvo casada con el gran actor Fernando Fernán Gómez, con quien tuvo dos hijos, Fernando y Helena. Con él compartió carrera teatral (y cinematográfica) sobre todo en los años 40, aunque ella se inclinó muy pronto por el canto.

El público siempre fue muy agradecido con María Dolores Pradera, la gran señora de la canción, como se le llegó a llamar. Le concedieron numerosos premios, entre ellos un Grammy latino y el Nacional de España de Teatro así como la Medalla de las Bellas Artes.

El 21 de junio de 2013, después de haber suspendido algunos conciertos por una afección respiratoria, María Dolores Pradera se despedía de los escenarios en un concierto con el cantante Miguel Poveda, en Las Ventas de Madrid.

Antes, en 2012, un gran número de cantantes le rindieron tributo en el disco “Gracias a vosotros”: RaphaelJoan Manuel SerratJoaquín SabinaPablo AlboránAna Belén, Víctor Manuel, Miguel Bosé, Miguel Poveda, Sergio DalmaPasión VegaLuis Eduardo AuteManolo GarcíaDiana Navarro y Diego el Cigala

La valentía de afrontar retos

Que algo sea posible o imposible, no depende tanto de la realidad, sino de mi capacidad de afrontar retos, de mi capacidad de “afrontamiento”. Educar las emociones es enseñar a afrontar retos. Los pilares de una personalidad madura son: capacidad de abordar lo arduo; capacidad de retardar el deleite; capacidad de reconocer al otro como “otro yo”; capacidad de decidir atendiendo a lo real. Retrasar el deleite es el principio de la templanza, es educar el mundo emocional.

Que algo sea posible o imposible, no depende tanto de la realidad, sino de mi capacidad de afrontar retos, de mi capacidad de “afrontamiento”. Educar las emociones es enseñar a afrontar retos. Los pilares de una personalidad madura son: capacidad de abordar lo arduo; capacidad de retardar el deleite; capacidad de reconocer al otro como “otro yo”; capacidad de decidir atendiendo a lo real. Retrasar el deleite es el principio de la templanza, es educar el mundo emocional.

Cuando un ateo dice que es infeliz, está en camino de búsqueda. ¿Puede haber felicidad auténtica prescindiendo de Dios? La experiencia demuestra que no se es feliz por el hecho de satisfacer las expectativas y las exigencias materiales. La única alegría que llena el corazón es la que procede de Dios. Tenemos necesidad de la alegría infinita.

¿Qué motiva el mal? No nos entendemos a nosotros mismos al hacer el mal que no queremos y no hacemos el bien que queremos, como San Pablo. Cuando hacemos el bien hay alegría, gozo, cuando elegimos el mal estamos tristes, nos sentimos miserables.

Somos capaces de resolver problemas y de crearlos. En el hombre el tiempo es completamente relevante. El hombre no tiene instintos, tiene reflejos y tendencias. Somos completamente impredecibles, improbables. Sólo hay dos opciones: Somos fruto del azar o somos frutos del querer de Dios, en este caso, somos predilectos. El fundamento de mi existencia es un querer, el querer de Dios, es una libertad. El hombre es radicalmente hijo, querido sobradamente por Dios.

Peter Kreeft explica: El “yo” lleva dentro un misterio, más que un problema. Podemos controlar y predecir los problemas; el ser humano es impredecible. No puedes conocer a la persona científicamente, “colectivamente”, sólo la puedes conocer personalmente. Se puede ser expertos en problema; pero hay cosas que sólo se conocen por amistad, por el cariño, por el amor. ¿Quién te conoce mejor? ¿El sociólogo, el psicólogo o el mejor amigo? Si te conoce bien un psicólogo te ayuda más por la amistad que ha crecido entre ustedes, que por las terapias.

