Kazimierz Piechowski, el único superviviente vivo de la arriesgada fuga protagonizada por cuatro prisioneros del…
Por Malgorzata Szyskzo-Kondej
…campo de concentración nazi, se reúne con gente joven de todo el mundo para que puedan heredar los recuerdos de esos acontecimientos y sean capaces de distinguir entre la historia y el odio. Kazimierz viaja continuamente y no para de hacer nuevos planes porque “un scout siempre mira hacia delante”
En el tren polaco de Cracovia a Katowice, Kazimierz Piechowski se sienta junto a una ventanilla. Se ven pasar vastos campos y prados exuberantes donde pasta el ganado. Es una escena tranquila e idílica. Pero él no ve la vegetación ni el sol, sino sólo el infierno que les ha estado describiendo a los jóvenes. Auschwitz. Pilas de cadáveres desnudos, el ladrido de los perros, el hambre atroz, el frío terrible y la desesperación. Siente las patadas de los guardias de las SS y el miedo opresivo que le agarrotaba la garganta durante su huida del campo, con la vida y la muerte pendiente de una balanza. ¿Cómo fue posible sobrevivir a esa pesadilla? Sus jóvenes oyentes lo miraban incrédulos. Una de las alumnas sacó un pañuelo y se limpió las lágrimas.
El sonido del móvil le saca de esos terribles recuerdos. Es su mujer, Iga.
“Kaz, he estado estudiando las guías. Parece que en Sudamérica podríamos empezar por…” Vuelve a la realidad.
“El destino ha jugado conmigo, porque me ofrece ahora lo que debería haber tenido en mi juventud, la pasión por viajar. Pero cualquier momento es bueno para cumplir nuestros sueños. Antes de la guerra, era boy scout. Y un scout siempre mira hacia delante”, sonríe Kazimierz Piechowski, que celebró su nonagésimo cumpleaños el 3 de octubre.
La vida de Kazimierz Piechowski podría servir de argumento a un bestseller internacional y él mismo podría ser el héroe de una película de acción. Fue testigo del genocidio perpetrado en los campos de concentración de la Alemania nazi y protagonista de una fuga arriesgada y exitosa de Auschwitz y, tras la guerra, fue recluso en una prisión estalinista. Finalmente trabajó como ingeniero en los Astilleros de Gdansk, donde nació el movimiento sindical polaco Solidaridad. Su historia está estrechamente vinculada al dramático destino de muchos polacos.
Durante más de medio siglo, permaneció callado. Vivió enterrado en un pasado en el que no permitía que nadie indagara. Hizo de la vida del prisionero 918 un tema tabú. No fue hasta los 80 años, cuando comprendió que no debía guardarse para sí mismo la verdad sobre Auschwitz. Se lo debía a quienes habían sido asesinados y a los que en la actualidad no saben nada de la capacidad humana para la crueldad. “No te salvaste sólo para vivir, te queda poco tiempo y debes llevar el testimonio”, fue el mensaje que leyó en los escritos del poeta Zbigniew Herbert.
Y por eso, 60 años después, rompió su silencio. Actualmente viaja, da conferencias y escribe libros. Está haciendo realidad su sueño: dar la vuelta al mundo con su mujer.
El estallido de la guerra
Ciudad de Tczew, 1 de septiembre de 1939. Kazik se despierta con las explosiones de las bombas. Los aviones alemanes están bombardeando el puente de la ciudad que atraviesa el Vístula. Las divisiones del Ejército alemán entran en la ciudad con un plan diabólico. Exterminar a los intelectuales polacos, a los patriotas y activistas, en una palabra, a todo el que pueda oponer resistencia a la invasión.
“Los nazis también consideraban peligrosos a los scouts ”, comenta 70 años después Kazimierz Piechowski, quien entonces pertenecía a la Unión de Scouts Polacos o ZHP. “Todos los días, ejecutaban a niños de mi grupo en el paredón. Yo sabía que antes o después la Gestapo vendría a buscarme también a mí”. Por ese motivo, persuadió a Alek Kiprowski, otro boy scout, para que se uniera a él en su huida a Francia, a través de Hungría, para unirse allí al Ejército libre polaco.
