Ganar es poder

Invictus

10/02/2010 | Enrique García-Máiquez

El líder surafricano Nelson Mandela vio en el Campeonato del Mundo del Rugby de 1995, celebrado en Sudáfrica, una extraordinaria oportunidad de cohesionar al país.

El rugby era un deporte de la minoría blanca y los colores de su camiseta un símbolo del apartheid. Contra esa concepción se dispone a luchar Mandela, con la colaboración de los jugadores del equipo, especialmente de su capitán. La victoria deportiva se convierte, por tanto, en una cuestión de Estado y la épica del deporte trasciende su manida categoría de metáfora o analogía para alcanzar el valor de un símbolo y una trascendencia real.

La película trabaja, con contundente eficacia, con estas coordenadas. Las interpretaciones de Morgan Freemann y de Matt Damon son muy convincentes. No es una cuestión menor, porque alrededor de ellos gira la película, que sólo comparten protagonismo con la nación sudafricana. Lo hace del mismo modo que giraría cualquier narración épica alrededor de los héroes y del pueblo, más o menos anónimo.

‘Rugby’ y heroísmo

Algunos críticos se han extrañado de la escasa presencia de Clint Eastwood. Comparan Invictus con otras entregas suyas, y comentan que, aunque ha mantenido el pulso de director, y que la película tiene un ritmo perfecto y una factura impecable, se ha diluido su personalidad.

Probablemente sea un efecto buscado por el propio director, consciente de que en las narraciones épicas, el poeta ha de hacerse invisible, para no restar con su voz el más mínimo protagonismo a los héroes y a la acción. No es una coincidencia tampoco que haya buscado la impersonalidad en la primera cinta que rueda después de despedirse definitivamente de su papel de actor.

Que Eastwood ha tenido muy claras las exigencias del género épico puede verse también en la manera en la que ha filmado las escenas de rugby. Recordaban, por su violencia y sus primeros planos descarnados, a One million dollar baby. No ha buscado embellecer las peripecias del juego para nada y nunca, consciente de que la estética suaviza la épica, ha mostrado ninguna carrera limpia. Esas carreras, aunque no son frecuentes, son de una belleza indiscutible, lo más bonito del rugby. Pero al director le interesaba descarnar el deporte que estaba filmando.

La forja de una nación

Porque era más que un deporte, más que un espectáculo: era la forja de una nación. Las historias que subrayan este hecho: la asistenta de color de la familia, las relaciones entre los guardaespaldas de Mandela, el niño que escucha la final con la policía han sido tildadas de exageradas. No lo creo. La historia que se cuenta es muy grande: el nacimiento de un país, y Eastwood no quiere dejar ni una sombra de duda sobre su intención.

A los españoles, Invictus nos interesa más por otros motivos. Pertenecemos a una nación en crisis de identidad, y sus lecciones, si alguien quisiera aprenderlas, nos vendrán muy bien. La primera, una advertencia sobre la peligrosidad de permitir bromas con las selecciones deportivas de las comunidades autónomas. Mucho se ha dejado en manos de los políticos locales, pero la importancia como catalizador de sentimientos de los equipos deportivos no conviene olvidarla nunca.

Y tras la advertencia la ilusión. Quizá la selección española de fútbol, que parte pronto hacia Sudáfrica, pueda inyectarnos un poco de moral colectiva y de sentimiento de pertenencia a nuestro viejo país.

Nos gustaría, por supuesto, que el patriotismo español hundiese sus raíces en la tierra bien fértil de su historia, más que los percances de una cita deportiva. Bien, pero no olvidemos que, como supo Mandela y nos muestra Eastwood, ya los griegos, nuestros antepasados, sabían de la importancia del deporte.

Joseph Kentenich, fundador del movimiento Schönstatt

Detenido por la Gestapo, internado en Dachau y desterrado de su tierra

14/02/2010 | Eduardo T. Gil de Muro *

Kentenich fundó el movimiento Schönstatt.

Hay que señalar como clave de la larga existencia de ochenta y tres años la condición comprometidamente personal y libre que Kentenich vivió con una generosidad e hidalguía memorables. No debió de serle fácil a este hombre atravesar entre incertidumbres una infancia de pueblo que pronto se sintió amenazada por el estrecho margen que lo doméstico le permitía al avance normal de la existencia.

Tampoco debió de ser cuestión pequeña el adaptar su tiempo y sus muchas condiciones naturales a la disciplina de una escuela y de unos seminarios en los que el sentido de la obediencia podía conducir en muchos casos a una especie de ciega obediencia que cercenaba en gran parte la natural tendencia de Kentenich a la propia disposición de las ideas y de los comportamientos.

Esos primeros años de la vida de Kentenich vinieron a revelar el profundo sentido que de sí mismo y de su trato con Dios fue apareciendo en su existencia presacerdotal. Cuando llegó al altar tras largos y combativos años de formación en los seminarios de los Padres Palotinos, Joseph Kentenich ya estaba seguro de que era Dios quien estaba conduciendo su existencia y quien seguiría trazando -a oscuras y segura- su tarea del futuro apostólico.

Su madre Catalina le había regalado de pequeño una mínima antología de pensamientos teresianos. Allí pudo aprender para siempre aquello tan abulense de que “sólo Dios basta”. “Dios es mi origen -escribía Kentenich- y tiene que ser, por eso mismo, la estrella que dirija mi vida. Todo pasa y mi vida tendrá que ser siempre un empeño de permanecer siempre en unión con Dios”.

Pero este proyecto casi místico tenía que tropezar con la adversa inseguridad de los calendarios y de los hombres. Kentenich se vuelca sacerdotalmente en la formación de una juventud que le cae en suerte cuando encuentra en Schönstatt un pequeño refugio del espíritu que, bajo la protección de la Virgen, se convierte pronto en una referencia espiritual que puede llegar a extenderse como una marea salvadora. Muchachos de este primer Schönstatt aparecen en los frentes de batalla de la Primera Guerra Mundial.