El filósofo francés, Gabriel Marcel, piensa que lo más fácil para entender el ser y la ontología de la naturaleza, hay que estudiar la santidad. Hay dos premisas: 1ª Para entender al ser hay que tratar de entender nuestra propia existencia. 2ª Cuanto más entiendas la existencia humana, el yo, más entiendes la realidad. No hay seres humanos sanos, todos tenemos conflictos, enfermedades físicas, psíquicas o espirituales. La enfermedad es la norma, pero los santos no se conforman con la norma.

Para entender cualquier cosa, se entiende en su estado perfecto. Un bebé es perfecto en el seno de su madre y los sentidos que tiene lo va a usar en la vida, no en el seno materno. El ser humano perfecto, si la santidad es el sentido de la vida, hay que entender la santidad. Jesús no dice: “Trata de hacer las cosas un poco mejor”, sino que afirma rotundamente: Deben de ser perfectos como mi Padre celestial es perfecto. Él es nuestro Salvador porque nos saca del pecado y nos da la fuerza para superarlo y para ser santo.

Hay sólo dos cosas que quiero saber, le dijo San Agustín a Dios: quién eres Tú y quién soy yo. León Bloy, literato francés, afirma: Sólo hay una tristeza: no ser santos. La santidad es para todos, no sólo para unos cuantos designados para ello. Eso quiere decir tenemos una obligación moral, eso quiere decir que puedes serlo. ¿Por qué no soy tan santo como los primeros cristianos? Porque no me lo he propuesto. Dios quiere que le amemos con todo el corazón, con toda el alma, con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra voluntad. El pecado es desobediencia y separa al alma de Dios y de sí misma, aliena, nos rompe. Nos rompemos cuando decidimos ser lo que no somos. Buda dice: “Deja de desear”, da una curación errónea. Encontramos dos voluntades en nosotros, una que busca la apariencia y otra que busca la verdad.

No vivimos en una sociedad pagana sino en una sociedad descristianizada, ¿qué puede salvar nuestra civilización? Ninguna civilización se ha salvado sin fortalecer a la familia. Este es el fundamento fundamental de la sociedad y se va a colapsar sino se restaura, ¿cómo? Los santos salvan las civilizaciones. ¿Cuántos santos? No lo sabemos.

Jesús es la luz que ilumina a todo ser humano que llega al mundo, redime a todos pero no todos corresponden. ¿Cómo lo conocemos? A través de los que lo conocen mejor, los santos. Tenemos la tarea de vivir las virtudes pero no bastan las virtudes solamente. El universo físico es hermoso, eso nos hace suponer que el universo espiritual también lo es, y más. Madre Teresa llevó a que muchos se enamoraran de Jesucristo por su vida y sus obras. Decía: Dios no nos puso en este mundo para tener éxito sino para vivir de fe.

Cuando empiezas a encontrarte con Dios, empiezas a entender lo que el bien es. Muchos santos podrían llegar a ser criminales. Si no ofendes a nadie no haces el trabajo de Dios; no se trata de omisiones sino de hacer el bien que Dios nos pide a cada uno. Hay cosas no negociables: Dios es todopoderoso, es todo Amor, Dios es Sabio. Lo que temes, las tentaciones que tienes son parte del plan de Dios, confía en Él.

La gente sufre porque pierde la vida de fe, porque creen que no necesitan a Dios, que ellos pueden solos, y lo ignoran. Tenemos que ser auto críticos. La perversión siempre es la perversión de algo o alguien bueno. El primer reto es ser hombre de principios, de convicciones, y eso implica varios pasos: buscar la verdad, encontrarla y –una vez encontrada- comprometerse con ella. Para buscar la verdad desinteresadamente hay que vivir los Diez Mandamientos, que son de ley natural, es decir, todos saben lo que está bien o mal, si no se han involucrado con el corazón en una mala conducta previa.

Los verdaderos amigos no son perfectos pero son héroes, como Sam, el personaje de El Señor de los Anillos. Los cristianos pensamos que Jesús es perfecto Dios y perfecto hombre. Si el sentido de la vida es llegar a ser santos, todo adquiere sentido.

Algunas ideas fueron tomadas de la conferencia impartida por Peter Kreeft, de Boston College, en el norte de Estados Unidos: Becoming a saint.

