Jesús ante Pilato

17 marzo 2011. Joseph Ratzinger – Benedicto XVI

Humanitas.cl

«Si Jesús basa su concepto de reinado y de reino en la verdad como categoría fundamental, resulta muy comprensible que el pragmático Pilato preguntara: «¿Qué es la verdad?»»

Por gentileza de Ediciones Encuentro, Revista Humanitas pone a disposición de sus lectores apartes del nuevo libro de S.S. Benedicto XVI “Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección”. El párrafo pertenece al capítulo “Jesús ante Pilato”.

«El interrogatorio de Jesús ante el Sanedrín concluyó como Caifás había previsto: Jesús había sido declarado culpable de blasfemia, un crimen para el que estaba previsto la pena de muerte. Pero como la facultad de sancionar con la pena capital estaba reservada a los romanos, se debía transferir el proceso ante Pilato, con lo cual pasaba a primer plano el aspecto político de la sentencia de culpabilidad. Jesús se había declarado a sí mismo Mesías, había, pues, reclamado para sí la dignidad regia, aunque entendida de una manera del todo singular. La reivindicación de la realeza mesiánica era un delito político que debía ser castigado por la justicia romana. Con el canto del gallo había comenzado el día. El gobernador romano acostumbraba a despachar los juicios por la mañana temprano.

Así, Jesús fue llevado por sus acusadores al pretorio y presentado a Pilato como un malhechor merecedor de la muerte. Es el día de la «Parasceve» de la fiesta de la Pascua: por la tarde se preparaban los corderos para la cena de la noche. Para ello se requiere la pureza ritual; por tanto, los sacerdotes acusadores no pueden entrar en el Pretorio pagano y tratan con el gobernador romano a las puertas del palacio. Juan, que nos transmite esta información (cf. 18,28s), deja entrever de este modo la contradicción entre la observancia correcta de las prescripciones cultuales de pureza y la cuestión de la pureza verdadera e interior del hombre: a los acusadores no les cabe en la cabeza que lo que contamina no es entrar en la casa pagana, sino el sentimiento íntimo del corazón. Al mismo tiempo, el evangelista subraya con esto que la cena pascual aún no ha tenido lugar y debe hacerse todavía la matanza de los corderos.

En la descripción del desarrollo del proceso los cuatro evangelistas concuerdan en todos los puntos esenciales. Juan es el único que relata el coloquio entre Jesús y Pilato, en el que la cuestión de la realeza de Jesús, del motivo de su muerte, se resalta en toda su profundidad (cf. 18,33-38). Obviamente, entre los exegetas se discute el problema del valor histórico de esta tradición. Mientras Charles H. Dodd y también E. Raymond Brown la valoran en sentido positivo, Charles K. Barrett se manifiesta extremamente crítico: «Las añadiduras y modificaciones que hace Juan no inspiran confianza en su fiabilidad histórica» (op. cit., p. 511). Sin duda, nadie espera que Juan haya querido ofrecer algo así como un acta del proceso. Pero se puede suponer ciertamente que haya sabido interpretar con gran precisión la cuestión central de la que se trataba y que, por tanto, nos ponga ante la verdad esencial de este proceso. Así, Barrett dice también que «Juan ha identificado en la realeza de Jesús con la mayor sagacidad la clave para interpretar la historia de la Pasión, y ha resaltado su significado tal vez más claramente que ningún otro autor neotestamentario» (p. 512).

Pero preguntémonos antes de nada: ¿Quiénes eran exactamente los acusadores? ¿Quién ha insistido en que Jesús fuera condenado a muerte? En las respuestas que dan los Evangelios hay diferencias sobre las que hemos de reflexionar. Según Juan, son simplemente «los judíos». Pero esta expresión de Juan no indica en modo alguno el pueblo de Israel como tal —como quizás podría pensar el lector moderno—, y mucho menos aún comporta un tono «racista». A fin de cuentas, Juan mismo pertenecía al pueblo israelita, como Jesús y todos los suyos. La comunidad cristiana primitiva estaba formada enteramente por judíos. Esta expresión tiene en Juan un significado bien preciso y rigurosamente delimitado: con ella designa la aristocracia del templo. En el cuarto Evangelio, pues, el círculo de los acusadores que buscan la muerte de Jesús está descrito con precisión y claramente delimitado: designa justamente la aristocracia del templo e, incluso en ella, puede haber excepciones, como da a entender la alusión a Nicodemo (cf. 7,50ss).

En Marcos, en el contexto de la amnistía pascual (Barrabás o Jesús), el círculo de los acusadores se amplía: aparece el «ochlos», que opta por dejar libre a Barrabás. «Ochlos» significa ante todo simplemente un montón de gente, la «masa». No es raro que la palabra tenga una connotación negativa, en el sentido de «chusma». En cualquier caso, no indica el «pueblo» de los judíos propiamente dicho. En la amnistía de Pascua (que en realidad no conocemos por otras fuentes, pero de la cual no hay razón alguna para dudar), la gente —como es usual en amnistías de este tipo— tiene derecho a presentar una propuesta manifestada por «aclamación»: en este caso, la aclamación del pueblo tiene un carácter jurídico (cf. Pesch, Markusevangelium, II, p. 466). En cuanto a esta «masa», se trata en realidad de partidarios de Barrabás, movilizados para la amnistía; naturalmente, como rebelde al poder romano podía contar con cierto número de simpatizantes. Por tanto, estaban presentes los secuaces de Barrabás, la «masa», mientras que los seguidores de Jesús permanecían ocultos por miedo; por eso la voz del pueblo con la que contaba el derecho romano se presentaba de modo unilateral. Así, en Marcos, aparecen los «judíos», es decir, los círculos sacerdotales distinguidos, y también el ochlos, el grupo de partidarios de Barrabás, pero no el pueblo judío propiamente dicho.

