De vuelta a Roma

Anglicanos de Australia, de vuelta a Roma

Por Blanca Ruiz Antón 18 de junio del 2012

Será en el ordinariato personal de Our Lady Southern Cross, el tercer grupo de anglicanos del mundo que se une oficialmente a la Iglesia católica y al que parece que le seguirán otros de Japón.

A pesar de que los lefebvrianos no tienen muy claro si volver o no a la Iglesia católica, hay otros grupos que no tienen dudas y que llevan muchos años esperando. En este ocasión se trata de un grupo de anglicanos de Australia que, junto con su obispo entraron definitivamente en comunión con Roma el 15 de junio.

Ellos formarán el Ordinariato Personal de Our Lady the Southern Cross, Nuestra Señora de la Cruz del Sur, que abarcará toda Australia. No son los primeros -existen ya otros ordinariatos personales en Inglaterra y Estados Unidos- ni serán los últimos –ya que está previsto que les sigan algunos sacerdotes de Japón- pero se trata, sin duda de una gran alegría para la iglesia católica en estos tiempos difíciles de traiciones y deserciones. Una vuelta a casa, el retorno a donde todo comenzó: Roma.

La figura canónica del Ordinariato Personal es una joya del derecho canónico pensada con la cabeza y con el corazón. Ya que permite que estos fieles de tradición anglicana, mantener sus costumbres, de oraciones o de liturgia por ejemplo, pero siendo fieles a la tradición católica. Una idea estupenda para evitar cismas o malas praxis, para ayudar a seguir al pie de la letra el Magisterio de la Iglesia, pero con algunas costumbres distintas.

Estos anglicanos que vuelven a Roma son la viva muestra de amor a la Verdad. Han tenido que esperar muchos años para que desde el Vaticano se diera el visto bueno a los Ordinariatos Personales, pero su amor a la Verdad y a las cosas bien hechas les ha llevado a esperar, el tiempo que ha sido necesario para entrar oficialmente en algo que ya era efectivo en su corazón. Una nueva etapa para la Iglesia católica en Australia y también en Roma.

Proceso de canonización de Dora del Hoyo

11 de junio del 2012

Comienza el proceso de canonización de Dora del Hoyo, la primera numeraria auxliar del Opus Dei. Monseñor Javier Echevarría presidirá en junio la apertura del proceso

El 18 de junio a las 18 h. Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, presidirá la sesión de apertura del proceso de beatificación y canonización de Salvadora (Dora) del Hoyo Alonso, en el Aula Magna de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz. Dora quiso imitar con su vida a la Virgen en el hogar de Nazaret.

Dora del Hoyo  nació el 11 de enero de 1914, en Boca de Huérgano (León, España). Después de trabajar como empleada doméstica en diversas familias en Madrid,  comenzó a ejercer su profesión en La Moncloa, residencia universitaria promovida por el Opus Dei, donde tuvo oportunidad de conocer y vivir el espíritu de santificación del trabajo, propio del Opus Dei, y a san Josemaría, su fundador.

En Bilbao, el 14 de marzo de 1946, cuando trabajaba en la administración doméstica de la residencia universitaria Abando, pidió la admisión en el Opus Dei.

El 27 de diciembre de 1946, por invitación de san Josemaría, se trasladó a Roma, donde residió hasta el final de su vida. Desde esta ciudad colaboró, con su ejemplo y su trato de amistad, en la formación profesional y espiritual de personas de todo el mundo, y contribuyó a la expansión de la labor apostólica del Opus Dei.

Después de su fallecimiento, el 10 de enero de 2004, comenzaron a manifestarse señales claras de la fama de santidad de que gozaba. Desde esa fecha, se recibieron centenares de relaciones escritas y firmadas, enviadas de manera espontánea por fieles de la Prelatura y por otras personas, que han servido para documentar su ejemplar vida cristiana.

El Postulador de la Causa es Mons. José Luis Gutiérrez y el Juez Delegado que preside el tribunal de la Prelatura, Mons. Joaquín Llobell.