El Búho Rojo

Tengo un grupo de amigos ateos que gustan de organizar parrilladas en Viernes Santo, como una forma de afirmar su identidad atea y, en realidad, su dependencia de una tradición religiosa precedente; pero eso no les gusta reconocerlo. En líneas generales resulta interesante conversar con ellos, pues un buen número tienen alto nivel cultural, lo que suele producir una conversación amena. Siempre es enriquecedor departir con quien no piensa como uno. Suelen reunirse en un café “underground” de una zona bohemia de la ciudad llamado “El Búho Rojo”.

El sábado pasado tuve la oportunidad de asistir allí a una sugestiva conferencia, aderezada con un generoso café, sobre “El temor a la muerte en De rerum naturaede Lucrecio”. Que, resumiendo, como buen epicúreo materialista no temía a la muerte, porque “mientras estamos vivos no es problema, y una vez que morimos ya no existe el sujeto que pudiera tener ese problema”. Pero lo interesante de la reunión fueron las confesiones de fe atea que algunos participantes se sintieron obligados a profesar ante la presencia de un sacerdote católico.

Dos de esas “confesiones” despertaron paralelamente mi curiosidad, hilaridad y pena. Resulta paradójico sentir tristeza y tener risa al mismo tiempo, pero así fue. Esto solo me sucede en el Búho Rojo, por eso lo considero un lugar especial. Una persona mayor, de entre setenta y ochenta años confesó que era ateo desde niño, porque una ocasión le rezó a la Virgen y a todos los santos, pidiéndoles que no le propinaran una tremenda paliza, y adivinen que pasó… La otra fue más dramática, pues no sólo fue confesión de ateísmo sino valiente testimonio de no tener miedo a la muerte. Que alguien joven no tema a la muerte puede ser normal, fruto de la inconciencia juvenil, pero que un señor que afirmaba tener noventa y cinco años lo diga no deja de ser curioso, y uno no puede evitar preguntarse si será verdad o lo dirá cara a la galería, pero el discurso sea acaso diferente en las largas noches de insomnio junto a la almohada, o cuando se palpan las progresivas limitaciones físicas. El caso es que este amigo se hizo ateo el día de su primera comunión, porque no alcanzó el consabido pastel y chocolate caliente, tradicionales al final del evento religioso. Pensó que eso significaba que Jesús no lo quería y por eso no existía.

El primer testimonio me hizo pensar que, en buena lógica, yo no debería ser solo ateo sino satánico, habida cuenta la cantidad de veces que mi madre me dio en las pompis con la chancla, o por aún, mi papá con el cinturón o correa. Quizá se deba a que yo de niño no era tan inteligente y la verdad no se me ocurrió; a lo más intentaba escarmentar para que no se volviera a repetir la furiosa y agresiva tormenta sobre los glúteos.

Debo decir, en defensa de los ateos ahí presentes, que otros tienen motivos más académicos para su ateísmo, son menos existenciales. Pero esos dos, repito, no dejaron de llamarme la atención. Pensándolo bien, yo también soy ateo del dios en el que esos dos respetables ancianos no creen. Un dios semejante al “genio de la lámpara” que debe comprobar su existencia demostrándomela, concediéndome mi deseo. Una especie de dios mágico, al que acudo, como a los brujos y chamanes, para pedir un favor, y a quien no pagaré nada hasta ver los resultados. Lo trágico de la confusión es que el dios del que se declaran ateos los dos ancianos no es el Dios cristiano, por más que lo hayan “vacado” en la primera comunión o al rezarle a la Virgen.

¿Cuál es el Dios cristiano entonces? Precisamente el de la Semana Santa, pero que, nuevamente en forma trágica, no alcanzarán a vislumbrar, pues estarán muy ocupados aderezando las carnes el Viernes Santo, mientras con aire de superioridad compadecen a la “pobre gente” que reza el Vía Crucis o asiste al “Sermón de las Siete Palabras” (o a una versión más intensa, “el sermón de las tres horas”; sí, ¡tres horas hablando el padrecito y la gente no pierde la fe!, una demostración práctica de que Dios sí existe).