El ochlos de Marcos se amplía en Mateo con fatales consecuencias, pues habla del «pueblo entero» (27,25), atribuyéndole la petición de que se crucificara a Jesús. Con ello Mateo no expresa seguramente un hecho histórico: ¿cómo podría haber estado presente en ese momento todo el pueblo y pedir la muerte de Jesús? La realidad histórica aparece de manera notoriamente correcta en Juan y Marcos. El verdadero grupo de los acusadores son los círculos del templo de aquellos momentos, a los que, en el contexto de la amnistía pascual, se asocia la «masa» de los partidarios de Barrabás.

Tal vez se puede dar la razón en esto a Joachim Gnilka, según el cual Mateo —yendo más allá de los hechos históricos— ha querido formular una etiología teológica para explicar con ella el terrible destino de Israel en la guerra judeo-romana, en la que se quitó al pueblo el país, la ciudad y el templo (cf. Matthäusevangelium, II, p. 459). En este contexto, Mateo piensa quizás en las palabras de Jesús en las que predice el fin del templo: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Pues bien, vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,37s; cf. en Gnilka, el parágrafo completo «Gerichtsworte», pp. 295-308).

A propósito de estas palabras —como ya se indicó en la reflexión sobre el discurso escatológico de Jesús— es preciso recordar la estrecha analogía entre el mensaje del profeta Jeremías y el de Jesús. Jeremías —contra la ceguera de los círculos dominantes de entonces— anuncia la destrucción del templo y el exilio de Israel. Pero también habla de una «nueva alianza»: el castigo no es la última palabra, sino que sirve para la curación. De manera análoga, Jesús anuncia la «casa vacía» y ofrece ya desde ahora la Nueva Alianza «sellada con su sangre»: en última instancia, se trata de curación, no de destrucción ni repudio.

En caso de que el «pueblo entero» hubiera dicho, según Mateo: «Su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos» (27,25), entonces el cristiano recordará que la sangre de Jesús habla una lengua muy distinta de la de Abel (cf. Hb 12,24); no clama venganza y castigo, sino que es reconciliación. No se derrama contra alguien, sino que es sangre derramada por muchos, por todos. Como dice Pablo: «Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios… Cristo Jesús, a quien [Dios] constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre» (Rm 3,23.25). De la misma manera que, basándose en la fe, se debe leer de modo totalmente nuevo la afirmación de Caifás sobre la necesidad de la muerte de Jesús, también debe hacerse así con las palabras de Mateo sobre la sangre: leídas en la perspectiva de la fe, significan que todos necesitamos del poder purificador del amor, que esta fuerza está en su sangre. No es maldición, sino redención, salvación. Sólo sobre la base de la teo logía de la Última Cena y de la cruz, que recorre todo el Nuevo Testamento, las palabras de Mateo sobre la sangre adquieren su verdadero sentido.

Pasemos de los acusadores al juez, el gobernador romano Poncio Pilato. Aunque Flavio Josefo y especialmente Filón de Alejandría trazan de él un perfil del todo negativo, en otros testimonios aparece como resolutivo, pragmático y realista. A menudo se dice que los Evangelios, siguiendo una tendencia pro romana por motivos políticos, lo habrían presentado cada vez más positivamente, cargando progresivamente la responsabilidad de la muerte de Jesús sobre los judíos. Sin embargo, en la situación histórica de los evangelistas no había razón alguna en favor de esta tendencia: cuando se redactaron los Evangelios, la persecución de Nerón había mostrado ya el perfil cruel del Estado romano y toda la arbitrariedad del poder imperial. Si podemos datar el Apocalipsis más o menos en el periodo en que se compuso el Evangelio de Juan, resulta evidente que el cuarto Evangelio no se ha formado en un contexto que pudiera haber dado motivos para un planteamiento simpatizante con los romanos.

La imagen de Pilato en los Evangelios nos muestra muy realísticamente al prefecto romano como un hombre que sabía intervenir de manera brutal, si eso le parecía oportuno para el orden público. Pero era consciente de que Roma debía su dominio en el mundo también, y no en último lugar, a su tolerancia ante las divinidades extranjeras y a la fuerza pacificadora del derecho romano. Así se nos presenta a Pilato en el proceso a Jesús.

La acusación de que Jesús se habría declarado rey de los judíos era muy grave. Es cierto que Roma podía reconocer efectivamente reyes regionales, como Herodes, pero debían ser legitimados por Roma y obtener de Roma la circunscripción y delimitación de sus derechos de soberanía. Un rey sin esa legitimación era un rebelde que amenazaba la Pax romana y, por consiguiente, se convertía en reo de muerte.

Pero Pilato sabía que Jesús no había dado lugar a un movimiento revolucionario. Después de todo lo que él había oído, Jesús debe haberle parecido un visionario religioso, que tal vez transgredía el ordenamiento judío sobre el derecho y la fe, pero eso no le interesaba. Era un asunto del que debían juzgar los judíos mismos. Desde el aspecto del ordenamiento romano sobre la jurisdicción y el poder, que entraban dentro de su competencia, no había nada serio contra Jesús.