«Una JMJ me cambió la vida»

El padre Juan Javier Martín, nuevo abad de la Trapa de Dueñas y anterior abad de Oseira

Juan Javier Martín estudiaba Empresariales, tenía coche desde los 18 años y buenos amigos. Con 20 años, leyó la vida del Hermano Rafael, vivió la JMJ de Santiago de Compostela, visitó La Trapa…, y Dios le cambió los planes. Hoy, con sólo 43 años, ya ha sido abad del monasterio cisterciense de Oseira (El Escorial de Galicia, lo llaman), acaba de ser elegido nuevo abad de la Trapa de San Isidro de Dueñas, en Palencia, y se reconoce «convencido de lo que debe ser la nueva evangelización desde un monasterio»

La vida cisterciense de estricta observancia no es, precisamente, cómoda y regalada. ¿Qué le atrajo de esa espiritualidad?

La mediación que Dios utilizó fue el Hermano Rafael. Yo me movía en el ambiente de mi parroquia de Sonseca, en Toledo. Eran los últimos años de don Marcelo como arzobispo, en los que se enfatizó la pastoral juvenil, y el tiempo de las primeras JMJ y Guadalupadas. Y confluyeron dos factores. El primero, una insatisfacción interior: me iba bien en los estudios, tenía coche desde los 18 años, amigos…, pero estaba vacío por dentro. Y el segundo, encontrar una forma de vivir la fe sin miedo, con sacerdotes jóvenes que vivían la fe con ímpetu.

¿Y el ejemplo de Rafael?

Leí la vida del Hermano Rafael y me pareció heroica, pero nada más. Lo que pasa es que, al ver que seguía insatisfecho, un sacerdote me llevó a visitar La Trapa. Aquello me removió, pero las cosas no son rectilíneas en los planes de Dios, y pasé tiempo huyendo de mí mismo. Hasta que, con 20 años, en 1989, fui a la JMJ de Santiago de Compostela, y Juan Pablo II propuso a Rafael como ejemplo de vida. Ésa fue para mí la invitación a no tener miedo a lo que Dios quisiera. Con los consejos de un sacerdote, Dios fue desenredando la madeja de mi vida. Aun así, no es fácil dejarlo todo para meterte en un monasterio, así que, cuando luego hice la mili, pude tomar distancia de mi entorno, y reflexionar. De hecho, el tiempo de permiso lo utilicé para hacer el discernimiento sin levantar sospechas.

Muchos piensan que la vida contemplativa es enterrarse en vida…

Yo también me sentía más llamado a vocaciones activas, pero el amor de Dios es un fuego que te quema por dentro, y sólo puedes fiarte de ese designio de amor si quieres ser feliz. Por eso, sea cual sea tu vocación, hace falta silencio y lectura orante de la Palabra para discernir a dónde te lleva. No es una decisión fruto de tus apetencias o aptitudes, como cuando elegí estudiar Empresariales, sino una obediencia a la llamada de Dios.

O sea, que en el siglo XXI, ¿sigue teniendo sentido la vida monástica?

Mi vocación surgió en una JMJ y estoy convencido de lo que debe ser la nueva evangelización en un monasterio, cómo ser poroso para acoger a los peregrinos y buscar qué podemos aportar a la Iglesia y a la sociedad; pero no podemos dejar de ser lo que somos, ni de perseverar en el silencio y en la oración. Uno puede pensar: ¿qué pinta éste aquí, si con sus aptitudes podría ser enfermero en África o un buen profesor? Pero la vida monástica no se entiende con criterios humanos, sino desde Dios.

Algunos prefieren un cristianismo más mundano, menos exigente.

Cualquier cristiano que se tome en serio su fe tiene que estar dispuesto a sufrir por las elecciones que implica en su vida, a dejarse abrazar por el Espíritu y a dejarse llevar por Él a lo desconocido. Cuando te metes en Dios y buscas seguir a Jesucristo, entras en una nueva dimensión de tu vida. Y si no tomas conciencia de que Dios mueve los hilos de la vida, y de que Él vive en la Iglesia, te conviertes en tu propio diosecillo. Las cosas más importantes (el cuerpo, la familia, nuestras capacidades, la vocación…) se reciben como un don, no las eliges tú, y nuestra labor es acogerlas. Ser cristiano abre una pregunta: ¿Quién es ése Resucitado, que colma la vida y me vivifica por dentro?Porque encontrarte con el Resucitado es algo real, que se hace vida en cada generación.

