UN PUENTE SIEMPRE ABIERTO ENTRE CIELO Y TIERRA
de Riccardo Caniato
Una vez, un peregrino le preguntó a un musulmán que estaba en Medjugorje: «¿Por qué viniste?» Y él le contestó: «Si la Madre de Jesús hizo todo este camino para encontrarnos, lo meno que yo podía hacer era venir aquí por Ella.» Viajé a Medjugorje por primera vez en 2001. Salí como periodista, regresé de ahí como testigo. Si en un principio prevalecía la curiosidad, que por cierto en mi profesión se considera una virtud, ahora el enfoque es diferente. Respecto a estos eventos tan peculiares, he tenido un camino interior que se puede resumir en tres etapas: la Virgen se aparece, entonces está viva, luego mi fe es auténtica.
«¡YO ESTOY AQUÍ!»
Cuando llegué a Medjugorje encontré una realidad exteriormente diferente de la que me habían descrito los que lo habían visitado en los años ’80: el pueblo campesino de entonces se había transformado en una pequeña ciudad moderna y prospera, que se había dotado de hoteles, pensiones, tiendas, bancos, puestos de comida y joyerías, como es normal en un lugar que atrae cada año a millones de personas. Sin embargo, al entender más la vida de ese lugar, entendí en mi interior que la atracción que desencadena todo esto es otra y es la misma desde 1981. Medjugorje es un lugar donde se experimenta el amor de Dios. Por donde miras, ves a personas de diferentes países – europeos, es cierto, pero también muchísimos libaneses, coreanos, japoneses, hasta chinos-, religiosos y religiosas de cientos de nacionalidades, incluso muy jóvenes, consagrados de viejas y nuevas realidades eclesiales, que aquí han encontrado o renovado su vocación. Medjugorje es una iglesia siempre llena a más no poder, en que se lee el Evangelio en diferentes idiomas, Medjugorje son veinte mil jóvenes que en verano alaban y cantan a Dios. Al mirarlos me acordé del pequeño Danjel y del anciano Jozo, los primeros en recibir un milagro… En la Biblia se lee que un día los ancianos y los niños se levantarán y bailarán juntos: Medjugorje ha sido para mí un anticipo de la Nueva Jerusalén, la toma de conciencia de una humanidad que vive de la providencia, alegre, confiada, entre los brazos de un Padre.
Han transcurridos casi treinta años, todos los videntes se han casado, algunos de ellos viven en otro lugar, pero este lugar no ha cambiado su esencia: Medjugorje ha estado orando treinta años, se ha arrodillado frente al Santísimo y a la Cruz. Medjugorje ha estado subiendo descalza al Podbrdo y al Krizevac. Medjugorje regresa cada día con Vicka para recibir miles de peregrinos en la escalera de una vieja casa de Biakovici; Medjugorje ha escuchado la palabra de María durante treinta años: porque Ella aún se aparece y Ella misma en algunos mensajes lo ha dicho: «Yo estoy aquí!»
LA VIRGEN «NOS» BENDICE
La primera vez que asistí a una aparición, estuve observando todo lo que pasaba alrededor: Hoy, se me presenta la ocasión, me quedo con mi cabeza entre mis manos, tratando de mirarme a mí mismo.
Esa primera vez fue en casa de Marija, en Italia, con su familia; había otras personas. Había ido con actitud profesional, pero no era prevenido porque la aparición es una modalidad de la revelación de Dios: no es por caso que el Evangelio empieza con la visita del ángel a María y termina con las apariciones de Jesús Resucitado.
Como a las 5:15 p.m. se empezó a rezar el Rosario. Estábamos de rodillas frente a una imagen de bulto de la Virgen, único elemento sagrado en la sala de esta moderna, muy limpia y ordenada sala, de un clásico departamento de ciudad.
Participaban también los hijos de María, en ese entonces pequeños que un momento se colgaban del vestido de su mamá, otro provocaban a los presentes en un juego de miradas. Marija y Paolo los dejaban pero ella de vez en cuando les llamaba la atención con firme ternura para que se portaran bien. Al terminar la coronilla, la vidente guió la oración del Credo y de los siete Pater, Ave y Gloria, hasta cuando de pronto cayó el silencio. Eran como las 5:45 p.m. En ese momento Marija miraba hacia un punto determinado en alto, sus mejillas encendidas de un color más fuerte. En la habitación no volaba una mosca. Obviamente yo no veía ni escuchaba nada pero era evidente que la joven mujer estaba hablando con alguien. Sus labios se abrían y se cerraban como en una conversación normal, aun cuando desde el primer momento del éxtasis no se percibía el sonido de su voz. Como se me había permitido sacar algunas fotos, busqué un ángulo favorable, pero como había gente y el espacio no era grande, para encontrarlo tuve que pasar exactamente frente a Marija. Fue un segundo: miré derechito hacia sus ojos y me di cuenta que su mirada se había quedado indiferente: al menos los ojos no mostraron ningún parpadeo y la joven seguía comunicándose más allá de mi persona. Desde mi nueva perspectiva la veía hablar o prepararse a escuchar: sobre su rostro, a veces extasiado a veces más contraído, pasaban participación y sentimientos diversos. En ese momento el hijo más pequeño le pasó entre las piernas y trató más de una vez de atraer la atención de su mamá. Inútilmente. Por fin Marija bajó su cabeza, la levantó y entonó el Magnificat. Habían transcurrido cuatro minutos.
Inmediatamente después nos dijo que la Virgen había orado y escuchado las intercesiones. Ese encuentro termino, entre un pastel y una bebida, en un ambiente familiar: me vinieron a la mente las primeras comunidades cristianas que se reunían para orar y compartían lo que tenían. Esa noche una frase dominaba mis pensamientos: «La Virgen nos bendijo». Marija había dicho exactamente «nos»: no sólo la vidente sino que cada uno de nosotros ahí presentes había sido objeto de la atención de la Virgen. Más adelante, otra vidente, Mirjana, me confirmó este concepto. Cuando le pedí que orara para un niño que estaba a punto de muerte, ella cándidamente con sencillez me contestó: «Está bien, pero acuérdate que mi oración vale como la tuya.» No me dejó el tiempo de contestarle y aclaró: «Si yo hiciera diferencias entre mis hijas, no sería una buena madre. La Virgen es (una buena madre).»