Ramón, Mercedes y sus ocho hijos

Decía Ralph Waldo Emerson que el éxito consiste en obtener lo que se desea; y la felicidad, en disfrutar lo que se obtiene. Ramón es un hombre feliz (”soy el hombre con más suerte del mundo”, reconoce). Y no es que no quiera alcanzar el éxito (tal y como entendemos el concepto ‘éxito’), es que hasta ahora se le ha negado. Y vivir en el caos ordenado, como él define su vida, no ayuda. El caos, por supuesto, tiene nombre: Ramón, Mati, Mercedes, Pablo, Juan, los mellizos Pedro y Conchita, y Pascual, el pequeño. Sus hijos, su familia numerosa de primerísima clase. Y las ocho razones por las que los negocios de Ramón, de profesión padre feliz y emprendedor infatigable, aún no han culminado del todo su merecido éxito.
Ramón estudió Empresariales en Icade. Cuando finalizó la carrera consiguió, con la insistente recomendación de un íntimo amigo, un puesto en una importante empresa financiera, al que aspiraban 80 personas; “¿Estás seguro, Ramón?” “Sí, sí, Javier, es el sueño de mi vida”. “¿De verdad?” “¡Que sí, que sí!”. A los cuatro días, Ramón “se ahogaba” y abandonó el barco. En realidad, el sueño de su vida era ser empresario, su verdadera vocación era crear. Pero su primera gran decisión “empresarial” lo llevó directamente al paro.
Fue duro, reconoce, porque además pretendía casarse. Transcurrido un año, la suerte le sonrió y aceptó un puesto en una pequeña empresa de vending; se casó, con su inseparable Mercedes, y tuvieron a sus dos primeros hijos. Esperando el tercero, la empresa de vending murió. Esta vez, ni siquiera había paro.
Cajas con sonrisas
Entonces contactó con su padrino, su querido tío Capi; compraron las máquinas de vending de la empresa que acababa de cerrar y tiraron para adelante. Milagrosamente lograron colocarlas todas, más de 80, una a una, y su propia empresa empezó a funcionar. Con 3 hijos, un mísero local de 10 m2 en un sótano de la calle Delicias, rebosante de cajetillas de tabaco y bolsas de snacks, compartiendo el frío y la satisfacción emprendedora con su socio y padrino, Ramón era un hombre feliz. Y eso a pesar de las jornadas de trabajo (empresario-chófer-reponedor-recaudador), que se alargaban hasta las once de la noche, y tres hijos pequeños que alargaban la jornada de padre hasta mucho más tarde (o mucho más temprano, según se mire).
Al año, tío y sobrino decidieron volar por separado. Ramón y su familia se mudaron a las afueras, a una casa con garaje, que le ahorró el gasto de local y de almacén. Y allí creó su primera empresa enteramente suya: Tentempié, unas cajas de aperitivos con una sonrisa (”a mí me encantan las sonrisas”), repleta de productos “a 100 pesetas”. A través de un amigo, logró una base de datos de pymes, y comenzó a introducir el producto en naves, polígonos y empresas de todo Madrid. Una a una, y puerta por puerta. Llegó a colocar mil cajas, que él mismo reponía y repartía, junto a otros tres empleados. Sospechaba que uno de ellos le robaba y un detective se lo confirmó; tenía que echarle, obviamente, pero no lo hizo: “Es cocinero, es fuerte para cargar, tiene una hipoteca de 700 euros que no podrá pagar si se va a la calle; además, está muy arrepentido”. Hoy, sigue trabajando para él.
Aparte de intentar siempre acertar usando la mejor reflexión y el sentido común, son estas decisiones más humanas que empresariales, más sentimentales que financieras, las que definen el estilo de Ramón; y son también una de las razones por las que no quiere (o no debe) tener socios. La otra razón, reconoce entre risas, es que “me costaría dar explicaciones de lo que cuesta esta familia”. Y es cierto. Con las inexistentes ayudas que reciben las familias numerosas en España, se hace tremendamente difícil alimentar, vestir, curar, asegurar, enseñar y entretener a ocho hijos. Su ordenado caos particular.
Y también se hace muy difícil mantener un orden empresarial entre tanto imprevisto familiar. “Si lo quieres tener todo perfecto y controlado en casa, no puedes tener ocho hijos”, dice Ramón, mientras suena el teléfono (”¡Matiii, es para ti!”), un helicóptero sobrevuela la mesa del comedor y un balón rebota accidentalmente en el televisor, donde el hermano mayor trata de jugar al tenis en la Wii con el niño americano de intercambio.
Y añade: “No soy un inconsciente ni un temerario. Lo que pasa es que las cosas no siempre salen como tenemos planeado. Hay que confiar en Dios”. Y así es. Cuando la cosa parecía funcionar de maravilla, al fin, después de tantos años de esfuerzos, sacrificios y desventuras; con nuevas máquinas y más beneficios, una empresa propia con seis empleados y una casa con cinco hijos y dos mellizos en camino… llegó el euro. Y con él, la mala fortuna, de nuevo. El cambio de moneda hizo caer las ventas un 70%. Y si ya era muy complicado mantener a una familia que tragaba más de lo que se ganaba en tiempos de bonanza, ahora era casi imposible. Ramón no se desanimó: “Como siempre, eché mano de la fe. Nunca me planteé dejarlo. Simplemente, había que seguir luchando”. Y se ríe (Ramón siempre se ríe cuando relata alguno de sus infortunios).
Del campo a casa
“Audentes fortuna iuvat”, la fortuna favorece a los audaces, sentenció Virgilio. Y Ramón, entre otras muchas virtudes, es audaz. Y uniendo esa audacia con la necesidad, de la que siempre hace virtud, nació su nuevo proyecto: “Del Campo a Casa” (www.delcampoacasa.es).
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