Un pescador fue rescatado de las aguas gracias a la valentía y la rápida reacción de tres jóvenes universitarias.
Por Cosme Ojeda;JASON KERSTEN
Una agradable tarde de abril pasado, Mike McClure, consejero juvenil jubilado de 67 años, se internó en la bahía de Sarasota para pasar un rato pescando, como había hecho muchos años durante la marea baja en la costa del golfo de Florida. A esa hora del día, las aguas frente al campus del New College de Florida estaban lo bastante bajas para que McClure pudiera adentrarse caminando unos 100 metros en el mar y lanzar su anzuelo en cualquier dirección. Vestido con traje de vadeador —pantalón con peto y botas altas— se abrió paso hacia el sur por un banco de arena en busca de la primera presa de la tarde.
“Estaba disfrutando mucho”, cuenta. Poco antes de que se pusiera el sol, todavía sin pescar nada, decidió regresar a la orilla, pero en vez de desandar el camino, escogió una ruta más directa hacia la playa, creyendo que el nivel del agua sería el mismo. Se equivocó: la bahía se había convertido en una depresión infranqueable y estaba atrapado en medio de ella. “Cuando me di la vuelta y vi que el agua casi me llegaba a la cintura, me sentí muy solo”, dice. Trató de salir vadeando en varias direcciones, pero no llegaba a aguas bajas. Finalmente, pensó que su opción menos peligrosa era caminar en línea recta hacia tierra y confiar en su suerte.
“No había dado más de cinco pasos cuando me empezó a entrar agua por el borde de las botas”, recuerda.
Sintió que el peso de las botas le empujaba hacia abajo, y pensó que si no se las quitaba pronto, se ahogaría. Soltó la caña de pescar y encogió las piernas para tratar de quitarse las botas, pero entonces el agua lo cubrió por completo. En su desesperación por salir a flote, tragó agua; al mismo tiempo, la corriente lo atrapó y ya no pudo hacer pie.
En la playa, tres estudiantes de la universidad —Eliza Cameron, de 19 años, Loren Niurka Mora y Caitlin Petro, ambas de 20 años, llevaban un rato observando al pescador mientras se relajaban sentadas en una franja de césped tras una larga semana de clases. Vieron a McClure hundirse y después lo oyeron pedir ayuda. Tenía la cabeza fuera del agua, pero las botas aún lo tenían atrapado y apenas podía respirar.
“Miramos alrededor y no había nadie más en la playa”, cuenta Eliza. “Nos dimos cuenta de que teníamos que correr a salvarlo”.
Las tres amigas se quitaron los zapatos y se lanzaron al agua. A lo largo de un tramo de por lo menos 100 metros, tuvieron que nadar contra la corriente. Cuando lograron acercarse a McClure, sólo alcanzaban a ver su gorra sobre las olas. Las jóvenes eran buenas nadadoras, pero sintieron miedo al ver que el hombre se había vuelto a hundir y que tendrían que bucear para sacarlo del agua, con el riesgo de hundirse ellas también mientras lo intentaban.
McClure flotaba de espaldas, con la cara apenas fuera del agua, cuando las jóvenes por fin llegaron hasta él. Había logrado quitarse las botas, pero le faltaba el aliento y tenía los ojos casi en blanco, señal de que estaba a punto de desmayarse. Sin embargo, cuando vio a su alrededor a las estudiantes, su desesperación empezó a disiparse. “De pronto me di cuenta de que tres caras angelicales me estaban mirando”, recuerda. “Fue algo casi mágico”.
No obstante, le seguía costando trabajo respirar, ya que su camisa, hinchada por el agua, le empujaba hacia abajo. Las chicas se la arrancaron a tirones; luego, mientras Caitlin lo sujetaba por la espalda y le agarraba una mano, Eliza y Loren se colocaron a sus lados y deslizaron un brazo bajo sus hombros. Cuando empezaban a arrastrarlo hacia la playa, se percataron de que el rescate estaba lejos de terminar. La corriente era muy fuerte, y sentían que nadaban sin moverse del mismo lugar.
—Necesito que me deis ánimos —les dijo McClure, jadeando—. Necesito tocar el fondo.
Las jóvenes siguieron nadando, y cada par de metros le aseguraban que estaban avanzando.
Finalmente, lograron apartarse de la corriente, y al mirar hacia la playa vieron a otra mujer con un teléfono móvil en la mano: estaba pidiendo ayuda. Cuando las jóvenes y el hombre llegaron a tierra, un policía de la universidad ya se encontraba allí. McClure se dejó caer sobre la franja de césped, y tan pronto como recuperó el aliento, se sentó.
Pero no tuvo tiempo de dar las gracias a sus rescatadoras. A Loren se le había clavado una espina de pescado en un pie mientras ayudaba a McClure a salir de la bahía, así que, una vez que éste estuvo a salvo, se dirigió con sus dos amigas a la enfermería del campus para que la curaran y vendaran. Esa misma no-che, McClure llamó por teléfono a Loren. Agotado y sin poder hablar mucho, le dijo que quería darles las gracias en persona.
Al principio, las amigas pensaron que el rescate no había sido nada especial. “Pensamos que cualquiera habría hecho lo mismo”, comenta Eliza. Pero al analizar lo ocurrido, comprendieron la razón de su esfuerzo conjunto. “Creo que al estar las tres juntas, nos dimos el valor para actuar”, dice Loren.
Sólo cuando se reunieron con McClure varias noches después, en las instalaciones de la universidad, y él les enseñó fotos de su mujer, sus hijos y sus nietos, entendieron plenamente la trascendencia de su acción. “Fue entonces cuando me di cuenta de que habíamos hecho algo muy valioso”, señala Caitlin.
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