De cómo Bosco Gutiérrez celebró la Navidad con sus secuestradores
23/12/2009 | Rosa Cuervas-Mons
Pruebas de vida de Bosco enviadas por sus secuestradores.
En su secuestro hay “un antes y un después de Navidad”. Y no sólo porque el 24 de diciembre de 1990 sus guardianes le regalaron un reloj y de nuevo pudo tomar conciencia del tiempo -llevaba cuatro meses sin ver la luz del sol y había perdido toda referencia temporal-, sino porque ese día se ganó también su respeto.
El 29 de agosto de 1990, cuando salía de misa, el arquitecto Bosco Gutiérrez fue secuestrado y llevado a un zulo de tres metros por uno. Lo que aparentaba ser uno más de los frecuentes raptos que suceden en México y con visos de durar menos de 30 días, se convirtió en un cautiverio de nueve meses.
Tras 14 días de desconcierto, miedo y desánimo -”no me preocupaba ni de asearme; casi deseaba morir”-, Bosco recuperó el control de sí mismo; se dio cuenta de que era libre si se abandonaba en Dios, así que, abandonado -sólo pidió que, si decidían matarlo, “agarren un sacerdote para que pueda comulgar antes de morirme”-, comenzó su camino hacia la libertad.
Gracias a sus cálculos y a los periódicos que de cuando en cuando le prestaban sus captores, fue consciente de que se aproximaba la Nochebuena.
“Mi madre siempre decía que los cristianos somos monedas de dos caras; una es la santidad personal y la otra el apostolado. Y una moneda sin una de sus caras, ¿qué es?”, contaría más tarde el arquitecto mexicano, que tuvo que ingeniárselas para hacer apostolado nada más y nada menos que con un grupo de secuestradores que, en cuatro meses, no le habían dirigido una palabra.
Fin de fiesta
Pero querer es poder, así que Bosco Gutiérrez tocó la ventana por la que le hacían llegar la comida y los periódicos. “Señores guardianes. Hoy es Navidad y hoy no hay secuestradores ni secuestrados; así que hoy, a las ocho, vamos a rezar juntos”.
Esa fue su petición; después, esperar… “No sé qué hora sería cuando se lo pedí, pero al rato toca uno de los guardianes la ventana, se acerca con una capucha y me enseña un cartel en el que pone ‘estamos listos’”, cuenta el arquitecto.
Las cosas iban saliendo según lo planeado; comenzaba la fiesta de Navidad. “Me asomo a la ventana y veo a seis hombres, pegaditos unos a otros, mirando hacia el suelo. ‘Adelante’, me muestra uno de ellos en un cartel. Entonces pensé, ‘¿y qué les digo?’, me encomendé a Dios y entonces…”.
Entonces Bosco Gutiérrez Cortina les habló de cómo pasaban la Navidad en su casa; leyó el Evangelio de san Lucas y rezó un padrenuestro y diez avemarías “que me autocontesté porque ellos no abrieron la boca“.
El fin de fiesta llegó con los secuestradores saludando uno a uno a Bosco; dándole la mano -”ya no de manera prepotente ni aventada, sino con respeto”- y algún que otro regalo. Y después, otra vez la soledad tras la ventana.
Pero no era la misma soledad. Gutiérrez Cortina estaba “emocionadísimo”; una emoción que debió de transmitir a sus captores, que días después le preguntaron: “Arquitecto Bosco, ¿de dónde saca usted -‘ya no me trataban de tú ni me llamaban burgués’- tanta fortaleza?”.
La mejor Navidad
Y les confesó el secreto: “La verdad es que no tengo miedo, porque sé que no voy a morir un minuto antes ni un minuto después de cuando Dios quiera, y no de cuando tú quieras“.
Cinco meses después de aquella Navidad, Bosco consiguió escapar de su cautiverio. Durante las noches, cuando sus captores le apagaban la luz y la cámara que le observaba 24 horas al día no podía captar sus movimientos, había convertido un alambre de somier en una ganzúa.
Un día se percató de la ausencia de ruido en la casa. Abrió la ventana con la ganzúa y salió al exterior. Apenas diez metros después estaba en la calle; paró un taxi; después otro, este sí quiso llevarlo hasta casa de sus padres, y se reencontró con toda su familia.
Pero esa es otra historia; hablábamos de la Nochebuena en el zulo: “¿Quieres creer que era la felicidad encarnada? Nunca antes había vivido en un estado de felicidad tan completo“, recordaría más tarde este hombre de fe, padre de siete hijos, que vivió, durante los peores nueve meses de su existencia, la mejor de sus Navidades.