Llegados a este punto hemos de pasar de las consideraciones sobre la persona de Pilato al proceso en sí mismo. En Juan 18,34s se dice claramente que Pilato, según la información de que disponía, no tenía nada contra Jesús. No había llegado a las autoridades romanas ninguna información sobre algo que pudiera amenazar la paz legal. La acusación provenía de los mismos connacionales de Jesús, de las autoridades del templo. Para Pilato tuvo que ser una sorpresa que los compatriotas de Jesús se presentaran ante él como defensores de Roma, desde el momento que, por lo que conocía personalmente, no tenía la impresión de que fuera necesaria una intervención.

Pero he aquí que, de improviso, surge algo en el interrogatorio que le inquieta: la declaración de Jesús. A la pregunta de Pilato: «Conque ¿tú eres rey?», Él responde: «Tú lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37). Ya antes Jesús había dicho: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (18,36).

Esta «confesión» de Jesús pone a Pilato ante una situación extraña: el acusado reivindica realeza y reino (basileia). Pero hace hincapié en la total diversidad de esta realeza, y esto con una observación concreta que para el juez romano debería ser decisiva: nadie combate por este reinado. Si el poder, y precisamente el poder militar, es característico de la realeza y del reinado, nada de esto se encuentra en Jesús. Por eso tampoco hay una amenaza para el ordenamiento romano. Este reino no es violento. No dispone de una legión.

Con estas palabras Jesús ha creado un concepto absolutamente nuevo de realeza y de reino, y lo expone ante Pilato, representante del poder clásico en la tierra. ¿Qué debe pensar Pilato? ¿Qué debemos pensar nosotros de este concepto de reino y realeza? ¿Es algo irreal, un ensueño del cual podemos prescindir? ¿O tal vez nos afecta de alguna manera?

Junto con la clara delimitación de la idea de reino (nadie lucha, impotencia terrenal), Jesús ha introducido un concepto positivo para hacer comprensible la esencia y el carácter particular del poder de este reinado: la verdad. A lo largo del interrogatorio Pilato introduce otro término proveniente de su mundo y que normalmente está vinculado con el vocablo «reinado»: el poder, la autoridad (exousía). El dominio requiere un poder; más aún, lo define. Jesús, sin embargo, caracteriza la esencia de su reinado como el testimonio de la verdad. Pero la verdad, ¿es acaso una categoría política? O bien, ¿acaso el «reino» de Jesús nada tiene que ver con la política? Entonces, ¿a qué orden pertenece? Si Jesús basa su concepto de reinado y de reino en la verdad como categoría fundamental, resulta muy comprensible que el pragmático Pilato preguntara: «¿Qué es la verdad?» (18,38).

Es la cuestión que se plantea también en la doctrina moderna del Estado: ¿Puede asumir la política la verdad como categoría para su estructura? ¿O debe dejar la verdad, como dimensión inaccesible, a la subjetividad y tratar más bien de lograr establecer la paz y la justicia con los instrumentos disponibles en el ámbito del poder? Y la política, en vista de la imposibilidad de poder contar con un consenso sobre la verdad y apoyándose en esto, ¿no se convierte acaso en instrumento de ciertas tradiciones que, en realidad, son sólo formas de conservación del poder?

Pero, por otro lado, ¿qué ocurre si la verdad no cuenta nada? ¿Qué justicia será entonces posible? ¿No debe haber quizás criterios comunes que garanticen verdaderamente la justicia para todos, criterios fuera del alcance de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de poder? ¿No es cierto que las grandes dictaduras han vivido a causa de la mentira ideológica y que sólo la verdad ha podido llevar a la liberación?

¿Qué es la verdad? La pregunta del pragmático, hecha superficialmente con cierto escepticismo, es una cuestión muy seria, en la cual se juega efectivamente el destino de la humanidad. Entonces, ¿qué es la verdad? ¿La podemos reconocer? ¿Puede entrar a formar parte como criterio en nuestro pensar y querer, tanto en la vida del individuo como en la de la comunidad?

La definición clásica de la filosofía escolástica dice que la verdad es «adaequatio intellectus et rei, adecuación entre el entendimiento y la realidad» (Tomás de Aquino, S. Theol. I, q. 21, 2 c). Si la razón de una persona refleja una cosa tal como es en sí misma, entonces esa persona ha encontrado la verdad. Pero sólo una pequeña parte de lo que realmente existe, no la verdad en toda su grandeza y plenitud.

Con otra afirmación de santo Tomás ya nos acercamos más a las intenciones de Jesús: «La verdad está en el intelecto de Dios en sentido propio y verdadero, y en primer lugar (primo et proprie); en el intelecto humano, sin embargo, está en sentido propio y derivado (proprie quidem et secundario)» (De verit. q. 1, a. 4 c). Y se llega así finalmente a la fórmula lapidaria: Dios es «ipsa summa et prima veritas, la primera y suma verdad» (S. Theol. I, q. 16, a. 5 c).

Con esta fórmula estamos cerca de lo que Jesús quiere decir cuando habla de la verdad, para cuyo testimonio ha venido al mundo. Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su grandeza y pureza, no aparece. El mundo es «verdadero» en la medida en que refleja a Dios, el sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que da el ser y el sentido.

