Desde el cielo con humor
San Román Adame (25 de mayo): un cura en calzoncillos

¿Qué hace un cura en calzoncillos, a las dos de la mañana, en la plaza del pueblo? Buena pregunta para san Román, al que humillaron de tal guisa un par de días antes de morir. Podríamos contestar, sin temor a equivocarnos, que así, casi en pelota picada, también se puede dar testimonio de Cristo. Pero no adelantemos acontecimientos… Mejor les cuento la sencilla historia de este santo sacerdote.
Nació en Teocaltiche (México) a mediados del siglo XIX. Como miles y miles de curas a lo largo de la Historia, vivió entregado a las parroquias y feligresías que le fueron encomendando. Quienes convivieron con él, le recuerdan especialmente piadoso y dedicado a los enfermos y a los pobres, a los que ayudaba y evangelizaba por aquellos enormes ranchos mexicanos. ¿Algo de especial? Si entendemos que una vida tan discreta como santa no tiene nada de especial, pues no. Ahora bien: seguramente esa perseverancia cotidiana fue lo que le permitió llevar gayumbos con dignidad inigualable en el instante supremo.
Cuando Román frisaba la venerable edad de setenta años, el Gobierno mexicano, presidido por Plutarco Elías Calles, socialista y masón (ejem, ejem, no les digo más) y tras años de hostilidad contra la Iglesia, promulgó una ley tan rabiosamente anticatólica que sólo de soñar con ella nuestro ministro Caamaño se haría pis encima de la envidia. Cualquier manifestación pública de culto fue prohibida. Varios obispos dieron con sus mitras en la frontera. Muchos clérigos y laicos murieron, como se dice, por exceso de plomo en la sangre… inoculado por el ejército. Y otros tantos tuvieron que esconderse, como por ejemplo el bueno de Román.
Una tarde, ante la angustia de una parroquiana que sufría por la triste suerte de los sacerdotes en aquellos momentos, Román se limitó a contestar: “¡Qué dicha ser mártir! ¡Dar la sangre por mi parroquia!”. Quiso el destino que un Judas del lugar encauzara los deseos del cura, delatando su escondrijo a una patrulla de soldados. El pelotón era comandado por una especie de Marcos Ana con sombrero charro, deseoso de ahorcar al último cura con las tripas del último obispo, por lo que, en cuanto cayó la noche, irrumpió en la vivienda donde se ocultaba el ‘padrecito’ y le sacó de la cama como hemos contado al principio, en paños menores.
El padre Román estuvo preso sesenta horas, durante las cuales no le dieron de comer ni de beber, por lo que su salud se deterioró cual bolsillo de pensionista español. Unos amigos del párroco suplicaron por su vida, a lo que el mandamás del destacamento, el coronel Quiñónez, respondió: “Tengo órdenes de fusilar a todos los sacerdotes, pero si me dan seis mil pesos en oro, a éste le perdono la vida”. Al oír aquello, todos se fajaron para reunir la pasta, mas cuando la pusieron en manos del canalla, éste ordenó fusilar… ¡a los vecinos que habían contribuido en el rescate! Sólo la intervención de personas influyentes en la comarca consiguió evitar la matanza, pero no salvó a Román. El coronel se quedó con el dinero y mandó liquidar al sacerdote sin importarle las lágrimas de todo el pueblo.
* Artículo íntegro en el número 278 del semanario, desde el 21 de mayo en los quioscos.