Psicología de la tentación

roca-aguaLa tentación se nos presenta como algo contrario a lo que Dios quiere. Los deseos de Dios son claros y sencillos. El mensaje de Dios es simple. El demonio viene sutilmente con un nuevo plan para alguien.

Podemos cambiar la felicidad de un instante por la felicidad de la vida eterna.

La tentación cambia la visión que tenemos de las cosas. Se presenta como algo bueno. Luego produce una metamorfosis en el corazón. Nos lleva de haber querido darle un “sí” a Dios a darle la espalda. Tener una tentación no es pecado; el pecado está en consentir en la tentación: Preferimos la felicidad que pasa a la eterna.

La tentación puede ser un acto de bendición cuando se le rechaza, o puede ser un acto de maldición cuando se la acepta. Si cedo, corrompo la relación con Dios y con los demás. Hacer el mal produce placer pero el placer pasa y el mal se queda. Hacer el bien produce dolor, pero el dolor pasa y se queda el bien.

No pedimos a Dios que no tengamos tentaciones, sino que no nos deje caer en ellas. Las tentaciones son a la vez pruebas, ocasiones para afirmar el amor a Dios. “Bienaventurado el hombre que sufre tentación, porque, una vez probado, recibirá la corona de la vida que Dios prometió a los que le ama”n (St 1,12).

Tenemos obligación ante todo, de resistir la tentación. Si entonces fallamos y pecamos, tenemos la obligación de arrepentirnos inmediatamente. Si no nos arrepentimos, Dios deja que vayamos a lo nuestro: permite que experimentemos las consecuencias naturales de nuestros pecados, los placeres ilícitos. Si seguimos sin arrepentirnos –mediante la abnegación y los actos de penitencia- Dios permite que continuemos en pecado, formando así un hábito, un vicio, que oscurece nuestro entendimiento y debilita nuestra voluntad.

Una vez que estamos enganchados en el pecado, nuestros valores se vuelven al revés. El mal se convierte en nuestro “bien” más urgente, nuestro más profundo anhelo; el bien se presenta como un “mal” porque amenaza con apartarnos de satisfacer nuestros deseos ilícitos. Llegados a ese punto, el arrepentimiento llega a ser casi imposible, porque el arrepentimiento es, por definición, un apartarse del mal y volverse hacia el bien; pero, para entonces, el pecador ha redefinido a conciencia tanto el bien como el mal. Isaías dijo de tales pecadores: “¡Ay de aquellos que llaman mal al bien y bien al mal!” (Is 5, 20).

Una vez que hemos abrazado el pecado de esta manera y rechazado nuestra alianza con Dios, sólo puede salvarnos una calamidad. A veces lo más compasivo que puede hacer Dios con un borracho, por ejemplo, es permitir que destroce el coche o que le abandone su mujer…, lo que le forzará a aceptar la responsabilidad de sus actos (Scott Hahn).

¿Qué pasa con la realidad para que el género humano la encuentre tan insoportable? Lo que pasa es que la enormidad del mal, su presunta omnipresencia y poderíos, y nuestra aparente incapacidad para escapar de él… nuestra incapacidad, incluso, para no cometerlo. Parece que el infierno está en todas partes amenazando con sofocarnos,

Ésta es la realidad que no podemos soportar. Pero es también la cruda y terrible realidad que dibujó San Juan en el Apocalipsis. Las bestias son el poder en la sombra que mueve naciones e imperios; se fortalecen con la inmoralidad de la gente a la que seducen; se emborrachan con el “vino” de la fornicación, la avaricia y el abuso de poder de sus víctimas (Scott Hahn).

Ante tal oposición tenemos que escoger: o presentar la batalla, o darse a la huida. Huir podría parecer la elección más razonable; sin embargo, la huida no es una opción real. “Esta guerra es inevitable, y el que en ella no lucha, de todas maneras se ve inexorablemente enredado en ella y sucumbe. Es que nos enfrentamos a enemigos tan obstinados y furiosos que de ellos no podemos esperar jamás ni tregua ni paz” (Lorenzo Scupoli).

Vivir de espaldas a Dios es una falsa ilusión de libertad, es la peor de las desgracias. Juan Pablo II ha señalado en esta cerrazón a la misericordia divina una característica de nuestra época. Es bien patente a todos la imagen del “hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual (…)”. La acción del Espíritu Santo, que tiende a convencernos de pecado -sólo el Espíritu Santo nos hace comprender la fealdad del pecado-, encuentra que la conciencia está impermeabilizada, que hay dureza de corazón, porque se ha perdido el sentido del pecado. Hay que ver a Cristo en la Cruz para comprender qué es el pecado. No nos ha de dar miedo esta situación. Tiene remedio. El ser humano tiene una capacidad grande de recapacitar y regenerarse.

Nada puede desanimarnos en este camino hacia el fin último, porque nos apoyamos en “tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es El, el Dios de las misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento ni solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el paraíso” (Juan Pablo I, Alocución, 20-IX-1978).

Autor: Moral y Luces

Moral y Luces

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