«Dar testimonio de la verdad» significa dar valor a Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus poderes. Dios es la medida del ser. En este sentido, la verdad es el verdadero «Rey» que da a todas las cosas su luz y su grandeza. Podemos decir también que dar testimonio de la verdad significa hacer legible la creación y accesible su verdad a partir de Dios, de la Razón creadora, para que dicha verdad pueda ser la medida y el criterio de orientación en el mundo del hombre; y que se haga presente también a los grandes y poderosos el poder de la verdad, el derecho común, el derecho de la verdad.

Digámoslo tranquilamente: la irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo.

Ahora, como hombres modernos, uno siente la tentación de decir: «Gracias a la ciencia, la creación se nos ha hecho descifrable». De hecho, Francis S. Collins, por ejemplo, que dirigió el Human Genome Project, dice con grata sorpresa: «El lenguaje de Dios ha sido descifrado» (The Language of God, p. 99). Sí, es cierto: en la gran matemática de la creación, que hoy podemos leer en el código genético humano, percibimos el lenguaje de Dios. Pero no el lenguaje entero, por desgracia. La verdad funcional sobre el hombre se ha hecho visible. Pero la verdad acerca de sí mismo —sobre quién es, de dónde viene, cuál el objeto de su existencia, qué es el bien o el mal— no se la puede leer desgraciadamente de esta manera. El aumento del conocimiento de la verdad funcional parece más bien ir acompañado por una progresiva ceguera para la «verdad» misma, para la cuestión sobre lo que realmente somos y lo que de verdad debemos ser.

¿Qué es la verdad? Pilato no ha sido el único que ha dejado al margen esta cuestión como insoluble y, para sus propósitos, impracticable. También hoy se la considera molesta, tanto en la contienda política como en la discusión sobre la formación del derecho. Pero sin la verdad el hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. «Redención», en el pleno sentido de la palabra, sólo puede consistir en que la verdad sea reconocible. Y llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en medio de la historia. Externamente, la verdad resulta impotente en el mundo, del mismo modo que Cristo está sin poder según los criterios del mundo: no tiene legiones. Es crucificado. Pero precisamente así, en la falta total de poder, Él es poderoso, y sólo así la verdad se convierte siempre de nuevo en poder.

En el diálogo entre Jesús y Pilato se trata de la realeza de Jesús y, por tanto, del reinado, del «reino» de Dios. Precisamente en este coloquio se ve claramente que no hay ruptura alguna entre el mensaje de Jesús en Galilea —el Reino de Dios— y sus discursos en Jerusalén. El centro del mensaje hasta la cruz —hasta la inscripción en la cruz— es el Reino de Dios, la nueva realeza que Jesús representa. La raíz de esto, sin embargo, es la verdad. La realeza anunciada por Jesús en las parábolas y, finalmente, de manera completamente abierta ante el juez terreno, es precisamente el reinado de la verdad. Lo que importa es el establecimiento de este reinado como verdadera liberación del hombre.

Queda claro al mismo tiempo que no hay contradicción alguna entre el planteamiento pre-pascual centrado en el Reino de Dios y el post-pascual, centrado en la fe en Jesucristo como Hijo de Dios. En Cristo, Dios ha entrado en el mundo, ha entrado la verdad. La cristología es el anuncio del Reino de Dios que se ha hecho concreto.

Después del interrogatorio, Pilato tuvo claro lo que en principio ya sabía antes. Este Jesús no es un revolucionario político, su mensaje y su comportamiento no representa una amenaza para la dominación romana. Si tal vez ha violado la Torá, a él, que es romano, no le interesa.

Pero parece que Pilato sintió también un cierto temor supersticioso ante esta figura extraña. Pilato era ciertamente un escéptico. Pero como hombre de la Antigüedad tampoco excluía que los dioses, o en todo caso seres parecidos, pudieran aparecer bajo el aspecto de seres humanos. Juan dice que los «judíos» acusaron a Jesús de haberse declarado Hijo de Dios, y añade: «Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más» (19,8).

Pienso que se debe tener en cuenta este miedo de Pilato: ¿acaso había realmente algo de divino en este hombre? Al condenarlo, ¿no atentaba tal vez contra un poder divino? ¿Debía esperarse quizás la ira de estos poderes? Pienso que su actitud en este proceso no se explica únicamente en función de un cierto compromiso por la justicia, sino precisamente también por estas cuestiones.

Obviamente, los acusadores se percatan muy bien de ello y, a un temor, oponen ahora otro temor. Contra el miedo supersticioso por una posible presencia divina, ponen ante sus ojos la amenaza muy concreta de perder el favor del emperador, de perder su puesto y caer así en una situación delicada. La advertencia: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César» (Jn 19,12), es una intimidación. Al final, la preocupación por su carrera es más fuerte que el miedo por los poderes divinos.

Pero antes de la decisión final hay todavía un intermedio dramático y doloroso en tres actos, que al menos brevemente hemos de considerar.

El primer acto consiste en que Pilato presenta a Jesús como candidato a la amnistía pascual, tratando así de liberarlo. Sin embargo, con ello se expone a una situación fatal. Quien es propuesto como candidato para una amnistía ya está condenado de por sí. Sólo en este caso tiene sentido la amnistía. Si corresponde a la gente el derecho a decidir por aclamación, después de ésta quien no ha sido elegido ha de considerarse condenado. En este sentido la propuesta para la liberación mediante la amnistía incluye ya implícitamente una condena.