Kentenich mantiene con ellos una unión espiritual que recoge los mejores frutos cuando se regresa a las líneas de la posguerra. Kentenich, paso a paso, va urdiendo la teología de una presencia mariana que alienta, sobre todo, una sed de espíritu en la libertad interior y en la entrega a la tarea del Evangelio.

Una catacumba del horror. Schönstatt pasa de ser una víctima doméstica a ser un mensaje universal. Cuando aparece el laicismo agresivo del nazismo, Kentenich entra en sospechas oficiales: las SS lo vigilan, lo examinan en sus doctrinas, lo sienten cercano y peligroso. La libertad interior de Kentenich es en esos días tan intensa como ancha y agresiva.

*Autor de Historia de un hombre libre. Ed. Monte Carmelo

** Reportaje íntegro en el número 264 del semanario, desde el viernes 12 de febrero en los quioscos.

La virtud de patriotismo

El patriotismo es aquella virtud apoyada en la piedad que nos lleva a tributarle el respeto y honor debido a nuestra Patria, que nos ha dado las oportunidades necesarias para desarrollarnos plenamente. Santo Tomás de Aquino nos concreta cómo vivir el patriotismo: “A las personas constituidas en dignidad se les puede dar algo (…) en orden al bien común; por ejemplo, cuando se les presta un servicio en la administración de la república (…). Esto corresponde a la piedad, que da culto no sólo a los padres, sino también a la patria“. Nuestro agradecimiento se vuelve especialmente intenso cuando alguien -por ejemplo, un militar- entrega su vida en acto de servicio por todos nosotros.


Sor Verónica y el Monasterio de Lerma

EL ALMA DEL CONVENTO DE LAS CLARISAS DE BURGOS

Sor Verónica explica los motivos que le hicieron entrar en el Monasterio de Lerma

ReL ofrece en exclusiva un testimonio iluminador y único de la que es considerada el «alma mater» de ese milagro vocacional llamado Lerma: Sor Verónica. Más de 130 monjas jóvenes, la mayoría con carrera universitaria, venidas de toda España, conforman la comunidad de clarisas de Lerma, iniciadas en la vida religiosa por la citada monja.

Actualizado 14 febrero 2010

Sor Verónica, maestra de novicias del Monasterio de las Hermanas Clarisas de Lerma (Burgos) durante muchos años, y auténtica alma mater de ese «milagro» vocacional único en España, ha explicado por primera vez en un libro titulado «Ven y verás», los motivos que le hicieron consagrarse a Dios como religiosa de clausura.

La llamada
María José Berzosa, de nombre civil, entró el 22 de enero de 1984 en el Monasterio de Lerma consagrándose como Verónica María. No precisa el momento que se sintió llamada a entregarse completamente a la vida religiosa: «No sé un momento puntual en que Él me llamara; me puse a seguirle. Me coloqué en la fila de los cristianos y de los consagrados, y aquí estoy, en la Iglesia de Cristo».

«Cristo: mi amor»
«Al conoce a Cristo -señala Sor Verónica- mi Vida, mi Amor y mi Salud, no pude más que abrazarle y no querer soltarle jamás. Él ha crecido en mí, y yo he crecido en Él, y no pude más que elegirle como el amor de mi juventud: Señor mío y Dios mío, mi inseparable vivir. Él es mi identidad, Él es mi destino y mi vocación».

«¿A quién voy a seguir?»
Sor Verónica subraya que «todo mi ser de mujer ha quedado fascinado y cautivado por esta promesa y realidad: ¡He sido creada a imagen y semejanza de Cristo! ¿A quién voy a seguir? Sólo a Él, mi único e incomparable».

«Ser cristiana es lo mejor que me ha pasado»
«Ser cristiana es lo mejor que me ha podido pasar en esta vida -dice la religiosa-. Sólo en los cristianos he visto hecha carne la Vida que me fascina. ¿Qué tienen los cristianos para que así me cautiven?».

Hombres libres
Sor Verónica responde con contundencia: «Vi hombres libres y creí en la libertad. Me encantan los cristianos, porque en cada acontecimiento, lo entiendan ahora o más tarde, abrazan a Dios que sale al paso de su libertad siempre con un designio salvador, para levantarles a una altura insospechada, a la altura del Espíritu».

Fecundidad
«Me fascina ver cristianos libres en la salud de Cristo -escribe- que saben vivir con tanta vitalidad, con tanta fuerza y ánimo, con dignidad y elegancia, con belleza y armonía. Veo tanta fecundidad en ellos que me apasiona vivir entre cristianos en los que encuentro inmensas posibilidades, divinas posibilidades que el hombre sin Dios no puede ni vivir ni ofrecer».

Por último, Sor Verónica subraya: «Soy gracias a Cristo y a la Iglesia».

La cabeza de San Valentín, en la Colegiata de Toro en Zamora

La cabeza de San Valentín, el obispo romano patrono de los enamorados, se venera en la Colegiata de Toro en Zamora

Viernes, 12 de Febrero de 2010 01:00

San Valentín, el patrono de los enamorados, es un obispo romano que murió degollado en tiempos del emperador Aureliano, en el siglo III. Su nombre es famoso en el mundo entero, pero no es tan conocido que el cráneo del santo, se conserva desde el siglo XVI, en la Colegiata de Toro, en Zamora. Este domingo la reliquia se podrá venerar durante las misas.

«Por los documentos conservados, explican desde la diócesis de Zamora, sabemos que la reliquia perteneció a don Diego Enríquez, capellán del Emperador Carlos I, a quien el nuncio de Paulo III, Iohanes Poggius, concedió el 26 de abril de 1545, licencia para su colocación en la Colegiata, así como multitud de indulgencias para los fieles que lo visitaran».