Era noviembre. Durante doce días aproximadamente habían estado viajando, avanzando hacia las montañas de Bieszczady. En bicicleta, tren o a pie. Cuando estaban a 1,5 kilómetros aproximadamente de la frontera con Hungría, fueron apresados por los alemanes que los condujeron al cuartel general de la Gestapo en Baligród. Los torturaron durante 5 días. “Después de uno de los interrogatorios, Alek tenía la cabeza como una masa de heridas sangrantes”. Lo siguiente fue una temporada en la prisión de Sanok, después en Montelupi en Cracovia, más tarde fueron trasladados a Bochnia y después a Nowy WiÊnicz… Todas las cárceles estaban abarrotadas, sucias y la gente se moría de hambre. Ellos estaban a la espera de la pena de muerte.
“Pero la Gestapo nos tenía reservado algo mejor que la ejecución”, recuerda Kazimierz Piechowski con sarcasmo.
Número 918
En la estación de Bochnia había vagones para ganado. Las fuerzas alemanas metieron en ellos a 1.500 hombres.
“Ninguno de nosotros sabíamos dónde nos llevaban ni para qué”, recuerda Kazimierz.
El 20 de junio de 1940, el tren horriblemente abarrotado se detuvo. Los oficiales de las SS estaban de pie en el andén.
“¡Schnell!”, gritaron, expulsando a la gente de los vagones.
Piechowski, de 20 años, corrió al igual que los otros, instados por los golpes con palos y las órdenes a gritos. La palabra “Auschwitz” corrió de un prisionero a otro. Pero ninguno asociaba el nombre a algo conocido.
Era el segundo grupo que llegaba a Auschwitz y tres cuartas partes de los deportados eran boy scouts polacos. Sólo había tres barracas en el inmenso terreno. Eran los comienzos de Auschwitz-Birkenau, el campo de exterminio de la Alemania nazi más grande del mundo. Dos años después, albergaría más de 250 barracones, cámaras de gas, crematorios y 200.000 prisioneros. Una fábrica de muertos.
Kazimierz Piechowski tuvo que trabajar en la construcción de los primeros barracones y del primer crematorio con sus dos hornos.
“Desde el momento que atravesé la puerta, con la cínica inscripción Arbeit macht frei (“El trabajo nos hace libres”) dejé de ser un ser humano para convertirme en el número 918 sin nombre ni apellidos, con menos importancia que un trozo de tierra”.
Cada “número” tenía derecho a un lugar en una litera de madera de tres pisos, compartida en cada piso con otro prisionero, un cuenco de latón para comer, lavarse y orinar y una cuarta parte de una hogaza de pan negro y un cazo de sopa aguada que representaba la ración para todo el día. Los reclusos eran expuestos a trabajos extenuantes e inhumanos al aire libre, en el fango, bajo la lluvia, el hielo o el calor infernal. El hambre eterna y obsesiva que taladraba el cerebro acababa con todos los sentimientos o la capacidad de pensar. Y después estaba la muerte, al acecho en todas partes. En las cámaras de gas y en la gravera, donde ejecutaban a la gente con un escuadrón de fusilamiento, durante el trabajo, por la noche en los barracones y mientras pasaban lista.
“Todos los prisioneros iban por ahí con la muerte sobre sus espaldas y a veces bastante literalmente”, recuerda. “Lo que quiero decir es que los vivos tenían que llevar a sus compañeros de trabajo muertos sobre las espaldas y dejarlos en el suelo porque el número de reclusos presentes tenía que coincidir cada vez que pasaban lista”.
Pero todavía no había conocido el infierno. Para Kazimierz Piechowski fue tener que retirar los cadáveres del paredón.
Los guardias de las SS arrastraban a los hombres desnudos y esqueléticos desde los sótanos de los bloques de exterminio y los colocaban contra el paredón. El Sargento Mayor de las SS Gerhard Palitzsch les disparaba en la nuca, y cuando el montón de cadáveres era demasiado alto, gritaba: “¡Abran la puerta!”.
Kazik y sus compañeros de trabajo estaban esperando al otro lado de la puerta con una carretilla de mano y al oír la señal tenían que entrar corriendo, cargar los cadáveres y transportarlos al crematorio.