Sobre la contraposición entre Jesús y Barrabás, así como sobre el significado teológico de esta alternativa, he escrito detalladamente en la primera parte de esta obra (cf. pp. 65s). Por tanto, baste recordar aquí brevemente lo esencial. Juan denomina a Barrabás, según nuestras traducciones, simplemente como «bandido» (18,40). Pero, en el contexto político de entonces, la palabra griega que usa había adquirido también el significado de «terrorista» o «combatiente de la resistencia». Que éste era el significado que se quería dar resulta claro en la narración de Marcos: «Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta» (15,7).

Barrabás («hijo del padre») es una especie de figura mesiánica; en la propuesta de amnistía pascual están frente a frente dos interpretaciones de la esperanza mesiánica. Se trata de dos delincuentes acusados según la ley romana de un delito idéntico: sublevación contra la Pax romana. Está claro que Pilato prefiere el «exaltado» no violento, que para él era Jesús. Pero las categorías de la multitud y también de las autoridades del templo son diferentes. La aristocracia del templo llega a decir como mucho: «No tenemos más rey que al César» (Jn 19,15); pero esto es sólo en apariencia una renuncia a la esperanza mesiánica de Israel: a este rey no le queremos. Ellos quieren otro tipo de solución al problema. La humanidad se encontrará siempre frente a esta alternativa: decir «sí» a ese Dios que actúa sólo con el poder de la verdad y el amor o contar con algo concreto, algo que esté al alcance de la mano, con la violencia.

Los seguidores de Jesús no están en el lugar del proceso. Están ausentes por miedo. Pero faltan también porque no se presentan como masa. Su voz se hará oír en Pentecostés, en el sermón de Pedro, que entonces «traspasará el corazón» de aquellos hombres que anteriormente habían preferido a Barrabás. Cuando éstos preguntan: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?», se les responde: «Convertíos»; renovad y transformad vuestra forma de pensar, vuestro ser (cf. Hch 2,37s). Éste es el grito que, ante la escena de Barrabás, como en todas sus representaciones sucesivas, debe desgarrarnos el corazón y llevarnos al cambio de vida.

El segundo acto está sintetizado lacónicamente en la frase de Juan: «Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar» (19,1). La flagelación era el castigo que, según el derecho romano, se infligía como pena concomitante a la condena a muerte (cf. Hengel Schwemer, p. 609). En Juan aparece sin embargo como algo que tiene lugar en el contexto del interrogatorio, una medida que el prefecto estaba autorizado a tomar en virtud de su poder policial. Era un castigo extremadamente bárbaro; el condenado «era golpeado por varios guardias hasta que se cansaban y la carne del delincuente colgaba en jirones sanguinolentos» (Blinzler, p. 321). Rudolf Pesch comenta: «El hecho de que Simón de Cirene tuviera que llevar a Jesús el travesaño de la cruz y que Jesús muriera tan rápidamente tal vez tiene que ver, razonablemente, con la tortura de la flagelación, durante la cual otros delincuentes ya perdían la vida» (Markusevangelium, II, p. 467).

El tercer acto es la coronación de espinas. Los soldados juegan cruelmente con Jesús. Saben que dice ser rey. Pero ahora está en sus manos, y disfrutan humillándolo, demostrando su fuerza en Él, tal vez descargando de manera sustitutiva su propia rabia contra los grandes. Lo revisten —a un hombre golpeado y herido por todo el cuerpo— con signos caricaturescos de la majestad imperial: el manto de color púrpura, la corona tejida de espinas y el cetro de caña. Le rinden honores: «¡Salve, rey de los judíos!»; su homenaje consiste en bofetadas con las que manifiestan una vez más todo su desprecio por él (cf. Mt 27,28ss; Mc 15,17ss; Jn 19,2s).

La historia de las religiones conoce la figura del rey-pantomima, similar al fenómeno del «chivo expiatorio». Sobre él se carga todo lo que aflige a los hombres: se pretende así alejar del mundo todo eso. Sin saberlo, los soldados hacen lo que no conseguían aquellos ritos y costumbres: «Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53,5). Jesús es llevado con este aspecto caricaturesco a Pilato, y Pilato lo presenta al gentío, a la humanidad: Ecce homo, «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5). Probablemente el juez romano está conmocionado por la figura llena de burlas y heridas de este acusado misterioso. Y cuenta con la compasión de quienes lo ven.

«Ecce homo»: esta palabra adquiere espontáneamente una profundidad que va más allá de aquel momento. En Jesús aparece lo que es propiamente el hombre. En Él se manifiesta la miseria de todos los golpeados y abatidos. En su miseria se refleja la inhumanidad del poder humano, que aplasta de esta manera al impotente. En Él se refleja lo que llamamos «pecado»: en lo que se convierte el hombre cuando da la espalda a Dios y toma en sus manos por cuenta propia el gobierno del mundo.

Pero también es cierto el otro aspecto: a Jesús no se le puede quitar su íntima dignidad. En Él sigue presente el Dios oculto. También el hombre maltratado y humillado continúa siendo imagen de Dios. Desde que Jesús se ha dejado azotar, los golpeados y heridos son precisamente imagen del Dios que ha querido sufrir por nosotros. Así, en medio de su pasión, Jesús es imagen de esperanza: Dios está del lado de los que sufren.