«Sea cual sea tu vocación, hace falta
silencio y lectura orante de la Palabra»

Pues ya que lo pregunta, ¿quién es Cristo para usted?

Es el Señor en mi vida, que se me ha presentado siempre de modo suave, sin exigir nada a la fuerza. Hace 20 años que entré en San Isidro, y ha ido construyendo mi propia historia de salvación incluso con mis pecados y debilidades. El suyo es un amor tan peculiar que ha cambiado mi vida, a mejor, y la de las personas que quiero. Cristo colma mis ansias de felicidad y, en los momentos duros, me muestra que puedo identificarme con Él, en procesos de muerte y resurrección. Por eso, cualquier momento de dolor o de prueba, vivido desde Dios, se llena de sentido y esperanza.

¿Qué es lo más difícil de ser abad?

San Benito dice que el abad tiene que adaptarse a todos: con uno, ser más exigente; a otro tratarlo con más ternura; a otro, con más disciplina… Quizá lo complicado es que el abad tiene que adaptarse a cada hermano, y no cada monje adaptarse a mí, al humor con que me haya levantado o a los problemas que tenga sobre la mesa. Servir a los hermanos, como si fuese Cristo quien los sirviese, es una vocación dentro de la vocación. ¡Menos mal que Dios ayuda al abad a ser abad, a pedir lo máximo a los hermanos para ser verdaderos monjes, siendo siempre misericordioso!

El orden de la vida monástica, ¿no hace rutinaria la oración?

El ideal del monje es la oración continua, y dirigir los afectos al Señor. Vamos siete veces al día al coro, para la oración, pero barrer, envasar leche, o hacer la comida, en silencio y en presencia de Dios, es un trabajo ascético. A veces, es necesario pasar por la sequedad y por vernos apáticos para valorar la riqueza de Dios. El sentimiento no marca la autenticidad de la oración: a veces puedes tocar el cielo, y otras, pasar por tal desierto que te veas con las tentaciones a flor de piel. Pero, como dice un santo, los monjes, como cada cristiano, por la Gracia, podemos perseverar en Dios incluso a las puertas del infierno.

José Antonio Méndez

¿Qué hacer cuando estás enojado con Dios?

Michelle Fritz, madre de 10 hijos 

¿Qué hacer cuando estás enojado con Dios? Responde una mujer que perdió varios bebés… 

Y estaba muy enfadada con Dios. No entendía nada. Entró en un túnel negro; en una oscuridad del alma. Pero encontró la llave para salir de esa angustia… 

Actualizado 18 junio 2012 

Juan Antonio Ruiz LC/ReL 

«Soy una católica de nacimiento que también es ama de casa y educadora en el hogar de 10 niños increíbles. Mi marido Mike y yo fuimos novios desde el colegio y, desafiando todos los pronósticos, nos casamos tras finalizar los estudios en menos de un año. Hoy llevamos ya 21 años casados. Además de nuestros 10 hijos vivos, hemos perdido muchos bebés en el camino y nos sentimos honrados de que Dios nos haya escogido para llevar adelante esas vidas durante el tiempo que pudimos hacerlo. Vivimos en Georgia (USA) y en ocasiones tenemos que luchar contra los prejuicios hacia nuestra fe aquí en el Sur, donde el catolicismo no es una práctica generalizada. Sea lo que sea, somos conscientes de que vivimos muy bendecidos y estamos agradecidos a Dios por lo que nos ha dado con nuestra familia». 

