Su trágica infancia de abusos sexuales e intento de asesinato no ha impedido que esta mujer sobreviva y luche por ser feliz.
Por Anne Mullen
Dennis Atkinson, joyero de la ciudad de Victoria (Canadá), todavía no comprende por qué, un soleado día de septiembre de 1988, despertó de una siesta con el deseo irreprimible de recoger moras silvestres. Cogió dos envases de helado, le dijo a su prometida, Judy Williams, que le acompañara y se dirigió a su coche.
Condujeron hasta un cruce de ferrocarril abandonado, no lejos de su casa, en las afueras de la ciudad, y luego caminaron hacia los arbustos. Poco después de haber empezado a recolectar las moras, Dennis levantó la mirada y vio a una niña pequeña de pelo oscuro saliendo a tropezones de entre los espinosos arbustos, cubierta de arañazos y aturdida. Dennis siempre recordará el vestido de flores y los zapatos de lona blancos que la niña llevaba puestos, que parecían quedarle demasiado grandes.
Pensó que tendría unos cinco años, la misma edad que su hija, nacida de su primer matrimonio.
Se arrodillaron junto a ella y le preguntaron:
—¿Dónde está tu mamá o tu papá?
La niña cogió suavemente la mano extendida de Dennis y la apretó. A él le dio la impresión de que estaba borracha, y olía mucho a gasolina. ¿Habría logrado escapar de un accidente en la autopista próxima? Al parecer, había sufrido sólo rasguños y algunas quemaduras leves cerca de la muñeca.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó la pareja.
—Vicki Mansell —contestó la niña, casi arrastrando las palabras.
Su nombre pronto aparecería en todos los periódicos del país, junto a una terrible historia.
Vicki, de cinco años, había salido de excursión con su madre y sus dos hermanos pequeños, Norman, de tres años, y Adam, de dos. Su madre, Ethel Mansell, de 35, los drogó con sedantes, se empapó ella misma y a sus hijos con gasolina y luego les prendió fuego a todos. Adam murió en el lugar; Ethel y Norman fallecieron tres días después en un hospital, y Vicki sobrevivió de milagro.
La tragedia estremeció al país a medida que la investigación policial fue dando a conocer los detalles. Después Vicki desapareció en el anonimato del sistema de protección de menores de Columbia Británica.
Hoy Vicky tiene 26 años. Se presentó ante los medios informativos después de cumplir los 25, cuando le entregaron un pequeño fondo de donaciones, reunido con donativos públicos, junto con tarjetas, cartas y oraciones de personas conmovidas por su historia. “Quería dar las gracias a la gente por su apoyo y sus oraciones, y decirle a todo el mundo que estaba bien”, cuenta.
Ahora trabaja para una organización benéfica que ofrece servicios a niños y familias de bajos recursos. Y tiene un nombre nuevo: se lo cambiaron oficialmente cuando tenía ocho años y fue adoptada por una familia, y de nuevo en 2008, cuando adoptó el apellido de su marido en una boda celebrada en una playa mexicana.
Vicki aún recuerda aquel día aciago, 5 de septiembre de 1988. Recuerda haber perseguido libélulas en un claro cubierto de hierba, haber comido con su familia en el campo… y después, el calor del fuego que la hizo huir. Se zambulló en un estanque o arroyo, y luego corrió entre los arbustos hasta toparse con Dennis y Judy. Recuerda haber viajado en el coche de la pareja, agarrada a Judy, y que en algún momento le dijo: “Mi mamá ya no me quiere. ¿Me quieres tú?”
De vuelta a casa, Judy se quedó sentada en el jardín, con la niña en su regazo, mientras Dennis llamaba al servicio de emergencias. Un policía llegó al poco tiempo y los llevó al hospital. Vicki iba sentada entre la pareja en el asiento trasero del coche patrulla, y durante el trayecto pasaron por el lugar del incendio. Allí, Dennis vio a un grupo de bomberos, con todo el equipo puesto, llorando.
La pareja se quedó al lado de la niña esa noche en el hospital. Como Vicki no quería que el personal de urgencias se acercara a ella, Dennis y Judy se ocuparon de los auxilios. Bajo la cuidadosa supervisión de un médico, la desvistieron, la bañaron para quitarle los residuos de gasolina, le colocaron parches de monitorización conectados a varios aparatos y la vistieron con una bata de hospital. Y la acompañaron mientras el investigador de la Real Policía Montada de Canadá, Bruce Brown, la interrogaba con delicadeza. Estuvieron con ella hasta las 10 de la noche, cuando se durmió y por fin soltó la mano de Judy.
Durante los dos meses siguientes, la niña se quedó en casa de su médico de familia. Llegaron decenas de solicitudes de personas que querían adoptarla o cuidarla temporalmente en sus casas. Algunas le enviaron animales de peluche y otros regalos.
Cuando Ron y Cathy Regan se enteraron del caso de Vicki, se pusieron en contacto con su trabajadora social, Louise Reimer, y le dijeron que deseaban hacerse cargo de ella. Eran bien conocidos como padres de acogida dentro del sistema de protección de menores de Columbia Británica. Ron trabajaba como agente inmobiliario y había sido propietario de dos restaurantes Burger King, y Cathy era ama de casa. En aquella época eran padres de 10 niños: tres hijos biológicos y siete adoptados. También eran padres de acogida “de emergencia”, y a menudo acogían a niños en mitad de la noche, con menos de una hora de aviso. Las autoridades sabían que la pareja podía ofrecerle a Vicki la familia cálida y cariños que necesitaba.