Al final, Pilato vuelve a su puesto de juez. Dice una vez más: «Aquí tenéis a vuestro Rey» (Jn 19,14). Después pronuncia la sentencia de muerte.

Ciertamente, la gran verdad de la que había hablado Jesús le había quedado inaccesible, pero la verdad concreta de este caso Pilato la conocía bien. Sabía que este Jesús no era un delincuente político y que la realeza que pretendía no constituía peligro político alguno. Sabía, pues, que debería ser absuelto.

Como prefecto representaba el derecho romano sobre el que se fundaba la Pax romana, la paz del imperio que abarcaba el mundo. Por un lado, esta paz estaba asegurada por el poder militar de Roma. Pero con el poder militar por sí solo no se puede establecer ninguna paz. La paz se funda en la justicia. La fuerza de Roma era su sistema jurídico, un orden jurídico con el que los hombres podían contar. Pilato —repetimos— conocía la verdad de la que se trataba en este caso y sabía lo que la justicia exigía de él.

Pero al final ganó en él la interpretación pragmática del derecho: la fuerza pacificadora del derecho es más importante que la verdad del caso; esto fue tal vez lo que pensó y así se justificó ante sí mismo. Una absolución del inocente podía perjudicarle personalmente —el miedo a eso fue ciertamente un motivo determinante de lo que hizo—, pero, además, podía provocar también otros trastornos y desórdenes que, precisamente en los días de Pascua, había que evitar.

La paz fue para él en esta ocasión más importante que la justicia. Debía dejar de lado no sólo la grande e inaccesible verdad, sino también la del caso concreto: creía cumplir de este modo con el verdadero significado del derecho, su función pacificadora. Así calmó tal vez su conciencia. Por el momento, todo parecía ir bien. Jerusalén permaneció tranquila. Pero que, en último término, la paz no se puede establecer contra la verdad es algo que se manifestaría más tarde.

El cine está cambiando a la sociedad

El cine está cambiando a la sociedad, pero puede que no lo esté haciendo para mejor

19 marzo 2011. Juan José García-Noblejas / Roland Joffé

Scriptor.org

«Si nuestras vidas tienen profundidad, podemos hacernos esa pregunta: ¿quién soy yo y qué tengo que hacer? También se puede esquivar la cuestión, y no tener un pensamiento original, y limitarse a pagar los impuestos. Pero lo que ni aún entonces se puede esquivar es la presencia de la pregunta»

Nuestro Tiempo es una revista cultural y de cuestiones de actualidad de la Universidad de Navarra. Recoge en su último número una jugosa entrevista con Roland Joffé, en la que éste habla como buen intelectual de los asuntos que ve en la sociedad y le preocupan, sin dejar de responder a las preguntas que se le hacen.

En este caso, en la conversación se habla mucho acerca del papel que el cine desempeña en la sociedad. Es muy recomendable leer sus palabras, cuando se expresa como un antropólogo y en todo caso como alguien muy lúcido y sincero con experiencia personal acerca de la conciencia, la fragilidad humana y sobre todo el perdón, como una constante que aflora en algunas de sus películas.

Cuando menciona que «el cine está cambiando a la sociedad, pero puede que no lo esté haciendo para mejor», seguro que lo dicho por Joffé no tiene nada que ver —aunque sí venga a las mientes de los hispanos que lean esto— con el reciente y penoso éxito de taquilla de la degradante cutrez que han visto en España un millón de personas el pasado fin de semana.

No quisiera sin embargo reproducir aquí todo el texto de la entrevista, dada su longitud y su enjundia. Pero sí siguen a continuación unas preguntas y respuestas a propósito de «Encontrarás dragones», la película que a fin de cuentas facilita y motiva la misma entrevista:

Su nueva película está recorrida por la metáfora de los dragones. Los hay ocultos en el interior de las personas y en el subsuelo de la sociedad. ¿Cree que la venganza, el orgullo o el individualismo al que también ha aludido son algunos de los dragones del mundo occidental?

Sí, creo que sí. Supongo que yo mismo soy un producto de eso, que no escapo a esa idea de que, de algún modo, uno es autónomo y autocreador. A mí me encantaba la visión existencial del mundo —al menos lo que entendía de ella—, pero pienso que resulta peligrosa porque es autorreferencial y conduce a la arrogancia, como ya descubrieron los griegos.

Y también conduce a cierta aridez: si soy autocreado, no hay nada fuera de mí; y eso lleva —me parece— a la visión posmoderna de que nada es real en cualquier caso. Que todo sea filtrado por el cerebro no significa que no haya nada fuera del cerebro. Esta aridez supone un problema.

Necesitamos realmente que exista un ambiente donde haya algo mayor que nosotros, pero no sé cómo podemos encontrarlo a través de planteamientos puramente humanos. Si no tenemos clara la necesidad de ese ambiente, podemos acabar abocados —bajo la apariencia de racionalidad— a un comportamiento totalmente irracional.

Pasemos a la historia de su nueva película. San Josemaría, el fundador del Opus Dei, es uno de los protagonistas. Si tuviera que escoger un aspecto que haya descubierto en él o en su vida, ¿cuál sería?

