Que la fuerza te acompañe

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Alec Guinness: que la fuerza te acompañe


01/06/2010 | Kiko Méndez-Monasterio

Pronto adquirió maneras de dandy.

Tuvo una infancia triste, dickensiana, donde ni siquiera faltaba el padrastro alcoholizado y violento. A pesar de sus esfuerzos por encontrarlo, nunca conoció a su verdadero padre, y hasta dudaba mucho de que su propia madre pudiese identificarlo con certeza, guardando para siempre una opinión terrible sobre ella. Por eso hay algo de providencial justicia en que fuera ‘san Dickens’ -patrón literario de los niños maltratados- quien lo lanzara en su carrera de actor cinematográfico, consiguiéndole el primer papel importante en Grandes esperanzas, una magnífica adaptación que hizo David Lean de la gran obra del escritor inglés. Luego vendría Oliver Twist, y muchas más, que en el cine llegó a ser con igual éxito el príncipe aliado de Lawrence de Arabia, el maestro Obi Wan Kenobi o el oficial perfecto en el puente sobre el río Kwai, donde su creíble entereza y una canción silbada devolvían la fe a un puñado de soldados prisioneros.

Antes había destacado en el teatro, y en cierta ocasión recibió una impertinente visita en el camerino, la de un reverendo que le corrigió sobre un curioso detalle de su personaje: “Sólo he venido para indicarle que en la obra se santigua Ud. mal”, le dijo con un severo tono de reproche. Guinness estaba distanciadísimo de la religión, pero a pesar de la extraña manera de conocerse terminó trabando amistad con aquel sacerdote anglicano que durante la guerra -cuando el actor servía en la Royal Navy- consiguió acercarle de nuevo al culto. Al finalizar la contienda incluso acarició dudas sobre una vocación religiosa.

El catolicismo quedaba para más adelante, antes había que desprenderse de los prejuicios que le separaban de Roma. A ello contribuyó una anécdota bellísima, mientras rodaba una película en Francia, en la que interpretaba el papel del padre Brown. Durante un rato abandonó el rodaje para dar un paseo, sin quitarse su vestuario de sacerdote. El propio Guinness lo cuenta así: “Era de noche. No había andado mucho cuando oí unos pasos brincando detrás de mí y una voz aguda que me llamaba ‘Mon père!’. Un niño de siete u ocho años me agarró de una mano y, estrechándola con fuerza, se puso a sacudírmela mientras hablaba sin tino. Estaba muy alegre y no paraba de saltar y dar brincos. A pesar de ser para él un total desconocido, obviamente me había tomado por un sacerdote y confiaba en mí. De repente, con un ‘Bonsoir, mon père’ y una rápida inclinación de cabeza, desapareció a través del agujero de una valla. Mientras él volvía al hogar feliz y reconfortado, a mí me dejó con un extraño sentimiento de euforia y serenidad.

Proseguí mi camino pensando que una Iglesia capaz de inspirar tanta confianza en un niño no podía ser tan intrigante y horrible como a menudo se pretendía”. Leer ahora este testimonio sirve para comprender hasta qué punto el perverso consentimiento que una parte de la Iglesia ha otorgado a la revolución sexual -auténtica causante de los escándalos de pederastia- nos ha herido a todos.

* Artículo íntegro en el número 279 del semanario, desde el 28 de mayo en los quioscos.

Autor: Moral y Luces

Moral y Luces

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