Hace apenas unas semanas he tenido la oportunidad de comprobar que la verdadera caridad apenas hace ruido. Sucedió en Calcuta, en un verano marcado por la celebración del centenario del nacimiento de Madre Teresa. Llevaba tiempo queriendo conocer de cerca a esas personas que cedían a los más pobres el grueso de su curriculum. Y allí me he encontrado con historias como la de Miguel, Antonio y la hermana Inmaculada.
A Miguel le cuadraban las cuentas, pero su vida estaba en números rojos. La muerte le dejó huérfano de mujer y de madre, y optó por terminar el duelo con un tajo en la muñeca que no funcionó. Un viaje le llevó hasta Calcuta y, en medio de una calle donde cuervos y niños se disputaban la basura, se fijó en dos saris blancos y azules que, agachados, tocaban los pies llagados de una anciana. Fue su primer encuentro con las Misioneras de la Caridad, y ahora lleva 10 años ayudando a cuidar a los enfermos.
La de Antonio es una historia que termina en sonrisas. El suelo en el que nació no le dejó ni nombre ni padres que quisieran cuidarlo. Lo recogieron las Misioneras de la Caridad. Junto a ellas creció y se sintió digno y querido. Ahora es el guía turístico más solicitado por todos los voluntarios. Sólo él consigue los mejores precios, es un maestro en el arte del regateo y sabe dónde puedes encontrar el mejor ángulo para la foto. Nada en especial, si no fuera porque Antonio es sordomudo. Al despedirse, me entregó uno de sus tesoros: una foto arrugada de Madre Teresa recortada de un periódico.
La última historia se llena con la sonrisa de la Hermana Inmaculada, una joven monja toledana que lleva 9 años en la India y todavía no se ha habituado a la crudeza del país. Tiene la suerte de cuidar a los bebés recién nacidos, bien abandonados o bien cedidos por madres que no quieren o no pueden criarlos. La conocí en una pequeña sala donde descansaban unos 15 bebés en sus cunitas. En una esquina dormitaba un bebé de pocos gramos rodeado de muñecos, vendas y tubos. La Hermana Inmaculada le miró con infinita ternura y, con una sonrisa, me dijo que le quedaban pocas horas de vida. Acababan de bautizarle y lo habían celebrado por todo lo alto; un hecho inusual, porque las Misioneras de la Caridad respetan de forma exquisita la religión de cada uno de sus enfermos, y a los niños no se les bautiza a la espera del deseo que puedan tener sus potenciales padres.
Yo sólo pude mirar al niño y pensar que acababa de acariciar un trocito de cielo. En Calcuta he visto a voluntarios dando muestras de una generosidad inimaginable y, sobre todo, he aprendido que tan sólo el amor a Dios y las horas de adoración ante el Santísimo de las Misioneras de la Caridad dan respuesta a lo vivido en estos días.
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