Creo que la idea de conciencia individual. Leí una carta suya en la que cuenta cómo algunos de los estudiantes que se movían a su alrededor cometieron errores. Eso le rompía el corazón, pero no decía nada. Me encanta eso, porque revela una idea muy real de cómo son los seres humanos y de qué necesitan.

Otra cosa que me sorprendió mucho es su convencimiento de que se puede encontrar a Dios en el día a día. Es muy fácil malinterpretar esa idea, como si se tratase de algo trivial, como si a Dios se le pudiera encontrar en la panadería, pero no creo que sea eso lo que quiere decir. Él se refiere a lo cotidiano: no sólo al panadero haciendo su pan, sino al panadero preguntándose si debería divorciarse de su mujer cuando está haciendo pan. Me di cuenta de que lo que él decía era algo de gran profundidad, pero expresado de un modo muy sencillo.

Fue precisamente entonces cuando pensé que la historia de la película debería situarse en la Guerra Civil. En España hubo una época en la que el día a día era la Guerra Civil: ¿significa eso que Dios estaba allí? Y si es así, ¿cómo estaba presente?

Estas cuestiones nos llevan a lo que se ha llamado el “problema del mal”, aunque yo no creo que haya un “problema del mal” que haga difícil la existencia de Dios. La vida incluye cosas que son malas y tenemos que vérnoslas con ellas. Eso es algo totalmente distinto. Así que creo que Josemaría fue muy valiente, muy avanzado. También me gusta mucho su sentido del humor.

Ha mencionado el día a día de la Guerra Civil. ¿Cómo resumiría el efecto que esos tres años de enfrentamientos tuvieron en él y en la gente que le rodeaba?

Creo que él optó por la defensa del individuo en un momento en el que se imponían los movimientos de masas. Los años treinta del siglo pasado fueron probablemente la mayor época de movimientos de masas.

Todo estaba mecanizado, todo se producía en cadenas de montaje, incluido el pensamiento. Marx fue incorporado a una especie de máquina extraordinaria destinada a fabricar montones de comunistas. Era un equivalente a lo que hacía la Ford para producir en serie el Modelo T. Y también hubo quien pensaba que se podían crear miles y miles de Ford T de corte fascista.

Y sin embargo, ahí estaba Josemaría con un mensaje claro: “No sois parte de una gran máquina, no sois un Modelo T ni nada por el estilo. Tenéis vuestra propia conciencia y debéis asumir la responsabilidad que se derive de vuestras acciones. No voy a deciros lo que deberíais pensar, lo tenéis que descubrir vosotros mismos”.

Si nuestras vidas tienen profundidad, podemos hacernos esa pregunta: ¿quién soy yo y qué tengo que hacer? También se puede esquivar la cuestión, y no tener un pensamiento original, y limitarse a pagar los impuestos. Pero lo que ni aún entonces se puede esquivar es la presencia de la pregunta.

En la época en la que usted sitúa la historia no era fácil elegir el propio camino. Eran las ideologías totalitarias las que los imponían.

De ahí el interés de lo que hizo Josemaría. Creo que él demostró una profunda sinceridad intelectual. Él lo llamaba sinceridad con su Dios, y digo “su” Dios porque estoy hablando de él, no de mí. Él respetaba seriamente lo que suponía que era un ser humano. Es un tema muy profundo. En la película, a Josemaría se le plantea la cuestión de cómo debemos aceptar a cada persona como ser humano. “Y si se equivocan, ¿qué?”. Sí —dice él—, también si se equivocan. Esto es algo que tiene un poder extraordinario.

El terrible talón de Aquiles de una sociedad clasista es que se convierte en un método para criticar a los enemigos internos, en una medida para juzgar a los demás. A mí me parece que una de las verdades extraordinarias que Jesús nos trae es que no hay una medida de lo correcto. Y tampoco hay un Dios crítico. Jesús no está en la cruz juzgando; está en la cruz sufriendo, que es algo completamente distinto. De algún modo, lo que está diciendo desde allí es que comparte la plenitud de nuestra humanidad.

Eso nos conduce de nuevo al ejemplo del perdón, al caso de la mujer ruandesa [ver abajo]. Ella no juzga al hombre con el que comparte el té como correcto o equivocado, aunque haya asesinado a sus hijos. Obviamente, ella sigue sintiendo que sus hijos hayan sido asesinados, eso es algo que le afecta. Pero su empeño es conectar con la humanidad de ese hombre tutsi. Es entonces cuando se da un paso adelante. ¿Y no es eso lo que Josemaría enseña una y otra vez a las personas que están pasando por experiencias angustiosas?

* * *

[Roland Joffé dice en otra parte de esta entrevista: (…) «En las mismas fechas en las que empecé a trabajar en ‘There Be Dragons’ vi dos entrevistas en la CNN que me llamaron la atención. Fue además en el espacio de una semana. Una de las entrevistas era a una mujer hutu de Ruanda que estaba tomando el té con un hombre al que ella misma presentó como miembro de una tribu tutsi que había asesinado a su familia. El entrevistador, muy sorprendido, le preguntaba: “¿Y por qué toma el té con él?, ¿le ha perdonado?”. “Sí —respondía ella—, le he perdonado”. Y explicaba a continuación que aquel hombre iba todas las semanas a tomar el té con ella. “Lo hace para vivir en mi perdón”, añadía. Al oírle, uno se da cuenta de que ese era el modo que ella tenía de tratar con su pena. Y de que ese era el modo que aquel hombre tenía de tratar con su dolor. Del sufrimiento humano de ambos salía algo creativo». (…)]

Carta abierta a mis hermanos sacerdotes

Actualizado 20 marzo 2011

He reflexionado despacio sobre esta decisión de escribir públicamente a unos hermanos míos sacerdotes. Me parecía un poco atrevido, y sin la autoridad que esto requiere tratándose de cosas muy serias. Pero he pensado que por encima de los respetos humanos y la falsa prudencia está la caridad fraterna. Y desde la humildad de sentirme uno más del grupo de los llamados por el Señor sin merito alguno, expongo lo que siento en el corazón. Los fieles laicos, que sufren nuestras miserias, se merecen una respuesta desde la fe.