¿Cuál es el Dios de la Semana Santa? El que asume, hasta sus últimas consecuencias, la misteriosa y dura experiencia humana del dolor, del fracaso, del sufrimiento. El Dios que es capaz de hacer de lo más oscuro, la luz más potente; de la muerte más horrible, el ícono de la belleza; de la condena y el abandono, la fuente de la esperanza. Jesús estaba más cerca de ese niño sin pastel y de ese niño castigado, pero ellos no se dieron cuenta. Es el mismo Jesús que en la Cruz no tiene rencor ni resentimiento con quienes le condenan, sino que ora por ellos pidiendo a su Padre “perdónales, porque no saben lo que hacen”. Lo mismo pido yo a Dios por mis amigos ateos, consciente de que no soy mejor que ellos, quizá es que solo eran más listos de pequeños; pido que les de la gracia del arrepentimiento y puedan rezar aquella maravillosa oración de último momento “acuérdate de mí cuando estés en tu reino”; mientras que para mí aplico esa otra del Angélico, “límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero”.

 Mario Arroyo

Doctor en Filosofía

p.marioa@gmail.com

 

En Lourdes tuvo un extraño encuentro con una mujer y un niño: se curó y años después acabó siendo sacerdote

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Christy es ahora un conocido sacerdote en la Inidia, y sigue formándose en Estados Unidos.

Que las madres hacen grandes sacrificios por sus hijos es algo sabido y compartido. También lo es que a menudo pueden ser la puerta de entrada a la santidad de sus hijos, y esto se ve en que en muchas ocasiones detrás de cada gran santo suele haber una madre orante y creyente.

El sacerdote indio Christy David Pathiala está de acuerdo con ello y fue gracias a la fe de sus padres, y al amor que le enseñaron a la Virgen María lo que luego provocó que acabara siendo sacerdote. Pero mientras tanto, hubo un acontecimiento clave en su vida donde sus dos madres, la que le dio a luz y la propia Virgen, tuvieron un papel primordial.

Vio la muerte muy de cerca

Cuando era niño sufrió una extraña enfermedad que estuvo a punto de costarle la vida. “Estuve en la UCI durante 12 horas y los médicos no tenían esperanzas. No respondía al tratamiento y dijeron a mis padres que se prepararan para mi muerte. Pero ellos no se dieron por vencidos. Las oraciones de mis padres me hicieron mejorar”, relata este sacerdote en Catholic Lane.

Pudo recuperarse de lo que parecía una muerte segura, pero le quedaron unas secuelas bastante graves, pues le daban una serie de fiebres altísimas que obligaban a sus padres a hacerle baños de hielo. La temperatura de su cuerpo era difícil de regular incluso cuando no estaba enfermo.

Así por ejemplo, no podía comer ni beber nada frío, ni siquiera se podía exponer a un viento frío porque entonces volvían estas fiebres.

La peregrinación a Lourdes

En 1989, cuando Christy tenía 4 años, sus padres decidieron peregrinar al santuario de Lourdes. Su madre había rezado fervientemente por una cura para su hijo, y tenía mucha fe en que de aquella peregrinación volvería sano.

Christy y sus padres nunca olvidarán lo que vivieron aquel día. Ya en Lourdes, de camino al santuario pasaron por una de las heladerías, y el pequeño miró con tristeza los helados expuestos. “Debido a que los helados son fríos no podía comerlos”, cuenta el ahora sacerdote, que recuerda que “cuando mi hermano comía helado, mi padre, por pena, siempre me compraba sólo el cono de galleta”.

“Vi la heladería y supliqué a mi madre que me dejara comer helado”, afirma Christy. “Ella tenía tanta fe que dijo: ‘Primero vamos a los baños (piscinas del santuario), y aunque él muera, tendrá ese helado”.