A principios de noviembre de 1988, Vicki se fue a vivir a casa de los Re-gan, en una colina cercana a Victoria. Una de las niñas, apenas un año ma-yor que Vicki, se acercó a ella.
—Hola, me llamo Lindsay —se presentó—. ¿Quieres jugar?
Vicki estaba fascinada. No sólo se sintió bienvenida, sino que la casa, de nueve dormitorios, tenía piscina en el jardín, una cama elástica, columpios y una caja de arena; además, el sótano era una sala de juegos llena de juguetes. También había bicicletas y patines, y una cancha de tenis vecinal, arriba de su calle.
Era un lugar de abrazos efusivos en el que se seguía una rutina tranquilizadora: todos se sentaban a cenar a las 5 de la tarde, iban a la iglesia los domingos por la mañana y cada uno tenía sus tareas asignadas.
Durante los primeros seis meses de su nueva vida con los Regan, Vicki asistió a sesiones de terapia con un psicólogo infantil, pero no guarda ningún recuerdo de ello. Sólo sabe que el psicólogo le dijo que era una superviviente y que estaría bien. Lo que sí recuerda con claridad es que le encantaba explorar el laberíntico bosque que rodeaba la casa de los Regan, subirse a los árboles, buscar serpientes debajo de las rocas y jugar a que era un hada del bosque.
También le fascinaban los cuentos. Al principio, Cathy se los leía regularmente; luego, cuando Vicki aprendió a leer, lo que más le gustaba era acurrucarse en un rincón tranquilo de la casa y devorar libros.
Los Regan adoptaron a Vicki cuando cumplió ocho años, y hasta principios de la adolescencia ella rara vez pensó en su familia biológica o en los trágicos incidentes de septiembre de 1988. Sin embargo, a los 15 años se volvió más curiosa. La trabajadora social contestaba sus preguntas poco a poco, pero jamás le reveló más de lo que ella quería saber.
Por fin, cuando Vicki estaba en el último curso de bachillerato, Ron la llevó a la biblioteca pública de la ciudad y juntos revisaron las microfichas en busca de información sobre aquel terrible día de la vida de Vicki. Ésta lloró al leer, horrorizada, que su madre les había prendido fuego a ella y a sus hermanos. Tenía recuerdos de los abusos de su padre, un pederasta que fue enviado a prisión por abusar sexualmente de Vicki y de otros niños del barrio; aquel lejano día de septiembre de 1988, estaba cumpliendo el primer año de una condena de cinco por sus delitos; sin embargo, en la mente de Vicki, el fuego lo inició él de alguna manera. (Incluso hoy día le tiene miedo. En este artículo usamos su nombre anterior, Vicki Mansell, porque aún teme que su padre pudiera encontrarla, si es que todavía vive).
En la biblioteca, Vicki se enteró también de los sentimientos de culpa e impotencia que embargaron a su madre por no haber descubierto a tiempo las atrocidades del pederasta. Al leer que su madre los había drogado con sedantes a ella y a sus hermanos, Vicki sintió un poco de paz. “A su manera, trató de protegernos”, comenta.
Vicki se puso en contacto con el agente Bruce Brown, y se sintió sumamente conmovida cuando éste le contó que, en la noche del día de la tragedia, había visitado la casa donde Ethel Mansell vivía con sus tres hijos. El piso estaba en el sótano de un edificio, y Brown lo encontró limpio y ordenado. Había ropa recién lavada, apilada y cuidadosamente doblada, y la nevera llena de comida sana. Era la prueba de que aquella mujer había intentado ser una buena madre lo mejor que sabía.
En el otoño de 2000, Vicki empezó la universidad. Allí, en un curso introductorio de psicología, escuchó al profesor hablar de la importancia de las experiencias positivas en los primeros años de la infancia, y sobre la influencia de lo innato y lo aprendido en el crecimiento y desarrollo de los niños. Vicky pensó que, por su historial familiar, no debería tener hijos propios.
Cuando su mejor amiga, Jennifer Hanson, murió en un accidente de tráfico varios años después, la pena de perder a su confidente más íntima revivió el dolor de su pasado. Sin embargo, superó el trance con la ayuda de Roberto Rees [el nombre ha sido cambiado para proteger la identidad de Vicki], a quien conoció en la universidad. Al igual que ella, Roberto tenía un pasado trágico. Cuando tenía tres años su padre fue asesinado, y a los 17 vio morir de cáncer a su madre.
La relación entre Roberto y Vicki fue afianzándose poco a poco, basada en la amistad y en muchas conversaciones. Les encantaba estar juntos, y compartían ideales y una profunda fe cristiana. Cuando él le propuso matrimonio, Vicki no dudó en aceptar.
Hoy día, con la seguridad que le da su amor por Roberto y por su familia adoptiva, Vicki se siente estable y confiada en que algún día podrá ser una buena madre. “Soy una superviviente”, dice. “No me define mi pasado”.
Algunas personas de su edad quisieran ser famosas o lograr cosas extra-ordinarias, pero Vicky afirma que lo único que desea es tener una familia y un hogar felices. “Ya me han ocurrido suficientes cosas extraordinarias en la vida”, señala. “Ahora me conformo con las corrientes”.