Esa seguridad en Dios se tambaleó un día…

Esta es la descripción que Michelle Fritz hace de sí misma y uno percibe el sano orgullo que transpiran estas líneas. ¡Y no es para menos! La vida le ha sonreído siempre y ella ha sabido corresponder con una sonrisa igualmente grande. Dios ha sido muy bondadoso con ellos… ¿o no? Por lo menos esa era la misma reflexión que Michelle se hacía. Pero esa seguridad se tambaleó un día: aquel en el que vio con sus propios ojos y en directo cómo el corazón de uno de sus hijos dejó de latir.

Asistir a la muerte de tu propio bebé

«Recuerdo ese día como si fuera ayer. Supongo que siempre se quedará grabado en mi memoria. Me encontraba en la oficina del médico, tratando de localizar los latidos del corazón de mi pequeño bebé. En un momento dado, el técnico tuvo una mirada de asombro en su rostro y llamó a otro técnico para ayudarle. Buscaron y buscaron, apuntando un poco más. Por fin, encontraron un corazón que apenas latía. Cambiando la posición de la máquina para mirar el flujo de sangre dentro y fuera de su corazón, trataron de encontrar cuál podría ser el problema. Mientras observábamos, el flujo se detuvo. Fui testigo de los que fueron los últimos latidos de corazón de mi hijo. Sentí como si mi propio corazón se hubiese detenido pero, al mismo tiempo, no paraba de correr por el miedo […]Su corazón se quedó quieto. Los técnicos me dieron sus condolencias y, previa consulta con el médico, fui enviada de regreso a casa».

El alma rasgada y dolor, mucho dolor…

Sinsentido, dolor, llanto… ¿Cómo podría Michelle regresar a casa tras una experiencia así? Porque el espacio que antes ocupaba su hijo dentro de ella ahora parecía vacío. Aún así, tuvo todavía fuerzas para llamar a su párroco para pedirle oraciones. Pero, fuera de esto, el camino fue un llanto continuo y desolador. ¡Su hijo había muerto! Lloró y lloró por horas -«sentía como si me hubiesen rasgado el alma»- y rezó a Dios, pidiendo explicaciones. Pero no escuchó ninguna respuesta. Ni siquiera las escuchó cuando ya los ojos le ardían de tanta lágrima derramada. Nada.

Furiosa con Dios

«Ese día entré en un lugar espiritual en el que nunca había estado antes. Un lugar oscuro y solitario. Estaba triste y descorazonada, pero sobre todo estaba furiosa con Dios. ¿Por qué permitió que sucediera esto? ¿Por qué me estaba haciendo esto a mí… a mi familia? No podía comprenderlo. ¿Por qué Dios me había abandonado?».

Nada parecía dar sosiego a su alma. ¿La oración? ¿Cómo hablar con un Dios que permitió morir a su hijo, un Dios que lo podía haber fácilmente salvado? Ni siquiera la compañía de las demás personas parecía ser de ayuda, mucho menos después de enterrar a su hijo: «Me sentía cada día más sola y mi enojo con Dios no hacía sino aumentar».

A punto de explotar

Curiosamente, las personas a su alrededor no se dieron mucha cuenta del difícil proceso por el que Michelle estaba pasando y cómo estaba siendo atacada su fe. Seguía yendo a Misa, seguía ayudando en la iglesia e incluso rezaba por las demás personas. Pero por dentro un volcán parecía estar a punto de explotar.

¿Existe Dios?

«Llegué a preguntarme si Dios realmente existía. La gente me podría decir -tal y como yo había dicho a otros- que en los momentos de prueba Él me estaba cargando en sus brazos. Pero yo me preguntaba si realmente era cierto eso, porque yo no lo sentía».

Pero en todo este proceso, Michelle percibió que el anhelo de Dios no desaparecía de su alma. Después de todo, ella no quería dudar; quería tener fe. Y fue aquí cuando se dio cuenta que tenía que replantearse toda su vida. Porque todo lo que había recibido en su vida siempre lo había visto como venido de la mano de Dios: sus hijos, su esposo. ¡No! Dios tenía que seguir ahí, aun cuando ella no lo sientiese. Y empezó su proceso de vuelta.