Amigos y hermanos: No hace falta recordar que hemos recibido una sublime misión, empapada de una responsabilidad muy grande. Desde que fuimos ordenados ya no somos para nosotros, sino para los demás. Como diría el Papa, hemos sido voluntariamente expropiados de nuestro yo personal para invertirnos completamente en el Yo de Dios y en un nosotros con las almas que se nos han encomendado.

Y lo que realmente impresiona es que el Señor no ha querido despojarnos de nuestra propia humanidad, con todas sus grandezas y miserias. Profesamos una religión de  Encarnación. Cristo se hizo hombre para salvar al hombre desde su propia condición, aunque su Humanidad era santísima.  Nosotros seguimos siendo hombres entre los hombres. Con todas las tendencias vivas, y las tentaciones acechando en cada paso que damos. Pero debemos ser distintos porque allí donde estemos somos Cristo en acción permanente.

Contamos con medios muy poderosos para ser fuertes ante las dificultades: La Eucaristía, la Penitencia, la Palabra de Dios, la Oración, las virtudes teologales, las cardinales, los dones del espíritu Santo, el amor de Dios y de la Iglesia, la confianza que el Pueblo de Dios pone en nosotros, el cariño de María y de todos los santos, el Ángel de la guarda y el Arcángel ministerial…

Pero podemos pecar de imprudentes y meternos insensatamente en el fango. En la basura que hay en la vida y de la que prevenimos constantemente a los fieles laicos. Hace falta mucha madurez humana, mucha personalidad, y una autenticidad sin fisuras. Pienso que muchos no debieron ser ordenados sacerdotes. Los obispos no deben dejarse angustiar por la falta de clero. El candidato al sacerdocio debe ser íntegro, de una pieza, aunque sea pecador. Si a los que se van a casar les exigimos discreción de juicio para saber a lo que se comprometen, y capacidad para asumir las obligaciones propias del matrimonio, a los que aspiran al sacerdocio no deben ser menos. Mucho más.

Una cosa es que tengamos la mala suerte de cometer un pecado, del que hay que arrepentirse y expiar su culpa. Y otra cosa muy distinta es llevar una doble vida, poniendo la cara buena a la hora de predicar y haciendo lo contrario a la hora de la verdad. Casos se están dando muchos por desgracia. El demonio se está cebando en el mundo clerical. Porque es diabólica la pederastia, la infidelidad, la falta de coherencia, el aseglaramiento, el abandono de los deberes ministeriales, la defensa de una concepción herética de las verdades de fe, el intentar apropiarse de la Iglesia amañándola a los intereses ideológicos y políticos de algunos sectores, el anteponer el nacionalismo al catolicismo, incluso en algún caso, realmente inhumano, la defensa del aborto, del divorcio, de la homosexualidad…

Están proliferando las profanaciones y asaltos a los Sagrarios. Es culpa de los delincuentes, pero también culpa de la falta de fe en la Eucaristía de quienes tienen  a su cargo esos Sagrarios, que a veces están más indefensos que el buzón de las limosnas.  Estoy cansado de ver Sagrarios con la llave puesta, o iglesias y capillas poco vigiladas. Y no digamos nada de las comuniones a granel, como el que come pipas…

Que perdonen los fieles laicos que están leyendo esto mi sinceridad un tanto descarnada. Pero es lo que están percibiendo muchos. A mis hermanos sacerdotes les pido sencillamente seriedad. A los obispos vigilancia y valentía para corregir, y a los fieles laicos mucha oración por nosotros y que nos corrijan las veces que haga falta.

La Virgen en distintas revelaciones privadas, y algunas de ellas ya admitidas oficialmente por la Jerarquía, habla de la tribulación que iba a pasar la Iglesia por la infidelidad de muchos sacerdotes. Parece que se está cumpliendo. Pero Iglesia somos todos y hay que guiar mar adentro y echar las redes en el nombre del Señor, con sacerdotes o sin ellos, y cogeremos la pesca milagrosa.

Que me perdonen mis colegas. Rezo por todos y pido que recen por mí, ya que, como dice la Palabra de Dios: “El que esté en pié mire no caiga” “El que esté sin pecado tire la primera piedra” (Jesús). “Si decimos que no hemos pecado, somos mentirosos.” (Juan).

Querido lector, contamos contigo para que los sacerdotes podamos siempre ser cien por cien sacerdotes. Dios se lo merece, vosotros también, y nosotros lo necesitamos. Nos va en ello la Vida Eterna.

Perdón por el atrevimiento y muchas gracias.

Juan García Inza

Juan.garciainza@gmail.com