“Yo cogía los cadáveres por los brazos, mi compañero por las piernas, y lo hacíamos con bastante habilidad, pero ese asesino continuaba ladrando para que nos diéramos prisa, gritando, dándonos patadas y golpeándonos con la culata de su pistola… Era capaz de “segar” la vida de 500 hombres al día. Nuestra carretilla chorreaba sangre. Trabajé así durante 6 semanas. Si hubiera durado más, creo que con toda seguridad, me habría vuelto loco”.
La huida
¿Es posible escapar de un recinto infernal rodeado por 4 filas de vallas electrificadas, vigilado día y noche por guardias armados y perros? ¿Especialmente cuando uno está desmayado de hambre y simplemente vegeta sin esperanza?
Hasta entonces, aunque se habían intentado algunas huidas de Auschwitz, siempre habían terminado con el fugitivo colgando de la horca y provocando la risa burlona de las SS.
Sin embargo, Kazik decidió arriesgarse. Planeó una huida atrevida junto a un ucraniano, Gienek Bendera. Durante varias semanas, estudiaron todas las situaciones hipotéticas. Gienek, excelente mecánico, cuyo trabajo en el campo era reparar los vehículos de los alemanes, se encargaría de asegurar un coche. Kazik, que en su ciudad de residencia polaco-germana de Tczew había aprendido a hablar la lengua de Goethe con la misma soltura que la suya propia, empezó a trabajar en uno de los almacenes y por tanto podría conseguir los uniformes de las SS. El destacamento de trabajo debía estar formado por cuatro hombres, por tanto incluyeron a Staszek Jaster y Józek Lempart, un cura de Wadowice, en el plan.
El sábado 20 de junio de 1942, el destacamento de trabajo, empujando un carrito cargado de basura, se presentó en la puerta. Un guardia registró su existencia en el libro mayor del campo. Gienek fue a los garajes de las SS, donde le esperaba un Steyer 220 propiedad del subcomandante del campo con la matrícula de las SS y el depósito lleno de gasolina. Los tres fugitivos restantes entraron en el almacén a través de la trampilla cuyos tornillos había aflojado Kazik con anterioridad. Se pusieron los uniformes.
Gienek llegó con el Steyer. Cogieron armas y municiones. Con los uniformes de las SS y el coche del subcomandante, pasaron conduciendo por delante de los guardias de las SS. Al verlos, los soldados saludaron: ¡Heil Hitler!¡Heil Hitler! Piechowski respondió, elevando su brazo derecho:
Llegaron hasta una barrera que les impedía el paso. Estaba bajada. Gienek disminuyó la velocidad, ,pero la barrera no se movió lo más mínimo.
“Pensé que hasta ahí habíamos llegado”, afirma Piechowski. “Pero entonces oí la súplica de mi amigo: ¡Kazek, haz algo! Lancé un terrible juramento, como habría hecho un alemán y funcionó. Estábamos fuera y éramos libres”.
Su osada huida del campo de exterminio se convirtió pronto en una leyenda. Nunca antes se había producido una fuga del campo de concentración de Auschwitz ni se volvería a producir.
Una vez libre, Kazimierz vio la oportunidad de combatir a los invasores alemanes uniéndose a las filas del Ejército Nacional, las fuerzas de la resistencia clandestina polaca. Cuando finalizó la guerra, se marchó a casa a la región de Pomorze y se estableció en Gdansk.
Encontró trabajo. Algunos lo denunciaron a la policía secreta por haber luchado contra el comunismo y por la libertad. La policía secreta hizo una incursión en su casa y descubrió una pistola que presuntamente se le olvidó entregar. Fue enviado a la cárcel de nuevo. Esta vez, a una prisión estalinista.
En 1947, fue condenado a diez años. Cumplió una condena de siete (en Sztum y Wronki), incluyendo cuatro de trabajos forzados en una mina. “Fui enviado a la cárcel por mi propia gente en mi propio país. Eso me hizo sufrir mucho psicológicamente”, confiesa en voz baja.