Una mujer que llevaba a un niño en silla de ruedas

Pese a su corta edad en aquel momento se acuerda de como hacía cola para entrar en una de las piscinas en las que muchos enfermos se sumergen en el agua del manantial de la gruta en la que se apareció la Virgen esperando la curación.

Mientras esperaba su turno, una mujer que empujaba una silla de ruedas que transportaba a un niño se acercó a Christy y a su padre. De manera sorprendente, ella colocó cinco francos en la mano de Christy y dijo: “Vete a tomar ese helado”. Cuando se alejaba, le dijo a su padre: “Reza por mi hijo”.

Cuando su madre volvió, le contaron lo que había sucedido con esta mujer, la buscaron por todos lados pero no la encontraron. Finalmente, este futuro sacerdote fue sumergido en las aguas de Lourdes y luego toda la familia fue a la heladería.

Christy estaba curado

Por fin pudo probar aquellos helados que tanto anhelaba. Uno, después otro, y otro más. Las fiebres habían desaparecido. Estaba completamente sano.

Christy está convencido que aquella mujer era la Virgen María, y que el niño en la silla de ruedas era Jesús. “Después de aquel día, tuve la sensación de que ella me estaba diciendo, ‘te estoy llamando para algo’”.

“Este niño será como yo”

Nunca había pensado en ser sacerdote. Pero él ve ahora algunos signos claros manifestados durante su infancia. En una visita a Roma con su familia, durante una audiencia papal llamó la atención de Juan Pablo II, que se inclinó y le abrazó. En ese mismo viaje, mientras caminaba con su padre un sacerdote se les acercó y señalándose su alzacuellos dijo: “Algún día este niño será como yo”.

“Lo había olvidado, pero mi padre me lo recordó durante mi ordenación. Mirando hacia atrás, trato de relacionar como Dios me ha guiado a lo largo de mi vida. Intento vivir en el presente y dejar que Dios decida cómo van a ser las cosas”, afirma contento.

Ya se ven sus milagros

«El Señor me ha casado con los pobres, y estoy encantado»

José Manuel Horcajo lleva nueve años al frente de la parroquia de san Ramón Nonato, un hospital de campaña en Puente de Vallecas (Madrid) abierto todo el día donde los vecinos se encuentran con Dios mientras salen, con ayuda, de la miseria. Es la obra social familiar Álvaro del Portillo. Hombres y mujeres destrozados por el hambre, el maltrato, las drogas, el alcohol y unos hogares en guerra civil, han muerto y han resucitado aquí. No es una manera de decir.

Don José Manuel acoge la visita del cardenal de Madrid, Mons. Carlos Osoro, a la parroquia y a la obra social beato Álvaro del Portillo. Fotos: @FJBerguizas

“Puente de Vallecas. Es primavera, pero aquí la nube de la pobreza, de las vidas tristes, del hambre, del maltrato y de las familias amargamente descuajeringadas está siempre ennegreciendo el ambiente.

José Manuel Horcajo es el párroco de san Ramón Nonato desde hace 9 años. Misa. Oraciones. Bodas, bautizos y comuniones. Y mucho más, porque este templo, que parece una fábrica, es, en realidad, un parque de atracciones de esperanzas con su obra social familiar Álvaro del Portillo.

La parroquia de san Ramón es un cielo abierto de posibilidades. Aquí se habla de Dios y se facilitan panes bajo el brazo de personas que habían tirado la toalla y encuentran segundas, terceras y cuartas oportunidades para volver a la casilla de salida y cimentar de nuevo sus futuros sin vender sus almas al diablo de la desesperanza.

Estamos en un barrio bajo un puente. Gente sin preparación y con muchas dificultades para formarse suficientemente y encontrar un hueco más allá de la pobreza. Familias dinamitadas por el alcohol, la droga, el odio, los llantos perpetuos y esa nube gris oscura casi negra que ha decidido asentar aquí sus malos augurios y sus injustas consecuencias.

