Edith Stein (1891 – 1942)
Ángel Sanz Arribas, cmf
busca a Dios, sea o no consciente de ello”
Querida hermana:
Quiero escribirte, pero me pregunto a quién debo dirigir la carta: ¿a Edith Stein o a Teresa Benedicta de la Cruz?; ¿a la feminista ilustrada o a la psicóloga de la ‘empatía’?; ¿a la profesora universitaria o a la víctima de Auschwitz?; ¿a la intelectual atea o la conversa católica?; en fin, ¿a la carmelita descalza o a la mártir canonizada por la Iglesia, hoy compatrona de Europa…? ¿O acaso caben todas estas miradas en los ojos de una sola mujer? Juan Pablo II dijo de ti que concentras una síntesis dramática de nuestro tiempo. Se explica así la fascinación que produces en las mujeres y los hombres de hoy. ¿Cómo explicar, si no, que ya a finales del pasado siglo contaras con más de doscientas biografías?
En todas ellas apareces como peregrina de la luz. Entre 1911 y 1913, cuando a tus 20-22 años cursas letras germánicas, historia y psicología, abandonas la fe, pero no la pasión por la verdad ni la inquietud por seguir buscando. Esa incredulidad se va a romper en un momento preciso. Tras la muerte trágica de tu entrañable compañero, Adolf Reinach, ves el rostro su viuda reflejando un dolor penetrado por la fe e iluminado por la esperanza: “Fue el momento en que se quebró mi incredulidad y resplandeció la luz de Cristo: Cristo en el misterio de la Cruz”. Caen las escamas de tus ojos, pero necesitas la confirmación de esa fe en Cristo. Y qué alegría aquella mañana en la que, tras diez años de ateísmo, puedes decir con el rostro transfigurado: “¡Esta es la verdad!” (has terminado de leer la Vida, de Santa Teresa).
Luego tendrás que ir reconociendo palmo a palmo todo el paisaje que se te ha presentado de repente. Qué bien sabes expresar esto en tu lenguaje de filósofa: “La verdad es una, pero se descompone en muchas verdades que debemos conquistar una tras otra. Profundizar en una de ellas nos hará ver más lejos, y cuando descubramos un horizonte más vasto, percibiremos desde nuestro punto de partida una nueva profundidad”. Claro que en este camino ya no te va a faltar el firme donde apoyarte: “Dios es la verdad. Quien busca la verdad busca a Dios, sea o no consciente de ello”. Es tu lema: ir a lo esencial, cuidar las raíces. Desde los primeros años sabes que “es más importante ser buena que ser lista”, un criterio al que no renuncias jamás y que te abre los ojos a sucesivos descubrimientos.
Que te llames ahora ‘Teresa’ y te apellides ‘de la Cruz’ es un signo y un reconocimiento de la vocación que experimentas y a la que quieres responder hasta el fin. Lo confiesas como quien ha sido agraciada con unos ojos nuevos: “Hoy sé mucho mejor lo que significa haberse desposado con el Señor bajo el signo de la Cruz. Desde luego, nunca se llegará a comprender plenamente, porque es un misterio”.
Hasta ahora, habías tocado la corteza del árbol. Hoy palpas sus raíces, al descubrir, atónita, el sentido de la Cruz. Si Teresa de Jesús te conduce a la Iglesia, Juan de la Cruz te abre las puertas del Carmelo al mostrarte la Ciencia de la Cruz, expresión ésta que no es sólo el título de una obra tuya, sino que es, sobre todo, la marca de tu espiritualidad y tu historia más íntima. ¿Podemos añadir que esas páginas desvelan la verdadera clave de tu vida, como mujer, como creyente, como carmelita, como mártir? Se trata de tu último libro, de tu testamento espiritual. No importa que lo dejes inacabado. Quizá por ello va a convertirse en la culminación de tu obra. Mejor dicho, de la obra de Dios en ti, ya que lo vas a concluir, no con tinta sino con sangre, no con la pluma sino con la vida.
¿Podías llegar más lejos? Quieres dejar bien claro que el protagonista de todo este proceso no es Teresa Benedicta, sino Cristo; el Crucificado es él. Con que fuerza lo proclamas: “Ningún corazón humano ha penetrado jamás en una noche tan oscura como el Verbo Encarnado en Getsemaní y en el Gólgota. Ningún espíritu humano podrá, por mucho que investigue, penetrar en el secreto del misterio divino del Hombre Dios en la Cruz”. Hay que llegar al final, hay que reconocer –ti lo haces- que Cristo realiza la mayor obra de su vida en el momento en que es aniquilado.
Parece superfluo añadir que la cruz cristiana representa para ti el otro nombre del amor, la señal y el camino de “la unión nupcial con Dios para la cual ha sido creada el alma”. Pero no dejas se subrayarlo: “Esta unión se obtiene por la cruz, se consuma en la cruz, y va marcada por toda la eternidad con el sello de la cruz”. Sabes y confiesas que “estamos en el mundo para servir a la Humanidad”. Y llegas a la situación límite de la entrega al descubrir y aceptar, en la plenitud de tus 50 años, el sentido de una muerte absurda y cruel. Como la de Cristo. Basta evocar un nombre: Auschwitz. Permíteme terminar resumiendo una preciosa observación tuya: Todos estamos llamados a ser imagen de Cristo; ¿existe un modo femenino de avanzar hacia esa meta? Sí: María.
Hermana Teresa, tu historia seguirá siendo una referencia para tantos hombres y mujeres perdidos en la noche. Tú proclamas, con Jesús, que “todo el que busca halla”, porque tienes la experiencia de que, en este juego, es Dios quien comienza la búsqueda y quien termina por dejarse encontrar.