Un siglo después será el canónigo don Valentín Tejederas el que, para impulsar el culto de su santo patrón, consiga del Papa Inocencio XI dos ‘breves’ fechados en Roma el 24 de abril de 1682, por los que se conceden indulgencia plenaria cada siete años a todos los fieles que visiten la capilla del santo y veneren su reliquia, y jubileo a los cofrades de la Cofradía de san Valentín, una de las más importantes de la ciudad.

La reliquia, el cráneo del santo sacerdote, se encuentra enmarcada por una caja ovalada de plata, obra del siglo XVI. Junto a la reliquia, la Colegiata atesora dos representaciones del santo: una imagen neoclásica de gran tamaño entallada en madera de pino y pintada de blanco marmóreo, realizada en 1788 por Pedro León de Sedano, para el retablo que existía en la capilla septentrional del templo, y una tabla que representa el martirio, realizada para el mismo retablo y hoy encajada en el del testero de la sacristía realizada en la misma época por Baltasar de Coca.

¿Revelaciones sobre el proceso de beatificación de Juan Pablo II?

Cardenal José Saraiva Martins aclara algunos aspectos suscitados por un libro

CIUDAD DEL VATICANO, domingo 14 de febrero de 2010 (ZENIT.org). – Muchos comentarios ha suscitado el libro publicado por el postulador de la causa de canonización de Juan Pablo II «Perché è santo» (en español «Por qué es santo», editorial Rizzoli), en particular, su referencia a la penitencia corporal.

En el libro, el sacerdote polaco Slawomir Oder, junto con el periodista Saverio Gaeta, director de la revista «Famiglia Cristiana», dan a conocer algunas revelaciones sobre la vida de Karol Wojtyla

«Por qué es santo» se divide en tres capítulos: «El hombre», que comparte sus rasgos más humanos; «El Papa», que destaca los momentos más importantes de su pontificado, y «El místico» que resalta la intensa su vida espiritual y su amor a la Eucaristía y a la Virgen María.

Diferentes medios de comunicación, al comentar el libro, se ha centrado básicamente en tres temas: el primero es la supuesta flagelación de Wojtyla; el segundo es una carta escrita en 1994 en la que el pontífice asegura que podría renunciar en caso de «enfermedad incurable» o de un impedimento para «ejercer (suficientemente) las funciones del ministerio petrino», el tercero es una carta abierta dirigida al hombre que atentó contra su vida en 1981, Alí Agca.

Para aclarar estos temas, ZENIT habló con el prefecto emérito de la Congregación vaticana para las Causas de los Santos, el cardenal José Saraiva Martins, quien estuvo presente en el lanzamiento del libro.

La flagelación

En una de sus últimas páginas del libro hay un párrafo que indica que, según algunos testigos consultados por el postulador, el Papa Juan Pablo II «se flagelaba». Un hecho que aún continúa siendo hipotético ya que hasta ahora nadie ha dado fe de haberlo visto.

«En su armario, entre las sotanas, tenía colgado un particular cinturón para los pantalones que utilizaba como una fusta y que hacía que se la llevaran siempre también a Castel Gandolfo», dice «Por qué es santo». El autor no entra en más detalles. Esa es toda la descripción sobre el polémico tema dentro de las 192 páginas del libro.

Algunos periodistas han dicho que la supuesta flagelación de Juan Pablo II «podría detener el proceso de beatificación». Otros se han atrevido a decir las rigurosas penitencias del Papa eran consecuencia de un «desequilibrio mental».

Frente a estas afirmaciones el cardenal Saraiva explica a ZENIT que la flagelación: «no es más que la expresión más hermosa del espíritu cristiano, de la fe vivida por esa persona que quiere asemejarse a Cristo, que fue flagelado».

Entonces, ¿es necesario este tipo de prácticas para alcanzar la santidad? El cardenal Saraiva responde que el santo debe «flagelarse espiritualmente», es decir, tener siempre un espíritu de penitencia y sacrificio. Saber ofrecer el dolor físico y espiritual.

«Está claro que la santidad supone un gran heroísmo en vida, supone muchas renuncias, supone una fuerza de voluntad extraordinaria para poder imitar a Cristo. Supone una gran valentía. Exige una preparación espiritual y una renuncia a muchas cosas, vivir su vida según los principios del Evangelio», aclara el purpurado,

El cardenal subraya que en el caso de los santos que voluntariamente se han sometido a una rigurosa penitencia, estas prácticas no han tenido nada que ver con un desequilibrio psicológico: «Los santos son en primer lugar personas normalísimas. De no ser así no podrían ser santos. Hay muchos santos que hacían penitencia y veían esto como un modo de dominar el propio cuerpo, no tiene nada que ver con la psicología».

Entre la renuncia y el perdón al terrorista

En uno de los subtítulos del capítulo dedicado a «El Papa», el padre Oder dice: «en la Iglesia no hay puesto para un Papa emérito». En esta parte del libro cuenta que Juan Pablo II decía que si dejaba el pontificado sería solamente por voluntad de Dios.

«No quiero ser yo quien ponga fin a esta tarea. El Señor me ha traído hasta aquí. Dejo que sea Él quien juzgue o disponga cuándo este servicio deba terminar», decía el Papa, según cuenta el libro.

El libro presenta una carta, hasta ahora inédita, escrita por Juan Pablo II en 1994, cuando estaba a punto de cumplir 75 años, edad en la que los obispos y cardenales deben presentar la renuncia, en la que afirma la posibilidad de dimitir al cargo en un caso de extremo impedimento físico y mental. Pero siempre en sintonía con la voluntad de Dios.

Sobre este tema el cardenal Saraiva asegura que el libro no presenta «nada nuevo». Se trata solamente de «seguir las disposiciones de Pablo VI» quien dijo que no podría dejar su cargo a menos que sufriera de una «enfermedad incurable» que impidiera física y psicológicamente seguir con esta responsabilidad. De ser así el Papa debería renunciar ante el decano del Colegio Cardenalicio.

