Actualizado 7 enero 2011
En 1947, mientras en un pueblecito italiano del Gargano, un fraile capuchino, estigmatizado, experimentaba desde hacía decenios la divinidad y el éxtasis, y se declaraba dispuesto a cargar con todos los sufrimientos, con tal de poder seguir viendo el rostro de Cristo y sus ojos, llegaba a Nueva York un joven moreno de mirada inquieta, Jack Kerouac, que se convertiría en uno de los más célebres escritores de la literatura mundial: Una entera generación, la beat generación, le aclamó como su portavoz e intérprete.
Kerouac se convirtió en un icono de la trasgresión, en símbolo de los hippies y de las revueltas juveniles. Pero sin embargo en una entrevista televisiva se le preguntó: «Se ha dicho que la beat generación es una generación en busca de algo. ¿Qué es lo que están buscando? Kerouac contestó: A Dios. Quiero que Dios me enseñe su rostro».
El beat identifica un estilo de vida sin reglas e inquieto, que lleva actitudes contestarías y de rebeldía. Sin embargo, Kerouac en un artículo en 1957 afirmará: «que el fenómeno beat expresa algo más profundo, el deseo de marcharse, fuera de este mundo (que no es nuestro reino), hacia lo alto, en éxtasis, salvados, como si las visiones de los santos claustrales de Cartres y Clairvaux volvieran a aflorar como la hierba en las aceras de la civilización cansada y dolorida tras sus últimas gestas… No he vuelto a oír hablar ya de Dios, de las Ultimas Cosas, del alma, del a-dónde-estamos-yendo, entre los chicos de mi generación. Finalmente Kerouac llegará a decir, Dios tengo, tengo que verte el rostro esta mañana, tu rostro a través de los cristales polvorientos de la ventana, entre el vapor y el furor; tengo que oírte sobre el estruendo de la metrópoli. Estoy cansado Dios. No consigo divisar tu rostro en la historia. La vida no es suficente…Entonces ¿qué es lo que quiero? Quiero una decisión para la eternidad, algo que escoger y de lo que no deba alejarme jamás… aquí en la tierra no hay lo suficiente que desear». Kerouac expresa esa enorme sensación de vacío, esa carencia insalvable que los seres humanos experimentan toda la vida. De ahí ese devanarse los sesos acerca del sentido de la vida.
El único modo de ver el rostro de Dios, es decir, convertirnos en divinos, es mirar a Jesús. El es la única senda hacia la civilización. El principio del Paraíso. El Verbo se ha hecho carne para darnos el poder de convertirnos en hijos de Dios. La divinización es, por lo tanto, razón absoluta de la Creación. Como dice San Agustín: «Para hacer dioses a los que eran hombres, el que era Dios se hizo hombre».
Todas las especies hallan en este planeta satisfacción a sus necesidades. A cada una de sus necesidades vitales proporciona la naturaleza respuesta. Menos la especie humana. Es la única que no encuentra en la naturaleza aquello que le proporciona satisfacción y sosiego. De manera que queda permanentemente desazonada. Incluso cuando consigue alcanzar todo lo que le hace falta para sus necesidades vitales y a poseer incluso lo superfluo, sigue inquieta a causa de una continua insatisfacción.
Nuestra hambre de felicidad, de belleza, de amor, es hambre de una felicidad, de una belleza de un amor que no terminan y no declinan con el tiempo, son sentimientos que no se marchitan. En definitiva son algo que roza lo divino. Todo nuestro ser está impregnado de esa nostalgia y encaminado para convertirse en «dios».
Uno de esos hombres que comenzó en esta tierra ese camino fue el P. Pío. Y es que San Francisco de Sales nos ilumina al respecto: Dios, tras haber confirmado en su gracia a la Virgen, preservándola del pecado(….), destinó también otras gracias para un numero pequeño de raras criaturas (…), como en San Juan Bautista y muy probable en Jeremías y en algunos más, con el fin de que se manifestaran constantes en su amor (…) Tales almas, en comparación con las demás, son como reinas, que siempre coronadas de caridad conservan su lugar principal en el amor del Salvador, después de Su Madre…».
El padre Pío, es uno de esos hombres, fue escogido desde su nacimiento con vistas a «una enorme misión».
¿De qué inmensa misión podrá tratarse para tener como parangón al profeta Jeremías y al Bautista? Estas últimas, son dos figuras, que cada una en su momento, anunciaron dos acontecimiento cruciales de la historia de la salvación: el primero, la promesa del Nuevo Pacto; el segundo anunció cu cumplimiento, es decir, la llegada de Jesús, la Nueva Alianza, el Reino de Dios. Por lo tanto, ¿Cuál podrá ser la misión del padre Pío? ¿Qué tiempo es el nuestro?
Monseñor Piero Galeone, que no es el único, ha testimoniado el haber visto nada menos que en dos ocasiones cómo se transformaba el rostro del padre Pío en el rostro de Jesús: «Una mañana, al finalizar la misa, en el momento de la comunión, el padre ofreció la ostia una persona a su lado: después el padre Pío se colocó delante de mí y, tomando entre sus dedos la partícula, la miraba con tal intensidad que la sostuvo un buen rato quieta, elevada ligeramente sobre la píxide. Esos momentos de espera me obligaron a mirar atentamente cualquier movimiento del padre Pío. Pero, para mi sorpresa, vi claramente cómo sus rasgos se alteraban, adoptando los de Jesús. Era de estatura normal, con hábitos sacerdotales, tenía los ojos serenos, un rostro dulce, labios con un gesto de sonrisa».
Pero hay más aún, en las actas del proceso de beatificación se encuentran testimonio análogos. El padre Alberto D´Apolito afirma haber visto varias veces el rostro del siervo de Dios transfigurarse en el rostro de Jesús. Una análoga experiencia tuvieron su padre Salvatore, un amigo suyo y el profesor Rocco Guerini de Roma.
Por lo demás, en todos los gesto del padre Pío y en su propia carne se traslucía Cristo y su divina humanidad. De los estigmas a los dones sobrenaturales. Tenía el don de sanar a los incurables y de convertir a los pecadores, de prorrogar el tiempo de la muerte y de conocer el tiempo exacto de ésta, de saber el lugar en el que se hallaban las almas de los difuntos. Luchaba con Satanás y espantaba a los demonios, escrutaba los corazones, agitaba las almas e iluminaba las mentes más con los testimonios que con las palabras. Conocía la vida de los santos, la historia de la Iglesia y de la humanidad. A muchos les predecía el futuro, seguía a los buenos y a los malos.
No nos percatamos lo suficiente de que, bajo el nombre de Padre Pío, se ocultaba el más hermoso de entre los hijos de los hombres, que en su inextinguible caridad, quiso caminar de nuevo en medio de sus redimidos. En Palestina vino antes de su muerte. En Italia, vivió visiblemente, al cabo de veinte siglos de su muerte.
(Texto entresacado del libro de Antonio Socci, El Secreto del Padre Pío).