Posted by jorgellop en Septiembre 16, 2010
Juaná era como un reloj de sol que solo marca las horas de luz. La conocí en un lugar poco favorable para la alegría: la consulta de radioterapia de un lospital. Mi historia había comenzado un par de meses antes, cuando supe que aquellas pequeñas hemorragias se debían a un tumor uterino.
(…)
Sentía una extraña sensación de distanciamiento. Poco a poco, la noticia fue tomando cuerpo en mi cerebro: tenía cáncer. Y allí estaba yo, sola, consciente de la gravedad. Pero sin sentir ni miedo, ni histeria.
Recordé el mal rato que había pasado la doctora al comunicármelo, evitando incluso pronunciar la palabra “cáncer”; le agradecí su intención, mientras, curiosamente, mi atención se fijaba en sus pendientes, que se movían al compás de cada uno de sus gestos. Me explicaron con claridad mi situación y las terapias que se aplicarían.
La intervención quirúrgica transcurrió sin complicaciones. Después, los médicos completaron el tratamiento aplicándome 30 sesiones de radioterapia. Allí conocí a Juana, esperando el turno de radiación, en su caso por un tumor mamario. Era aquel un sótano triste, con una sala de espera envuelta en un ambiente agobiante, cada uno con su cruz a cuestas, un lugar donde no se hablaba demasiado.
Juana era una mujer de complexión fuerte, aunque muy demacrada y sin pelo. Su mirada invitaba a la cordialidad y entablamos una conversación que terminó cuando las enfermeras me llamaron para conducirme a la zona de radiación.
En los días siguientes fui conociéndola mejor; venía de un pueblo de Toledo y, a pesar de que la combinación entre la quimioterapia y las radiaciones la mantenían en una situación bastante precaria, su compañía surtía el efecto de una inyección de optimismo.
Cuando la mañana amanecía apacible, salíamos al exterior. Me dijo que, al descubrir su enfermedad, se propuso no dejarse vencer por el temor y que ese ánimo había conseguido transmitírselo a su familia, en especial a su marido, que como ella decía —acompañando sus palabras con una sonrisa de ternura—, era un poco “agonías”.
Una tarde en la que yo me encontraba baja de ánimo. Mientras charlábamos en el jardín acompañadas de un tibio sol invernal, notando mi decaimiento, y tomándome las manos, me dijo: “No te dejes abatir. Fíjate en ese rayo de sol; solo por sentir su caricia en la piel, ya merece la pena la vida. La alegría de sentirse vivo tiene que estar por encima de todo. Mírame a mí, sin pelo, mutilada, ¡pero viva!”.
Nunca sabrá cuánto me ayudó aquel día.
Seguimos en contacto y supe de su recaída. La visité y tuve que hacer un terrible esfuerzo para disimular la impresión que me causó. La enfermedad había hecho estragos, pero me saludó con alegría y me apretó la mano con un vigor insospechado. Entonces supe que Juana seguía siendo el espléndido ser humano, lleno de fuerza interior. Que había conocido.
Su lucha resultó muy dura y a veces temí que no pudiera superarlo, pero lo consiguió. Hoy, después de cinco años de su última operación, ya recuperada y con el precioso regalo de dos nietos, sigue haciendo feliz a todos cuantos tenemos la suerte de tratarla.
El mundo es mejor porque existen personas como Juana. ¡Dios la bendiga!
MARIBEL EGIDO CARRASCO