En cuanto a la carta abierta a Alí Agca, que aparece en el libro con fecha del 11 de septiembre de 1981, el purpurado afirmó que en ella está escrito «lo que todos ya conocemos. El Papa lo perdonó aunque él [Agca] no pidió perdón»

¿Qué significa venerable?

El cardenal afirma que el libro recientemente publicado no tiene por qué detener ni acelerar el proceso de beatificación del pontífice, debido a que el pasado 19 de diciembre la Santa Sede publicó el decreto sobre la heroicidad de sus virtudes. Desde ese momento, Juan Pablo II comenzó a recibir el título de venerable.

«La Congregación para la Causa de los Santos, cuando recibe la documentación del candidato a los altares, lo primero que hace es estudiar la manera en que ha vivido las virtudes cristianas», aclara el purpurado.

«No de manera común, no una santidad ordinaria sino una santidad en grado heroico. La heroicidad es lo que distingue a los santos de los demás cristianos», por ello lo único que faltaría para que Juan Pablo II reciba el título de santo es la prueba de un milagro que haya sido realizado por su intercesión y que sea inexplicable para la ciencia.

¿Imprudencia del autor?

En cualquier proceso de beatificación, la labor del postulador debe consistir en recopilar testimonios e información que comprueben la santidad del candidato. Su opinión no cuenta en el proceso. Este es estudiado exclusivamente por la Congregación de la Causa de los Santos.

Sabiendo que el postulador debe ser una persona neutra, ¿no resulta imprudente que publique un libro que tenga justamente por título «Por qué es santo», cuando el candidato a los altares ni siquiera ha sido beatificado?

El prefecto emérito aseguró que el postulador, a título personal «puede decir lo que quiera» y aclara que este libro «no tiene nada que ver con el proceso en sí mismo», es decir, no lo acelera ni lo detiene.

Subraya que el título del libro responde más bien clamor del pueblo, quien desde el momento de su muerte salió a la calle con carteles que decían «santo subito», «santo pronto».

Por Carmen Elena Villa

El subsidio social tiene en cuenta a la familia, el de España no

El subsidio social de los parados en Alemania tiene en cuenta a la familia, el de España no

Los desempleados alemanes sin cobertura cobran 359 euros al mes, pero el Estado asume entre otros los gastos de alquiler y les da 250 euros por hijo

Tras la semana negra por la que ha atravesado José Luis Rodríguez Zapatero, el presidente del Gobierno ha intentado dar un golpe de efecto al anunciar que prorrogará por seis meses la prestación de 426 euros para los parados que hayan agotado la prestación por desempleo.

No se va a reducir ninguna de las medidas sociales que hemos puesto en marcha”, afirma convencido Zapatero, siempre fiel al discurso de “protección social” que se ha fijado.

Sin embargo, cabe preguntarse si el Ejecutivo socialista tiene en cuenta si ese parado que se queda sin cobertura, al que alargará el subsidio social medio año, tiene o no familia.

En ese sentido, no es la primera vez que desde esta redacción informamos sobre el gran contraste que existe entre las políticas familiares que practica el Gobierno español y las que llevan a cabo nuestros países vecinos, como es el caso de Alemania.

Hay que recordar que, hace tan sólo tres meses, la canciller Angela Merkel realizó una reforma fiscal que también difería de la iniciada tomada pocos días antes por Zapatero. En lugar de subir los impuestos, como había anunciado el presidente del Gobierno español, Merkel los rebajaba y ayudaba a las familias.

Un subsidio digno: la familia cuenta

Las políticas de defensa de la familia que caracterizan la actuación de la canciller alemana se ven también reflejadas en el subsidio social alemánde desempleo, un subsidio integral y más digno que el español.

Aunque a primera vista el subsidio social para adultos en situación de paro en Alemania pueda parecer exiguo, 359 euros al mes, lo cierto es que se ve de sobras compensado por el hecho de que el Estado asume los gastos de alquiler, calefacción y seguro médico del desempleado.

Además, en una cuenta aparte se recibe por cada uno de los hijos entre 215 y 287 euros mensuales (una media de 251 euros), dependiendo de la edad de los niños.

De esta manera, si comparamos lo que cobra un parado español con la prestación por desempleo agotada y con dos hijos (426 euros), con lo que cobra uno alemán en la misma situación (859), con alquiler y otras ayudas cubiertas también por el Estado alemán, España se encuentra a muchos ‘kilómetros’ en las ayudas a la familia de la que forma parte por ejemplo ese parado alemán.

Esto, entre otras muchas causas que conforman la ‘anomalía’ española en el contexto europeo, explicaría en cierta manera por qué no se tienen hijos en España.

Aumento a la vista

Por otra parte, los 1,7 millones de niños alemanes que perciben esta prestación se han visto asimismo beneficiados con un incremento todavía por determinar como consecuencia de una sentencia del Tribunal Constitucional alemán.

El Alto Tribunal ha sentenciado como anticonstitucional, por insuficiente e incompatible con una “existencia digna”, la legislación en materia de subsidio básico de desempleo y ayuda social que reciben esos niños alemanes, o sea en definitiva las familias.

El sacerdote en el Ofertorio de la Santa Misa

Columna de teología litúrgica dirigida por don Mauro Gagliardi

ROMA, viernes 12 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- El artículo de hoy de nuestra columna – escrito originalmente en español por don Juan Silvestre, profesor de Liturgia en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz y Consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice – describe el papel del sacerdote en el Ofertorio de la Santa Misa, tomando en consideración sólo la forma ordinaria del Rito Romano, que ha sido simplificada, tanto en los gestos como sobre todo en las oraciones, respecto a la forma extraordinaria. El texto pone en evidencia la riqueza espiritual que, a pesar de esto, es aún posible encontrar en ella (Don Mauro Gagliardi).

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Por Juan José Silvestre Valór

“En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el Obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando: “Conversi ad Dominum” –volveos ahora hacia el Señor. Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera”[1]. Estas palabras del santo Padre Benedicto XVI nos permiten introducirnos en el tema que nos ocupa: “el sacerdote en el Ofertorio de la Santa Misa”.