En 1954 fue liberado. Tras once años en los campos, prisiones y colonias penitenciarias, empezó una vida “normal”. Se graduó en la Universidad Politécnica de Gdansk y empezó a trabajar como ingeniero para los Astilleros de la ciudad. En 1980, respaldó el nacimiento del movimiento Solidaridad. Y justo cuando se jubiló y pensaba que era el momento de tomarse las cosas con calma, su vida se aceleró de repente. Conoció a Iga, su segunda mujer, le dieron un pasaporte, vendió sus tierras (terrenos rurales recalificados como urbanos y por tanto con un enorme valor añadido) y, de pronto, obtuvo suficiente dinero para cumplir sus sueños.
Pero primero tenía que enfrentarse a su confusión interna y a sus propios recuerdos.
Los recuerdos
A menudo, los recuerdos le acechan por las noches. En sus sueños, los perros del campo que ladraban sin cesar, intentan morderle con saña, oye las órdenes a gritos de las SS, ve una pila cada vez mayor de cadáveres, como castigo le cuelgan de un poste, pierde su tesoro más preciado, su cuenco de latón…
“Por la noche mi marido gemía, gritaba, apretaba los puños. Una vez, le dio una patada al radiador tan fuerte que se partió la pierna”, cuenta Iga Piechowska. “Pero el tema del campo de concentración de Auschwitz fue siempre tabú, algo sobre lo que no hablábamos”.
Los médicos lo llamaban el “Síndrome de Auschwitz KL”. KL es la abreviatura de Konzentrationslager (“campo de concentración”). Este síndrome afectó a prácticamente todos los prisioneros. Aparecía de forma inesperada, revelándose a sí mismo y abriéndose paso entre los colores y el sol, a través de la realidad, trayendo consigo recuerdos terroríficos.
Eso es por lo que Iga decidió llevar a Kazik al lugar donde se habían originado las pesadillas, a Auschwitz. Quizás, 40 años después, conseguiría vencer esa obsesión por la guerra.
“No funcionó”, relata aún disgustada por la experiencia. “Nos acercamos al paredón y Kazik se desmayó”.
“De hecho, fue en mi segunda visita al campo, en 2002, cuando me di cuenta que ya no tenía que tener miedo”, explica el número 918 con la voz entrecortada. “Que estaba listo para pasar página de lo que había vivido y de lo que había sido testigo para compartir los recuerdos con los que sobrevivieron el exterminio”.
Fui consciente de lo importante que era esto porque una y otra vez, durante sus viajes, se dio cuenta con horror que la gente joven no tenía ni la más remota idea de lo que sucedió durante la guerra. Y cuando preguntaban, rara vez recibían respuesta. Empezó a ir a las reuniones en las que relataba su experiencia en Auschwitz. En 2003, publicó la espeluznante autobiografía Fui un número, traducida al alemán y después al español. Tres años después, fue el héroe de la laureada película Escapee, dirigida por Marek Tomasz Pawlowski.
“Perdone señor, ¿qué había hecho usted para que lo mandaran allí? ¿Por qué iban a las cámaras de gas tan pasivamente? ¿No se podían amotinar?” Alguien que no haya estado en Auschwitz puede plantear unas cuestiones tan inocentes. Especialmente la gente joven. Ocurre tanto en Hamburgo como en Czestochowa o Ankara. Y ese es el primer y principal motivo por el que Kazimierz Piechowski, dando conferencias en Polonia y por todo el mundo, enseña historia. No la historia de los libros de texto y las películas, sino la historia basada en su propia vida. Explica cuál era el culto de Hitler. Advierte contra el fascismo y el neofascismo actual.
Cuando termina de dar la conferencia, se instaura un gran silencio en la sala. Especialmente en las reuniones en Alemania, donde los ojos del público asistente parecen decir Es war nicht möglich (“Es imposible”).
“La gente no quiere creer en cosas que son demasiado terribles o incómodas”, explica Piechowski.
“Y así es como se distorsiona la historia”. Y siempre llega la pregunta más importante: “Después de todo lo que sufrió en la guerra, ¿siente odio por los alemanes?”
“No siento ningún odio” repite. “La generación actual de alemanes no puede ser considerada responsable de los pecados de sus abuelos. El Papa Juan Pablo II dijo que la “culpa no se puede heredar, pero la herencia de los recuerdos no debe perderse porque una nación sin los recuerdos de su historia deja de ser una nación”. Estoy plenamente de acuerdo con esos sentimientos.
