Testimonio de Nikola Djukic
Mi nombre es Nikola Djukic. Soy serbio, tengo 31 años y tantos de ellos, vividos en las tinieblas. Sin embargo, hoy puedo afirmar que tuve la suerte de ser drogadicto. Y digo suerte, porque Dios se valió de esta oscuridad, para acercarse a mí cuando ya nadie más lo hizo.
Crecí en una familia donde nunca me faltó de nada. De nada salvo Dios.
Mis padres eran jóvenes, por lo que yo pasaba mucho tiempo con mis abuelos. Es así como yo, a diferencia de aquéllos chicos de mi generación, obtuve un nivel más holgado de “libertad”.
Como chico avispado, supe sacar siempre provecho de esta situación y de esta manera, adelantar el momento de comenzar a salir a la calle, de volver tarde a casa, de entrar en las discotecas, de conocer la vida de la noche.
Al principio, esto me gustaba mucho. Este estilo de vida me hacía sentir diferente al resto. Tenía 14 años y dentro de mí, como todos los niños, tenía miedos e inseguridades. La diferencia era, que todo ello lo escondía detrás de máscaras que me hacían aparentar ser otro. La primera vez que probé la droga, todos esos miedos, desaparecieron y yo era el “hombre” que anhelaba ser. Pensaba que había encontrado la solución a todos mis problemas, pero la droga es la mejor artimaña del Diablo, y como artimaña, te tima haciéndote creer que vuelas cuando lo único que haces es caer: crees que eres dueño de una libertad, cuando lo que sucede es que poco a poco te convierte en más esclavo de un “polvo” que acaba controlando tu vida.
Yo por este polvo, estaba dispuesto a todo: engañar, robar, mentir, traicionar.. y tantas otras veces, en las que sin querer, acababa debiendo hacerlo. Porque mi vida dependía de la heroína. Único pensamiento con el que acostaba, era cómo conseguir al día siguiente droga. Y con igual pensamiento me levantaba.
Pasaron los años. Probé a salir de esta esclavitud por mí mismo, con ayuda de mis padres, de mis amigos.. Pero no lo conseguí, porque siempre que dejaba la droga, quedaba un gran vacío dentro de mí. Un vacío que no conseguía rellenar con otras cosas, como el deporte, el trabajo.. Porque este tipo de vacío dejado por la droga, no se rellena con otra cosa que no sea más potente. Y no hay “droga” más potente que Jesús. Él es el único que puede rellenar el vacío después de la heroína y cocaína.
Cada vez que recaía, mi agonía era mayor y después de tantos engaños a mis padres y a mis amigos, quedé finalmente solo.
No tenía ganas de vivir. Mi vida había perdido todo sentido. El único sentido de vida era el de vivir para la droga. Así, comencé a tener incluso problemas con la policía y con la gente que había engañado por dinero.
Debía escapar.
A través de un amigo, oí de una comunidad en un pequeño pueblo de Bosnia-Herzegovina, llamado Medjugorje. Lo único que me dijo fue: la comunidad se llama Cenáculo y en ella te acogerán. Sin pagar nada, podrás estar cuanto quieras, comerás y te darán de vestir. A cambio sólo tendrás que trabajar un poco.
Lo que me dijo, bastó para convencerme. Y así, emprendí el viaje desde Serbia a Medjugorje, pensando encontrar un lugar donde esconderme durante un tiempo, hasta que las aguas se calmaran.
Al llegar a Medjugorje, vi gente de todas los países. No entendía nada. Me preguntaba: “Pero ¿qué sucede aquí?”. Ya en la Comunidad, los responsables me informaron de que podía quedarme, pero que existían algunas reglas a respetar: “Aquí no se fuma, no se bebe, no tendrás teléfono, no hay periódicos, no hay televisión, ni radio, ni chicas.” – “Pero ¿Qué es lo que hay entonces?” (les dije). Como respuesta, una sonrisa y un: “Tienes a la Gospa (Virgen)”
Dentro de mí, pensé: “Éstos, no están bien de la cabeza, qué tendrá que ver Jesús y la Virgen con los drogadictos”. Gracias a Dios, no tenía elección: no podía regresar a Serbia. Acepté, dejando claro de antemano que sólo estaría un mes.
La vida en la Comunidad no era nada fácil. Para empezar, nada más llegar me dieron un “Ángel de la Guarda”, que era un chico más veterano en la Comunidad y que tendría la responsabilidad de guiarme en el manejo de este nuevo estilo de vida. Era una chico, que se pasaba las 24 horas conmigo. Lo primero que le comenté fue que al respecto de rezar: a mí no me interesaba nada. No quería rezar. Él me respondió que no había ningún problema. Por las mañanas al levantarnos, mientras los demás fueran a la capilla a rezar, yo y mi ángel, iríamos a trabajar directamente.
Como mi entrada en la Comunidad, fue en el inicio del invierno, el tiempo por entonces era muy frío. Así que tras mis primeros quince minutos de trabajo, le rogué a mi ángel ir a la capilla a rezar, pues así al menos estaríamos bajo techo. Éste fue mi primer encuentro con Dios en la capilla, con la oración. No porque quisiera, sino por frío.
Así, poco a poco, comencé a entrar en la vida comunitaria, apreciando los valores de la vida que antes no valoraba: amistad verdadera, sinceridad, verdad y sobretodo el perdón.
Si cuando llegué, los chicos de la Comunidad, me parecían salidos de un psiquiátrico, al finalizar el día, no podía negar que tras toda una jornada de trabajo intenso, no había ni uno solo de ellos que no sonriera, que no reflejara con su mirada una felicidad para entonces inexplicable para mí.
Decidí quedarme en la Comunidad. Comencé a rezar y lo más fascinante de todo era que Dios me escuchaba. Hasta hoy, todo aquello que le he pedido con pureza de corazón, Él me lo ha dado.
Después de tantos años de tristeza, también yo comencé a sonreír, a apreciar el don que es la vida y la oportunidad que Dios me ha regalado.
A día de hoy sólo puedo dar las gracias, porque Dios a través de la Virgen y de la Comunidad Cenáculo, me ha dado la vida que siempre había anhelado.
Estuve más de cinco años en la Comunidad, donde conocí a mi mujer, Irene, dando testimonio para un grupo de españoles, de entre los cuales estaba ella.
Hoy vivimos en las Islas Canarias, lejos físicamente de Medjugorje, pero ello no quita para que sigamos viviendo “Medjugorje”.