El coraje de una mujer ha alejado de las calles a decenas de niñas abandonadas y maltratadas
Por Cosme Ojeda;ELIESHEVA RAMOS
Algunas de ellas aún no han salido de la infancia y ya han pasado una parte de sus vidas en la calle o en centros y albergues de donde fueron expulsadas o escaparon. Dormir en las alcantarillas, pedir limosna o esnifar pegamento para adormecer el hambre y el frío es mejor que permanecer en casa.
Sofía* perdió un ojo cuando su padre le clavó un lápiz en un ataque de furia. Estela* fue iniciada en el narcotráfico por su abuela y Leonor* era violada y quemada con una plancha por su padre. En una ocasión, tras un ataque, la creyeron muerta y la echaron a la calle, de donde fue rescatada aún con vida. Sólo tenía nueve años.
Cuando parecía que jamás saldrían de esa espiral de violencia y abandono apareció María Martina Estrada, una valiente mujer que desde la dirección del albergue Ayuda y Solidaridad con Niñas de la Calle I.A.P ha transformado la vida de decenas de chiquillas en México.
Mariamar, como le gusta que la llamen, supo desde niña que era afortunada, y que podía compartir parte de esa fortuna. “Mis padres y hermanas acordamos regalar cestas navideñas a gente de pocos recursos en lugar del clásico intercambio familiar”, recuerda.
Pero el tiempo le enseñó que ayudar a grupos vulnerables requiere algo más que buena voluntad. “Estaba en la universidad cuando empecé a visitar a los niños de la calle: charlaba con ellos y les llevaba comida, pero pasaban las semanas y cada vez estaban peor, así que comprendí que lo que les ofrecía no servía para nada, que no bastaba con escucharlos y sentirme mal”.
Entonces puso manos a la obra y se preparó, esperando el momento oportuno, que le llegó mientras trabajaba en el glamouroso mundo de las telenovelas. “Me ofrecieron la dirección del albergue y no lo pensé ni un minuto, era lo que quería hacer en la vida”, recuerda.
Fue así como se introdujo en el complicado mundo de dos albergues creados en 1993 específicamente para las necesidades de niñas de entre siete y 18 años en riesgo o en la calle, quienes llegan ahí canalizadas por la administración pública o por instituciones hermanas que consideran que son casos extremos que no pueden atender.
En el albergue, pintado de azul y amarillo, Mariamar y un grupo de cuarenta especialistas se dedican a intentar unir los trozos de decenas de vidas destrozadas tras años de abusos sistemáticos. Además de terapia psicológica, las niñas aprenden un oficio, como estética, cocina e informática, practican ejercicio y se responsabilizan de sus tareas domésticas.
Tras su estancia allí son enviadas a Jilotepec, en el Estado de México, donde continúan preparándose para una vida independiente. Ambos lugares son considerados ‘casas abiertas’, pues las niñas permanecen ahí por voluntad propia.
“Buscamos que cambien su mentalidad, que no repitan historias, pues en ocasiones salen de aquí y hacen lo mismo que vieron en sus casas, entonces regresan con sus hijos, quienes son los nuevos clientes del albergue”, cuenta Mariamar.
Daniela* come compulsivamente para tratar de calmar la angustia que le provocó presenciar la violación múltiple de su hermana. Karina* tiene graves desórdenes sexuales y Rosalba* fue vendida por su madre.
Pero a pesar del horror que han vivido, aún son capaces de sonreír, y es que Mariamar no permite que decaiga su ánimo y juega con ellas, las acaricia, organiza excursiones al mar o logra que salgan como extras en alguna telenovela.
El momento más entrañable sucedió en la navidad de 2005. “Cada trabajador del albergue invitó a una o varias niñas, dependiendo de sus posibilidades, a pasar la navidad en su casa. Las niñas tuvieron cena, regalos y amor, lo que no habían tenido quién sabe en cuanto tiempo”, recuerda.
Pero a pesar del esfuerzo, amor y compromiso del grupo de Ayuda y Solidaridad, en ocasiones pierden la batalla, pues algunas niñas optan por regresar a la calle o al hogar donde fueron maltratadas, mientras que otras son alejadas de la institución por sus padres o tutores.
Así sucedió con Teresa*, quien mostraba grandes avances en Ayuda y Solidaridad mientras varios miembros de su familia, incluida su madre, estaban encarcelados. Un día, su madre decidió que necesitaba que Teresa trabajara para proporcionarle artículos dentro del penal, así que tramitó una orden para sacarla del albergue.
“La niña se tiró al suelo y se agarró a mis piernas, pero yo no tuve más remedio que dejarla ir, porque la ley no me amparaba”, recuerda con tristeza.
Esas injusticias fortalecen a Mariamar, quien buscó alianzas con instituciones similares para plantear la necesidad de crear un recurso legal que impida a los padres o tutores que abusaban de los menores recuperar su custodia hasta que demuestren que no volverán a maltratarlos. La propuesta, hasta el momento, no ha encontrado eco en las autoridades.
A pesar de los sinsabores, considera un privilegio estar al frente del albergue. “Esto para mí no es un trabajo, es una labor que me enriquece”, y asegura que no podría vivir de otra manera.
“Es más fácil cerrar los ojos o quejarnos de lo que no nos gusta, esperando que los demás nos solucionen las cosas, y no se trata de eso, hay que ver qué hacemos cada uno desde nuestra pequeña trinchera”, dice convencida.
Anayelli Chávez Damián, quien jamás conoció a sus padres y ha sido drogadicta, ha descubierto, de la mano de Mariamar, otra forma de vivir. Esta joven de 20 años ha hecho la carrera técnica en Alimentos y Bebidas y actualmente cursa el cuarto semestre de Nutrición. “Quiero y respeto a Mariamar porque se preocupa por mí”, resume.
Para Mariamar, todas ‘sus niñas’ son unas guerreras. “La gente suele pensar que la labor del albergue vale la pena cuando una niña que viene de un hogar disfuncional consigue tener una profesión, pero para mí un éxito es cuando una niña que entra por esa puerta con la cabeza agachada, arrastrando los pies y con ganas de morirse, al cabo de unos meses sonríe y camina con la cara levantada”, dice con vehemencia.
*Se han cambiado los nombres para proteger su intimidad.