Viajes
En 1925, el joven Kazik pasó sus vacaciones en casa de sus abuelos en el campo.
“Dame la paga”, le dijo a su madre. “Quiero salir al mundo”.
“¿Para qué?”, preguntó su madre, sorprendida.
“Tengo que ver lo que hay en el mundo”, replicó el obstinado niño de seis años.
Su madre cogió una moneda de 50 groszy de su hucha con forma de cerdito. El niño la agarró con firmeza y salió valientemente. Pero de vez en cuando dudaba y miraba hacia atrás. Al principio, vio la casa completa, después sólo el tejado, la chimenea y por último toda la casa desapareció tras una colina. Y entonces sintió miedo. Volvió corriendo con su madre.
“Pon el dinero de nuevo en la hucha, saldré al mundo más adelante”, le dijo a su madre.
Este “más adelante” llegó nada más y nada menos que a los 70 años. “Viajar es mi gran pasión”, admite con un brillo en los ojos. Junto a mi mujer, he visitado más de 60 países de los cinco continentes, desde Australia a Sudamérica.
“Somos viajeros, no turistas”, enfatiza. “El escritor de novelas de viaje Ryszard Kapuscinski hizo dicha distinción y creo que es muy acertada”. Nunca van a ningún sitio sin prepararse. En primer lugar, estudian toda la información disponible sobre un país determinado, marcan una ruta y navegan por Internet hasta encontrar la forma más barata y mejor de viajar allí. Viven en hoteles y hostales y a veces se quedan en casa de amigos.
“Iga, enseña las fotos de Tailandia o de Marruecos, o mejor todavía las de Australia y Cuba”, pide Kazimierz Piechowski.
La delgada y elegante mujer a su lado está deseando enseñar los bonitos álbumes de sus diversas expediciones. Ella escribe los textos y él hace las fotos. “Pero es Iga quien hace todo el trabajo duro del ordenador, al igual que con mis libros”, dice orgulloso de su mujer.
Todos los álbumes tienen inscrita la leyenda: “El mundo es un libro y el que no viaja, lee sólo la primera página”, San Agustín. Y también una dedicatoria a Maciek y Tomek, sus queridos nietos. Iga pasa otra página.
“¡Oh, aquí hay algo curioso! Un certificado chino de la salud de Kazik. En chino, por supuesto”, dice Iga riendo. En la provincia china de Yunnan, hay vigente una ley muy restrictiva: cualquier turista de más de 75 años debe tener un certificado que declare que está sano para volar en avión. “Me examinó nada menos que un profesor chino”, bromea Piechowski. “Confirmó que estaba bien. Y aprendí a decir “gracias” en chino”.
“Y, ¿te acuerdas del Expreso a Mandalay en Burma?”, pregunta a su mujer. “El tren se salió de la vía, tambaleándose a un lado y luego al otro…”
“¿Y Samoa?”, preguntó entusiasmado. “Estábamos comiendo pescado justo junto a la hoguera del campamento en el pueblecito y los nativos nos abanicaban con enormes hojas de palmera. Nos sentíamos muy incómodos…”
Una larga tarde de invierno, la pareja está sentada en unos sillones de colores brillantes bajo la cálida luz de una lámpara. “Iga, lee en alto nuestra despedida de Turquía”, le pide.
Su mujer lee:
21 de diciembre. Nuestra última bella puesta de sol. Nuestra aventura turca está llegando a su fin. Los dos estamos sentados junto a una pequeña mesa, tomando nuestra última cena regada con vino tinto. En un cielo intensamente azul, la luna llena observa con indiferencia la alegría y la tristeza humana. En la oscuridad de la noche, escuchamos el último canto del día del muecín.
Kazimierz cierra los ojos. Sus recuerdos traumáticos afloran a la superficie cada vez con menos frecuencia. Oye la voz de su mujer, ve los países en los que ha estado y sueña con los que le quedan por visitar. ¿Quizás la isla de Pascua el próximo?
“He sido afortunado en esta vida”, sonríe.