Una vez acabada la liturgia de la Palabra entramos en la liturgia Eucarística. Como sabemos bien, ambas –liturgia de la Palabra y de la Eucaristía–“están estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto”[2]. De ahí que la oblatio donorum o presentación de las ofrendas, primer gesto que el sacerdote, representando a Cristo Señor, realiza en la Liturgia eucarística[3], no es sólo como un “intervalo” entre ésta y la liturgia de la Palabra, sino que constituye un punto de unión entre estas dos partes interrelacionadas para formar, sin confundirse, un único rito. De hecho, la Palabra de Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la Eucaristía.

La liturgia de la Palabra es un verdadero discurso que espera y exige una respuesta. Posee un carácter de proclamación y de diálogo: Dios que habla a su pueblo y éste que responde y hace suya esta palabra divina por medio del silencio, del canto; se adhiere a ella profesando su fe en la professio fidei, y lleno de confianza acude con sus peticiones al Señor[4]. Como consecuencia, el dirigirse recíproco del que proclama hacia el que escucha y viceversa, implica que sea razonable que se sitúen uno frente al otro[5].

Sin embargo, cuando el sacerdote deja el ambón o la sede, para situarse en el altar –centro de toda la liturgia eucarística[6]– nos preparamos de un modo más inmediato para la oración común que sacerdote y pueblo dirigen al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo[7]. En esta parte de la celebración, el sacerdote únicamente habla al pueblo desde el altar[8], pues la acción sacrificial que tiene lugar en la liturgia eucarística no se dirige principalmente a la comunidad. De hecho, la orientación espiritual e interior de todos, del sacerdote –como representante de la Iglesia entera– y de los fieles, es versus Deum per Iesum Christum. Así entendemos mejor la exclamación de la Iglesia antigua: “Conversi ad Dominum”. “Sacerdote y pueblo ciertamente no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por tanto durante la oración miran en la misma dirección, hacia una imagen de Cristo en el ábside, o hacia una cruz o simplemente hacia el cielo, como hizo el Señor en la oración sacerdotal la noche antes de su Pasión”[9].

La oblatio donorum, es decir el ofertorio o presentación de los dones, prepara el sacrificio. En sus inicios se trataba de una simple preparación exterior del centro y cumbre de toda la celebración que es la Plegaria eucarística. Así lo vemos en los testimonios de Justino[10], o en el desarrollo más elaborado que presenta el Ordo Romanus I ya en el siglo VII. De todos modos, limitarse a considerar la oblación de los fieles, en estos primeros siglos, desde su simple veste exterior preparatoria significaría vaciar su significado ideal y concreto[11].

En realidad, muy pronto se entendió este gesto material de un modo mucho más profundo. Esta preparación no se concebirá únicamente como una acción exterior necesaria, sino como un proceso esencialmente interior. Por eso se relacionó con el gesto del cabeza de familia judío que eleva el pan hacia Dios para de nuevo recibirlo de Él, renovado. En un segundo momento, entendido de un modo más profundo, este gesto se asocia con la preparación que Israel hace de sí mismo para presentarse ante su Señor. De este modo, el gesto externo de preparar los dones se comprenderá, cada vez más, como un prepararse interiormente ante la cercanía del Señor que busca a los cristianos en sus ofrendas. En realidad “se hace patente que el verdadero don del sacrificio conforme a la Palabra somos nosotros, o hemos de llegar a serlo, con la participación en el acto con el que Jesucristo se ofrece a sí mismo al Padre”[12].

Esta profundización en el significado del gesto de presentación de los dones resulta una consecuencia lógica de la misma forma externa que presenta la Santa Misa[13]. Su elemento primordial, el novum radical que Jesús inserta en la cena sacrificial judía, es precisamente la “Eucaristía”, es decir, el hecho de que sea una oración memorial de acción de gracias. Esta oratio –la solemne plegaria eucarística- es algo más que una serie de palabras, es actio divina que se lleva a cabo a través del discurso humano. Por medio de ella los elementos de la tierra son trans-substanciados, arrancados, por así decirlo, de su enraizamiento creatural, asumidos en el fundamento más profundo de su ser y transformados en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Nosotros mismos, participando de esta acción, somos transformados y nos convertimos en el verdadero Cuerpo de Cristo.

Se entiende así que “el memorial de su total entrega no consiste en la repetición de la Última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano. Jesús nos ha encomendado así la tarea de participar en su hora. La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. Él nos atrae hacia sí”[14].

Es Dios mismo quien actúa en la plegaria eucarística y nosotros nos sentimos atraídos hacia esta acción de Dios[15]. En este camino que se inicia con la presentación de los dones, el sacerdote ejerce una función de mediación, como sucede en el canon o en el momento de la comunión. Si bien con la actual procesión de las ofrendas el papel de los fieles resulta destacado, permanece siempre la mediación sacerdotal pues el sacerdote recibe las ofertas y las dispone sobre el altar[16].

En esta vía hacia la oratio, que conlleva el ofrecimiento personal, las acciones externas resultan secundarias. Ante la oratio el hacer humano pasa a un segundo plano. Lo esencial es la acción de Dios, que a través de la plegaria eucarística quiere transformar a nosotros mismos y el mundo. Por este motivo, es lógico que a la plegaria eucarística nos acerquemos en silencio y rezando. Y resulta obligado que el proceso exterior de la presentación de los dones se corresponda con un proceso interior: “la preparación de nosotros mismos; nos ponemos en camino, nos presentamos al Señor: le pedimos que nos prepare para la transformación. El silencio común es, por tanto, oración común, incluso acción común; es ponerse en camino desde el lugar de nuestra vida cotidiana hacia el Señor, para hacernos contemporáneos de Él”[17].

Así pues, el momento de la oblatio donorum, “gesto humilde y sencillo, tiene un sentido muy grande: en el pan y el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre”[18]. Es lo que podríamos denominar el carácter cósmico y universal de la celebración eucarística. El ofertorio prepara la celebración y nos inserta en el “mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo”[19].