Comenzar de nuevo…

Comenzó con las oraciones vocales, especialmente el Padrenuestro, pues eran la única manera en que aún sentía algo de la presencia de Dios. Después de un tiempo, pudo ya empezar un cierto diálogo, con un lenguaje sencillo.

En cierta manera, tuvo que aprender a rezar de nuevo. Luchó por todos los medios posibles para volver a meter a Dios en su vida: «Intentaba encontrar a Dios en todo lo que veía: en el cielo, en la sonrisa de mis hijos, en las flores de mi jardín, en el abrazo de un amigo. Fue gracias a este ejercicio que me di cuenta que, en vez de abandonarme como yo creía, Dios estaba en realidad alrededor de mí siempre. Eso me hizo sentirme mejor».

Otros dos bebés muertos…

No fue un camino nada fácil de recorrer; Michelle lo describe como un auténtico infierno. De hecho, durante este tiempo el matrimonio Fritz volvió a perder otros dos bebés, Sarah y William, y las dudas y enojos volvieron. Pero fue ese anhelo de Dios lo que le hacía a Michelle seguir adelante y centrarse en lo que Dios le daba todos los días. Eso la salvó.

«De mi experiencia anterior aprendí que necesitaba de Dios para salir adelante. Me di cuenta que sin Dios estaría perdida, por lo que me abracé a Él con fuerza».

De todo este camino, Michelle saca una conclusión que ha quedado grabada como un tatuaje en su corazón para el resto de su vida:

«¿Está bien si dudamos de nuestra fe? La respuesta es sí. Basta mirar a Cristo para darnos cuenta que no pasa nada si dudamos. Él experimentó la duda en Getsemaní y en la Cruz («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»). Si nuestro Salvador experimentó esos momentos, ¿por qué cuestionar si nosotros, meros seres humanos, dudamos en algún momento de nuestras vidas? Y si Cristo, que forma parte de la Santísima Trinidad, le pregunta a Dios por qué lo abandona, entonces seguramente Dios me entenderá cuando yo le grito mi desesperación por ese abandono que siento».

Ideario para afrontar momentos de oscuridad del alma
Y es aquí donde Michelle comparte su ideario para afrontar mejor la oscuridad de la fe; unos puntos que ella misma toma de su propia experiencia:

«La duda puede ser un catalizador para crecer en nuestra fe. ¿Qué hacer cuando nos llegan esos momentos de duda y abandono?

1. Lee la Biblia: date cuenta que hay muchos que dudaron como tú, Cristo incluido. Lee sus historias.

2. Ora: habla con Dios, mantén la comunicación abierta con Él. Dile lo enojado que estás. Y aunque no sientas que está ahí, pídele ayuda y confía en que esa ayuda llegará.

3. Habla con alguien en quien confíes: busca un amigo, un sacerdote, tu cónyuge, quienquiera al que le puedas confiar lo que sientes. Te sorprenderás de cuántas personas han pasado también por tu misma situación.

4. Busca ver a Dios en todas las cosas: las pequeñas y las grandes, las banales o las increíbles. Ve que Dios está ahí contigo, en todo lugar.

5. Llora: Cristo lloró; María lloró, los santos lloraron. Y Dios ve y valora cada una de tus lágrimas caer».

Hoy, Michelle vive feliz con su familia. ¿Sigue teniendo dudas? Sí. Pero las afronta ya con más serenidad y calma. Porque, según sus propias palabras, se ha dado cuenta que «después de luchar contra los sentimientos de duda o abandono, encontramos a Dios esperándonos con los brazos abiertos, como siempre está, para atraernos hacia Él. Porque, en realidad, nunca estuvimos solos o abandonados. Estábamos perdidos. Pero Dios siempre provee un camino de regreso a Él: muchas veces necesitamos estar perdidos para ser encontrados».

Un «católico cardíaco»

El Duque, un «católico cardíaco» 

El sacerdote que bautizó a John Wayne también era converso 

El bautismo «in articulo mortis» del actor más carismático de la historia del cine fue el punto final de una vida rondando la Iglesia. 

