Del diario de Verónica

La Verónica en el Via Crucis de Aldeafuente

Aquí, en el Cielo, todos me llaman Verónica. En la tierra tenía otro nombre que ya no recuerdo, y muchos historiadores dicen que no he existido, que soy sólo una piadosa leyenda. ¡Si supieran cuántas “leyendas piadosas” son más reales que las historias que ellos relatan!

Sí, es verdad que cuando me vine al Cielo dejé en la tierra un lienzo blanco con el rostro de Cristo impreso. Unos dicen que ahora está en la Basílica de San Pedro, otros que en el Monasterio de la Santa Faz, en Alicante, en la Catedral de Jaén o en la Basílica del Sacré Coeur, de París. Yo podría aclarar la cuestión, pero es mejor dejarlo así. El verdadero icono, el “vero icono” (de ahí procede el nombre de “Verónica” que me pusieron) está en el corazón de cada uno de los que creen en Él.

Pero vale la pena que os cuente mi historia.

Nunca había visto a Jesús de cerca hasta que entró en Jerusalén montado en un borrico. Mis primos me avisaron de que llegaba, y me dijeron que era el Cristo, el heredero del trono de David. Yo, que ya tenía catorce años y acababa de celebrar mi matrimonio dos días antes, salí corriendo a la calle con uno de los ramos de flores que todavía quedaban en casa, para entregárselo al Señor. Eran unas flores preciosas: rojas, blancas, amarillas, violetas…

Estuve muy cerca de Jesús, pero no pude darle el ramo. Para cuando llegué, ya los niños me habían arrancado una a una todas las flores y las habían arrojado al camino o sobre el borrico. Yo quería llorar porque había perdido mi regalo, pero entonces Jesús me miró, tomó con la mano derecha una flor que había caído sobre las crines del burro y, sin dejar de sonreírme, la besó.

Volví a casa corriendo y cantando. Le dije a mi esposo que teníamos que volver juntos para que el Mesías bendijese nuestro matrimonio y así lo hicimos, pero ya no pudimos encontrarlo. El Señor parecía haberse esfumado.

Volvimos a verlo unos días más tarde. Tenía el rostro desfigurado y todo su cuerpo era una llaga. Llevaba sobre los hombros el madero trasversal de una cruz enorme. Un soldado romano le azotaba en las piernas mientras le gritaba que caminase más deprisa. Mi esposo no pudo contenerse y agarró al soldado por el brazo. Éste lo rechazó de un empujón y yo aproveché ese momento para acercarme a Jesús.

Vi su cara malherida, empapada en sudor, lágrimas y sangre. Yo llevaba conmigo un lienzo blanco que me habían regalado el día de mi boda. ¿Qué iba a hacer? Con el mayor cuidado que pude, limpié el rostro del Señor. La caravana se había detenido. Jesús volvió a mirarme. Un segundo después, alguien me empujó para que me apartara y me encontré de nuevo llorando en los brazos de mi esposo.

Al caer la tarde supe que Jesús de Nazaret había muerto. Sólo entonces tomé de nuevo el lienzo. No tenía intención de lavarlo, pero tampoco sabía qué hacer con él. Lo desplegué y allí estaba, nítido y claro, el rostro bellísimo del Señor.

Se lo mostré a mi marido:

—Es el mejor regalo de boda que nos han hecho —me dijo—.

Desde aquel día fuimos discípulos del Maestro. Ahora, en el Cielo, también él me llama Verónica.

Autor: Moral y Luces

Moral y Luces

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