No es otro el sentido del gesto de elevación de los dones y de las oraciones que acompañan al gesto de presentación de los dones del pan y del vino. “Bendito seas Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos, él será para nosotros pan de vida”. Su contenido enlaza con las oraciones que los judíos recitaban en la mesa. Oraciones que en su forma de bendición, tienen como punto de referencia la Pascua de Israel, son pensadas, declamadas y vividas pensando en aquélla. Esto supone que han sido elegidas como una anticipación silenciosa del misterio pascual de Jesucristo. Por eso, la preparación y la realidad definitiva del sacrificio de Cristo se compenetran en estas palabras.

Por otra parte, “llevamos también al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios”[20]. En realidad, “el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote, que lleva a cabo –en virtud del poder específico de la sagrada ordenación– el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio los que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como Él, ofrecen con Él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su preparación en el altar”[21].

El pan y el vino se convierten, en cierto sentido, en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu. Esta es la fuerza y significado espiritual de la presentación de los dones[22]. Y en esta línea se comprende la incensación de esos mismos dones colocados sobre el altar, de la cruz y del altar mismo, que significa la oblación de la Iglesia y su oración que suben como incienso hasta la presencia de Dios[23].

Se entiende mejor ahora que la liturgia eucarística, con su carga de presentación y oferta de la creación y de sí mismos a Dios, empezase, en la Iglesia antigua, con aquella exclamación: “Conversi ad Dominum –siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestros pensamientos y obras. Siempre tenemos que dirigirnos a Él. Siempre hemos de ser convertidos, dirigir toda la vida a Dios”[24].

Este camino de conversión, que necesita ser más intenso e inmediato en este momento previo a la plegaria eucarística, debería ser orientado en primer lugar por la cruz. Una propuesta para hacerlo realidad la señala Benedicto XVI: “no proceder a nuevas transformaciones, sino proponer simplemente la cruz al centro del altar, hacia la cual puedan mirar juntos el sacerdote y los fieles, para dejarse guiar en tal modo hacia el Señor, al que todos juntos rezamos”[25].

Por otra parte el gesto de presentación de los dones y la actitud con que se realiza, estimulan los deseos de conversión y oblación de la propia persona. Son diversos los gestos y palabras que se dirigen a lograr este ojetivo. Veamos brevemente dos de ellos.

a) La oración “In spiritu humilitatis…”[26]. Esta fórmula entra en los libros litúrgicos de Francia en el siglo IX. Aparece por primera vez en el sacramentario franco de Amiens, en el sector ofertorial[27]. En la liturgia romana lo encontramos ya en el Ordo de la Curia y de ahí pasa el Misal de san Pío V.

Como señala Lodi, antes de empezar el texto de la gran plegaria eucarística (el Canon romano) que debe ser recitado fielmente y en el que las intenciones personales son más difícilmente expresables, encontramos esta oración que permite al celebrante poner de relieve sus sentimientos. Al mismo tiempo, por medio de la palabra bíblica que impregna toda esta oración, se expresa el sentido último de toda oblación exterior: el don del corazón acompañado por la disposición íntima del sacrificio personal[28].

Notamos que la articulación en plural parece indicar, una vez más, que el sacerdote celebrante la pronuncia en nombre suyo y del pueblo. No nos parece razón suficiente para calificarla de oración privada el que se pronuncie en secreto por el sacerdote, pues las mismas oraciones de presentación de los dones pueden ser pronunciadas en voz alta o secreto y en ningún momento se consideran como privadas.

El silencio que se produce en este momento del rezo de la apología, y la posición –profundamente inclinado– del sacerdote, que manifiesta un claro ademán penitencial, facilitan a los que participan en la celebración que sean capaces de penetrar las cosas invisibles, y acentúan la idea de la necesidad de la penitencia y la humildad al encontrarnos ante Dios. Humildad y reverencia delante de los santos misterios: actitudes que revelan la sustancia misma de cualquier Liturgia[29].

b) El lavabo[30]. El lavabo en la Misa por parte del presbítero no presenta una tradición universal (en Italia y en España no lo encontramos prácticamente hasta el siglo XV, mientras que en Francia es introducido a partir de los Ordines que llegaron de Roma hacia el siglo IX[31]). En Roma presentará una función únicamente práctica, si bien después adquirirá también una simbología[32].

En la actualidad, el lavabo es una acción puramente simbólica, como se deriva de la fórmula empleada, así como del hecho que, generalmente, se lavan únicamente las puntas de los dedos índice y pulgar –los que van a tocar la sagrada Forma–. Podemos decir que el rito expresa el deseo de purificación interior[33]. De ahí que algunos plantearon y siguen planteando la supresión de este rito. No compartimos esta idea pues pensamos que tiene un claro valor catequético y además constituye un renovado acto penitencial para el sacerdote que, en ese momento, se sitúa en vista de la acción eucarística y como preparación a la misma. Al mismo tiempo, como apunta Lodi[34], la fórmula que acompaña el gesto del lavado de las manos, ya está presente desde la antigüedad cristiana como uso solemne practicado antes de que el sacerdote se recoja en oración, como se testimonia en Tertuliano[35] y en la Tradición apostólica[36].

El sacerdote concluye la presentación de los dones, dirigiéndose a los fieles pidiéndoles que recen para que: este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso. “Tales palabras tienen un valor de compromiso en cuanto expresan el carácter de toda la liturgia eucarística y la plenitud de su contenido tanto divino como eclesial”[37]. Y lo mismo podría decirse de la respuesta de los fieles: el Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia. Así pues resulta lógico que “la conciencia del acto de presentar las ofrendas, debería ser mantenida durante toda la Misa”[38], pues los fieles deben aprender a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada, no sólo por manos del sacerdote sino también juntamente con él[39].

[1] BENEDICTO XVI, Vigilia pascual, Homilía Sábado Santo 22.III.2008.