 

El templo de san Ramón Nonato está abierto todo el día, y la gente del barrio responde con su presencia

Sacramentos y tápers

Cuando José Manuel Horcajo se ordenó sacerdote en 2001 nunca pensó que este sería su ministerio, a medio camino entre bautizar y ofrecer un táper de lentejas. Entre evangelizar y montar de la nada un comedor social por el que hoy circulan 300 personas todos los días.

¿Cómo duerme usted en paz con tantos problemas ajenos sobre sus carnes? “Eso mismo me pregunta mi madre. ¿Cómo aguantas, hijo? Pues aguanto con alegría. Soy un observador de milagros constantes: personas que cambian, personas que vuelven a sonreír, personas que entierran sus depresiones. Dios arregla muchos problemas”. Entre tripas que suenan, corazones maltratados, mujeres lapidadas en sus casas y agobios imposibles desde principios de mes, Horcajo va arreglando el barrio y va construyendo su sacerdocio, con la ayuda de muchos voluntarios generosos que nacieron para no mirar el reloj ni pedir nada a cambio.

Hace nueve años, cuando José Manuel llegó a este templo del lado oscuro de Madrid, decidió abrir la parroquia durante todo el día. Los vecinos entraban, rezaban, pedían catequesis, un bautismo, muchas confesiones, “y nos dimos cuenta de que había tanta pobreza a nuestro alrededor que teníamos que dar una respuesta, más allá de ofrecer una bolsa de comida de vez en cuando”.

Un ropero. Un comedor social. Un centro de orientación familiar, “porque veíamos que, para muchos, el detonante de sus miserias materiales eran problemas familiares muy gordos”. Objetivo: que las personas que se benefician de la obra social de la parroquia se sientan queridas y ayudadas. Y la fama de estos samaritanos urbanos del siglo XXI se fue corriendo de boca en boca. Efecto llamada. Oye, que es que en esta parroquia no sólo te dan comida, o te enseñan a rellenar un informe. ¡Que aquí te ayudan de verdad!

Yo he estado una tarde de primavera en este jardín. En la parroquia, personas que rezan y salitas llenas de grupos de personas en acción. En el edificio de enfrente, un comedor que prepara la cena, una biblioteca con 20 niños en clases de apoyo, y una charla para familias de discapacitados llena hasta la bandera cuando salgo, ya de noche, camino al Madrid que ahora me parece Matrix.

Raciones de alivio

En estos nueve años largos, pero épicos, José Manuel ha visto con los mismos ojos estómagos y almas. Aquí la crisis se nota en tres dimensiones. Mucho arroz, mucho atún y mucho nada más. Con la obra social de la parroquia, ahora las historias pobres conviven con el alivio.

Una mujer llora depresiva en su casa porque su vida no tiene consuelo. La montaña rusa de sus afectos le está pasando factura. El párroco, que tiene también servicio de atención domiciliaria, le ha visto y le ha tendido su mano. ¿Por qué no te vienes a cocinar al comedor social? ¡Necesitamos tu ayuda! Dudosa, acude a la llamada. Cocina. Y cocina bien. Después del servicio le dan las gracias y le aplauden sus dotes culinarias. Llora la señora de alegría “por sentirme útil”. Así sale una mujer de Puente de Vallecas de una depresión. Sin psiquiatras. Arropada por vecinos que no miran para otro lado.

Aquí, los curas son sacerdotes con el corazón rojo como la sangre que no se cansan de bombear pan, palabra e ilusión. Lo dice José Manuel haciendo balance: “Quizás suena a frase poética, pero yo me la creo de verdad: el Señor me ha casado con los pobres, y estoy encantado. Es algo que nunca jamás me podía imaginar”.

Cada día el comedor de San José ofrece trescientas comidas a vecinos de Puente de Vallecas

Los feligreses de este sagrado corazón de ladrillo visto están a gusto. Muchos han encontrado a Dios entre las bolsas de basura. Algunos han recuperado su dignidad. Otros, están en ello. Todos ven una luz potente al final del túnel.