Actualizado 17 junio 2012 

Carmelo López-Arias / ReL 

Los más devotos de John Wayne, huérfanos para siempre, han celebrado esta semana -el lunes, para ser exactos- el aniversario de su muerte. Treinta y tres años ya sin The Duke [El Duque], que falleció el 11 de junio de 1979 a los 72 años tras protagonizar una de las carreras más brillantes en la historia de Hollywood.

Presbiteriano de nacimiento, quiso entrar en la Iglesia católica en el lecho de muerte, y a su llamada acudió el capellán del Centro Médico de UCLA (Universidad de California – Los Ángeles), el paulino Robert Philip Curtis.

Católico cardiaco
John Wayne se casó tres veces y se divorció dos, y a pesar de que su vida no se amoldó en ese sentido a la doctrina católica, siempre se sintió cercano a la Iglesia. Sus tres esposas fueron de origen hispano, las tres católicas, y bautizó católicos a los siete hijos que tuvo con todas ellas, quienes hicieron lo propio con sus 21 nietos. Uno de ellos, Matthew Muñoz, es incluso sacerdote en California.

Del mismo modo, los amigos que hizo el actor en Panamá, México y Perú, lugares de nacimiento de sus tres mujeres, relataban la admiración que sentía por las certezas que les proporcionaba su fe católica. Wayne, de hecho, se denominaba a sí mismo muchas veces «católico cardíaco», forma humorística que designa a personas que retrasan su conversión hasta el último momento.

Visitado por un obispo…
Fue su caso. La noticia saltó a los tres días de morir: El Duque había sido recibido en la Iglesia. Su hijo mayor, Michael, explicó entonces a la prensa (puede verse en los despachos de Associated Press y de United Press del 14 de junio de 1979) que un mes antes de su muerte el arzobispo de Panamá, Marcos McGrath, le visitó en su domicilio: «Hablaron largo y tendido. Y el pasado sábado, cuando papá sufría mucho y las cosas se pusieron feas, mi hermano Patrick le preguntó si quería ver a un sacerdote. Papá dijo: ´Sí, creo que es una buena idea´. Y llamamos al padre Robert Curtis. Yo no estaba en la habitación cuando el padre Curtis le administró los últimos sacramentos. Fue el sábado o el domingo. Ignoro cómo caracteriza técnicamente la Iglesia una conversión, pero papá murió en la Iglesia. Murió como católico. Y sé que siempre se llamó a sí mismo católico cardiaco«.

Poco después, el mismo padre Curtis confirmó esta información: «John Wayne fue recibido en la Iglesia católica el día antes de morir«, dijo, aunque a las preguntas que le hicieron los periodistas no ofreció más explicaciones por tratarse de «un asunto personal entre el sacerdote y el penitente».

…y bautizado por un converso
El caso es que también el padre Curtis era converso. Era un líder nato al estilo americano: nacido en la costa Este, en Maryland, era un buen estudiante, presidente de su fraternidad, entrenador del equipo de baloncesto… Luego sirvió en las Fuerzas Aéreas y cuando se licenció estudió en la Escuela de Arte Dramático de Nueva York para convertirse en actor. Luego se trasladó a Los Ángeles para hacer carrera en Hollywood, pero como tantos otros jóvenes con esa misma aspiración, fracasó.

Un día asistió a un retiro espiritual en Montserrat (California), y su vida dio un vuelco. Primero se convirtió al catolicismo, y luego quiso entregarse por completo a Dios. Ingresó en los paulinos, a quienes admiraba por su intensa labor en los medios de comunicación… incluida una productora cinematográfica. Cuando se ordenó sacerdote, mató el gusanillo de haber sido actor convirtiéndose en consejero espiritual y amigo de muchos de quienes habrían sido sus rivales, entre ellos Cary Grant y por supuesto John Wayne. 

Murió el 17 de noviembre de 2004, tras pasar a la historia, con esas breves declaraciones de 1979, por haber llevado hasta las puertas del cielo al actor más admirado de todos los tiempos.