[2] IGMR, n. 28; cf. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 56.

[3] Cf. IGMR, n. 72-73.

[4] Cf. IGMR, n. 55.

[5] Cf. J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia. Una introducción, p. 102.

[6] Cf. IGMR, n. 73.

[7] Cf. IGMR, n. 78.

[8] Cf. Pregare “ad Orientem versus”, Notitiae 322 vol. 29 (1993), p. 249.

[9] BENEDICTO XVI, Opera omnia, Prefacio.

[10] Cf. Apol. 1, 65 ss.

[11] Cf. V. RAFFA, “Oblazione dei fedeli” en Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, CLV-Edizioni Liturgiche, Roma 2003, p. 405.

[12] J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia. Una introducción, p. 237.

[13] Cf. J. RATZINGER, “Forma y contenido de la celebración eucarística” en La fiesta de la fe, pp. 43-66.

[14] BENEDICTO XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 11.

[15] “La grandeza de la obra de Cristo consiste precisamente en el hecho de que él no permanece aislado y separado frente a nosotros, que no nos deja a una simpe pasividad; no solo nos soporta, sino que nos lleva, se identifica con nosotros, que a él pertenecen nuestros pecados, a nosotros su ser: él nos acoge realmente, para que seamos activos con él y a partir de él, actuemos con él y participemos por tanto en su sacrificio, compartamos su misterio. Así también nuestra vida y nuestro sufrimiento, nuestra esperanza y nuestro amor, se convierten en fecundos en el nuevo corazón que él nos ha dado” (J. RATZINGER, Il Dio vicino, p. 47-48).

[16] Cf. IGMR, n. 73.

[17] J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia. Una introducción, p. 236.

[18] BENEDICTO XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 47

[19] JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 8. “Se explique la cosa como se explique, objetivamente hablando no parece poderse negar la efectiva implicación ya actual en la acción y en el movimiento, que diríamos de naturaleza oblativa (offerimus), de la tierra, del hombre y de su actividad creativa, obviamente no como objeto absoluto cerrado en sí mismo y concluido definitivamente en el momento, sino dinámico, abierto a una conversión y centrado en un objetivo futuro en sí mismo, pero ya presente en la mente y en el corazón. El sacrificio ritualmente se representará, ciertamente, solo en la plegaria eucarística. Con todo no será como un evento que surge de la nada. Será en cambio el culmen de una ascensión vivida interiormente y dirigida completamente hacia él” (V. RAFFA, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, p. 415).

[20] BENEDICTO XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 47

[21] JUAN PABLO II, Carta apost. Dominicae Cenae, 24.II.1980, n. 9.

[22] Cf. IGMR, n. 73.

[23] Cf. IGMR, 75.

[24] BENEDICTO XVI, Vigilia pascual, Homilía Sábado Santo 22.III.2008.

[25] BENEDICTO XVI, Opera omnia, Prefacio.

[26] Cf. J. JUNGMANN, El sacrificio eucarístico, II, n. 52, 58, 60, 105. M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia II, 292.

[27] Cf. P. TIROT, “Histoire des prières d’offertoire dans la liturgie romaine du VIIe au XVIe siècle”, Ephemerides Liturgicae 98 (1984), p. 169.

[28] Cf. E. LODI, “Les prières privées du prêtre dans le déroulement de la messe romain”, en L’Eucharistie: célebrations, rites, piétés, BEL Subsidia 79, CLV-Edizioni Liturgiche, Roma 1995, p. 246.

[29] Cf. JUAN PABLO II, Mensaje a la Asamblea plenaria de la Congregación para el  Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (21.IX.2001)

[30] Cf. J. JUNGMANN, El sacrificio eucarístico, nn. 83-84. M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia II, 282-284.

[31] Cf. P. TIROT, “Histoire des prières d’offertoire dans la liturgie romaine du VIIe au XVIe siècle”, 174-177.

[32] Conviene no olvidar que una ablución simbólica en la liturgia de la Misa oriental es muy antigua. Aparece atestiguada ya en la catequesis mistagógica atribuida a Cirilo de Jerusalén (+387) V, 2; ed. A. PIÉDAGNEL, sC 126, 146-148 y también en el Pseudodionisio (s. V-VI), Eccl. Hier. III, III, 10; PG 3, 437D-440AB.

[33] IGMR, n. 76: “Deinde sacerdos manus lavat ad latus altaris, quo rito desiderium internae purificationis exprimitur”.

[34] Cf. E. LODI, “Les prières privées du prêtre dans le déroulement de la messe romain” , 246.

[35] Cf. TERTULIANO, De oratione III, CSEL 20, 188.

[36] Cf. Tradition Apostolique, 41, sC 22 bis, Paris 1968, 125.

[37] JUAN PABLO II, Carta apost. Dominicae Cenae, 24.II.1980, n. 9.

[38] Idem.

[39] Cf. CONC. ECUM. VATICANO II, Cons. Sacrosanctum concilium, n. 48.

Mensaje del Santo Padre para la Cuaresma 2010

La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo

Se ha publicado hoy el Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2010. El texto, fechado el 30 de octubre de 2009, lleva por título la siguiente afirmación de San Pablo en su Carta a los Romanos: «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo».

«Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo (cf. Rm 3,21-22).

Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra «justicia», que en el lenguaje común implica «dar a cada uno lo suyo» – «dare cuique suum», según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste «lo suyo» que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia «distributiva» no proporciona al ser humano todo «lo suyo» que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios.

Observa san Agustín: si «la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo… no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios» (De Civitate Dei, XIX, 21).

«El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro:

«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre… Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (Mc 7,15. 20-21).

Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto:

dado que la injusticia viene «de fuera», para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar -advierte Jesús- es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal.

Lo reconoce amargamente el salmista: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo.

En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en el Dios que «levanta del polvo al desvalido» (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en «escuchar el clamor» de su pueblo y «ha bajado para librarle de la mano de los egipcios» (cf. Ex 3,8).

Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18).

Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un «éxodo» más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar.

¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?

El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos:

«Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado… por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).

¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo?

Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la «propiciación» tenga lugar en la «sangre» de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la «maldición» que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la «bendición» que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de «lo suyo»? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.

Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo «mío», para darme gratuitamente lo «suyo». Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia «más grande», que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.

Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica». consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?

Si no fuera pecado, ¿lo haría?

Vale la pena quitarse de la cabeza esa insinuación que no viene de Dios, sino del propio egoísmo

Una “buena tentación” es aquella que repite una y otra vez: “si me sigues, si cedes sólo por esta vez, si dejas el rigorismo, si te permites este pecadillo, ganarás mucho y perderás muy poco”. Ganar mucho dinero con una trampilla, o lograr un rato de diversión pecaminosa después de una semana de tensiones en el trabajo o en la familia, o conseguir un buen contrato a base de calumniar a un amigo, o…

A veces evitamos ese pecado sólo porque la conciencia nos pone ante nuestros ojos esa frase decisiva: “No lo hagas, es pecado”.

Sí, ya sé que es pecado, respondemos. Pero, si no fuera pecado, ¿lo haría?

Formular esta pregunta es señal, seguramente, de que no comprendemos la maldad que hay detrás de esa tentación. La vemos tan apetecible, tan fácil, tan a la mano, tan “buena”, que… Pero es pecado, nos dijeron en la catequesis, leímos en un libro, nos recordó un amigo sacerdote…

Hemos de comprender que algo es pecado no sólo porque un día Dios dijo: “Esto está mal: no lo hagas”. En realidad, si algo está mal (y Dios, porque nos ama, nos lo recuerda) es porque con esa acción ofendemos a Dios, dañamos al prójimo y nos degradamos a nosotros mismos. O, como decía santo Tomás de Aquino (siglo XIII), “ofendemos a Dios sólo cuando actuamos contra nuestro propio bien” (“Summa Contra Gentiles”, III, cap. 122).

El pecado no es, por lo tanto, como algunas normas de tráfico. Cuando busco un lugar para dejar el coche y veo la señal “prohibido aparcar”, es posible que me enfade, que no esté de acuerdo con el alcalde o con la policía. Dejar el coche ahí, en ese lugar concreto, quizá no molesta a nadie. Sé que está prohibido, pero si no estuviese prohibido, allí aparcaría… Incluso con la total certeza de que no causaría daño a nadie.

En otras ocasiones, en cambio, la misma señal de tráfico vale no sólo porque la pusieron allí, sino porque descubro que es justo, es bueno, no aparcar en ese lugar. Incluso habrá momentos en los que llegaré a una calle donde me gustaría aparcar, donde no hay señal alguna (¡está permitido aparcar allí!), pero no aparcaría porque me doy cuenta de lo mucho que perjudicaría a otras personas si lo hiciera.

El pecado es parecido al segundo ejemplo. No depende de la imaginación de Dios o de algún capricho del catequista o del sacerdote. Si la Iglesia nos enseña que el robo es pecado, o el adulterio, o la calumnia, o el masturbarse, o el aborto, es porque en cada uno de esos actos perdemos algo de nuestra vocación al bien, al amor, a la justicia.

No es correcto, por lo tanto, pensar: “si esto no fuera pecado, lo haría”. Porque si algo es malo, lo es siempre. Porque, además, mi condición de hombre y de cristiano me recuerdan que no vivo para seguir mis caprichos y buscar maneras para que las normas no me impidan realizar lo que me gustaría hacer ahora, sino que vivo para amar y hacer el bien, a todos y en todo. Por eso no quiero saltarme aquellos mandamientos que me apartan del mal para invitarme a hacer el bien.

Nos será más fácil superar la tentación del “si esto no fuera pecado…” cuando profundicemos y conozcamos mejor el porqué de los mandamientos, el sentido de cada norma ética, el bien que ganamos cuando queremos ser honestos. Los mandamientos no son imposiciones arbitrarias, sino señales que nos indican dónde está el bien y el mal, qué nos ayuda a vivir en amistad con Dios y con nuestros hermanos, y qué actos hieren esa amistad.

Por ejemplo, si no robo, aunque tenga que esperar más años para comprarme un coche nuevo, viviré con la conciencia más tranquila y en mayor paz con quienes viven a mi lado. Porque habré respetado el derecho de otro a un dinero que es suyo, que merece tener, que no puedo apropiarme sin dañarle y sin herir mi conciencia.

Lo mismo vale para los demás casos: el mal de cada acto pecaminoso es tan grave que destruye riquezas de la propia vida y de la vida de los demás, y por lo mismo es muy bueno no ceder nunca a la voz insidiosa de una tentación que me presenta como fácil y posible algo malo.

Pensemos, además, en positivo: cuando digo no a un pecado, entonces mi corazón está (al menos, debería estar) más dispuesto a hacer más cosas buenas, a vivir más a fondo mi condición de soltero o de casado, de padre o de hijo, de estudiante o de trabajador, de amigo o de ciudadano honrado.

Por eso, vale la pena quitarse de la cabeza esa insinuación que no viene de Dios, sino del propio egoísmo: “Si no fuera pecado…” Habría que sustituirla por esta otra: “Porque sé que es pecado, centraré mi mirada en el mucho bien que puedo llevar a cabo por otros caminos santos y buenos”.

De este modo, creceremos cada día en nuestra condición cristiana, viviremos como hijos que están a gusto en casa, con su Padre de los cielos, con tantos hermanos que también quieren ser justos y difundir amor para con todos. Aunque ahora tengamos que luchar enérgicamente contra una tentación fácil, aunque tal vez pensemos que estamos “perdiendo” una ocasión única.

Es muchísimo lo que gano si conservo mi espíritu abierto para amar, para estar muy cerca de ese Dios que tanto ha sufrido por hacer más bueno mi corazón cristiano…