Pero, claro, este emporio social tiene un precio. Muchas personas que no han encontrado una respuesta en los servicios sociales vienen aquí. A poner el cazo. Alquileres, luz, agua, comida. La solidaridad es gratis, pero las cosas cuestan. En concreto, cada mes de acción social le sale a Horcajo por 5.000 euros. Los donativos del principio van menguando y la nevera no se repone del todo. A estas alturas de la aventura, el párroco va cubriendo el 60 por ciento de la factura y él también necesita cheques sencillos para seguir remando en un mar de números rojos cada vez más acuciantes y donde nos es posible que se abran las aguas para huir hacia delante.

Al César, lo que es del César. Las deudas están ahí. Los beneficios, están claros. Todos los que pisan esta parroquia se llevan algo, aunque sea un premio de consolación. El propio Horcajo admira “que Dios me haya aumentado la paciencia, porque para servir a los demás hace falta una buena dosis de paciencia. Uno que te cuenta una cosa diez veces, otro al que debes explicarle un procedimiento en seis ocasiones. Una que se enfada y se va, pero vuelve. Otro que discute y monta un pollo, pero luego regresa, aunque sea sin pedir perdón”.

Paciencia y cintura.

Una mañana, Horcajo se toma un café en terraza. Habla con dos neocatecumenales sobre el arranque del Camino en su parroquia. Varias mesas más allá, tres punkis están de fin de fiesta, entre cigarros marchitos, latas vacías y mugre. Uno de ellos se sube a la cresta:

—¡Curaaaaaa, invítanos a cerveza!

José Manuel se levanta. Le tiemblan un poco las piernas, admite, porque a ver por dónde le sale el arrojo.

—¿Cómo que te invite a una cerveza? ¡Invítame tú, que yo tengo que dar de comer ahora a 200 personas del barrio! ¡A ver si me ayudas un poco!

—¡Anda, cura, estás mintiendo! ¡La iglesia miente! ¡No está con los pobres!

La chica punki del trío le pone firme a su colega:

—¡Calla! ¡Que es verdad que este cura da de comer a los pobres, que me vecina va allí a ese comedor social!

—¡Pues que nos inviten a una cerveza sus amigos, que deben ser del Opus!

Responde Horcajo: El del Opus soy yo.

Risa. Saludos. Y a seguir.

Este es el entorno. Un sacerdote del Opus Dei en un barrio para el que lo de menos es que sea del Opus Dei, porque los prejuicios no dan de comer. Al final, resume el párroco, “cuando tú te ordenas sacerdotes piensas, en teoría, que lo tuyo es dar la vida por todos y entregarte a favor de las personas que Dios te pone cerca. La gente que te rodea es la que marca tu estilo de sacerdote”.

Ángel, Calista, Elita y José Manuel son «los cuatro resucitados del Puente de Vallecas», protagonistas de un reciente reportaje publicado en El Mundo

Un muelle social para todos

El cura de barrio abre su parroquia al alba y la cierra casi después de que eche el pestillo el último bar. En medio, voces que piden auxilio. Pase, vamos a buscar su hueco, vamos a estudiar su caso, vamos a intentar no hacerle esperar. Un plato lleno. Un trabajo. Un techo. Aquí, el que llama encuentra un lugar donde agarrarse.

Más que en dar, Horcajo y su gente comprenden. No juzgan a la madre soltera, al drogadicto-colador, al alcohólico sin fronteras, a la prostituta barata, al mendigo-don-Simón. Esa es la taquilla de este parque de atracciones especialista en vidas-noria, historias-rusas, biografías-látigo, y muchos autos de choque que siempre se la pegan con los mismos.

En esta parroquia caben todos y no sobra nada. Pero faltan recursos para seguir azuzando el cotarro.

En esta parroquia, que yo lo he visto escuchando a Calista, a Elita, a Ángel y a José Manuel, la resurrección es un dogma de fe que se palpa con los ojos como platos. Porque ellos, y muchos otros, habían muerto después de tocar fondo, y han despertado del coma con el suero del cariño y la cirugía de una parroquia de campaña.