La profecía de Sor Lucía

La profecía de Sor Lucía: “El enfrentamiento final entre Dios y Satanás es sobre familia y vida”

La vidente de Fátima lo escribió al cardenal Carlo Caffarra. “La Virgen ya le ha aplastado la cabeza”

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Dios contra Satanás: la última batalla, “el enfrentamiento final”, será sobre la familia y sobre la vida. La profecía es de sor Lucía dos Santos, la vidente de Fátima de la que el pasado 13 de febrero empezó el proceso de beatificación.
 
La carta a Lucía
 
Lo cuenta el cardenal Carlo Caffarra en una entrevista concedida aLa Voce di Padre Pio (marzo 2015). El purpurado tuvo el encargo de Juan Pablo II de idear y fundar el Instituto Pontificio para los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, del que es hoy profesor emérito.
 
“Al inicio de este trabajo – explica Caffarra – escribí a sor Lucía de Fátima, a través del obispo, porque directamente no se podía hacer. Inexplicablemente, aunque no esperaba una respuesta, porque le pedía sólo oraciones, me llegó a los pocos días una larguísima carta autógrafa – ahora en los archivos del Instituto”.
 
En esa carta de Sor Lucía está escrito que el enfrentamiento final entre el Señor y el reino de Satanás será sobre la familia y sobre el matrimonio. “No tenga miedo, añadía, porque quien trabaje por la santidad del matrimonio y de la familia será siempre combatido y odiado de todas formas, porque este es el punto decisivo”.
 
La columna que sostiene la Creación
 
La monja de Fátima sostenía que la Virgen ya ha “aplastado” la cabeza a Satanás. “Se advertía – prosigue el purpurado – también hablando con Juan Pablo II, que este era el nudo, porque se tocaba la columna que sostiene la Creación, la verdad sobre la relación entre el hombre y la mujer y entre las generaciones. Si se toca la columna central cae todo el edificio, y esto ahora lo vemos, porque estamos en este momento y lo sabemos”.

Al final me quedé solo

Yo era un egoísta con mi esposa, y al final me quedé solo

couple walking

El unirme en matrimonio, no fue un acto verdaderamente consciente de que por él establecía ante Dios y ante los hombres, un compromiso de donación plena en el más importante proyecto de mi vida. Actuaba solo conforme a una visión muy pobre, pues lo consideraba algo convencional y necesario, aunque ciertamente, sentía por mi esposa un amor a mi manera.

Todo lo que hacía, se subordinaba a un fuerte individualismo anidado en mi corazón, en el que buscaba afanosamente el éxito que la sociedad suele celebrar: estatus social, prestigio, poder económico, etc.

Trabajaba mucho excluyendo toda responsabilidad personal con los que me rodeaban. Solo entraban en mi consideración, las relaciones meramente funcionales que se pueden establecer con los demás con sentido de conveniencia. Siempre con una actitud de desconfianza, pues en ese “solo te sirvo si tú me sirves”, pensaba que todos los demás eran como yo, y que buscaban  solo servirse de los demás.

Me estorbaban valores que consideraba absurdos y en desuso, tales como: ser generoso, preocuparme  por el presente y futuro de los demás;  acoger al prójimo desamparado, etc., solo por poner unos ejemplos. Era  una coexistencia que rechazaba, considerando  que atentaba contra mi autonomía personal, la cual, para mí, era de un valor  superior a todas esas peculiaridades o características humanas.

En cambio, en mi autonomía  creía sentirme con derechos como el reconocimiento a mis logros, a la realización y afirmación personal, a ser  respetado y sobre todo a actuar según mis deseos,

Primero era yo, luego, yo y después yo. Y el “mi de mi yo” crecía despreciando, menguando y extinguiendo el “tú, de los demás”.

Mi conflictiva personalidad se expandía en el “mí” de: mi cuerpo,  mi salud, mi tiempo, mis proyectos, mis frustraciones, mi aburrimiento, mis posesiones, y un largo etcétera,  en el  que tampoco me importó verdaderamente el mí, de mi familia, la cual sufrió las carencias afectivas por mi acendrado egoísmo.

Vivía con ellos pero no para ellos, les daba cosas pero no me daba a mí, reclamaba, juzgaba… guardaba distancia. Poco a poco, empecé a darme cuenta de que a mi familia no le decía nada mi gran éxito profesional. Yo solo era el extraño, el proveedor, el dueño. Roles en los que  mi persona se ocultaba y se confundía.

En el más absurdo de mis errores, creía tener el derecho de ser amado por mi familia como parte del poder alcanzado. Pero no era así… el amor es libertad  es don, y  no se compra ni se obliga. El darme cuenta fue el amargo remedio que necesitaba. Con agudo dolor en el corazón, de pronto, me sentí solo.

Un amargo remedio por el que pude encontrar a Dios que se ha convertido en mi más profunda compañía. Ahora por la  fe  tengo la certeza de que Él cuida de mi familia y que vela por ella con amor, aunque yo haya fallado. Ahora espero todo de Él, esforzándome por corregir mis errores y confiando  que por su misericordia, sacará un bien de todos mis errores. Dios es amor y le pediré que me enseñe a amar a mi familia y recuperarla.

Nunca es tarde.

Por. Orfa Astorga de Lira.
Orientadora Familiar.
Máster en matrimonio y familia.

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